CAPÍTULO 68

17 de junio de 510 a. C.

La comitiva de Ariadna y Akenón bordeó la ciudad de Crotona y enfiló el camino hacia la comunidad. Todavía quedaba una hora para que se pusiera el sol, pero estaba tan nublado que era como si fuese de noche. Soplaba un viento húmedo y fresco que arrastraba diminutas gotas de agua. Todos tenían ganas de abandonar sus monturas y disfrutar de un cuenco de sopa caliente.

Los soldados y los sirvientes se animaron al divisar el pórtico de la comunidad, donde empezaba a acumularse gente para recibirlos. En cambio, Akenón y Ariadna continuaron tan ensimismados como habían estado la última semana, desde que habían visitado a Glauco.

«Creí que me alegraría al regresar a la comunidad», pensó Ariadna. Llevaba varios días tratando de mitigar la sensación de tristeza que la envolvía como una manta mojada y fría. Sabía que en parte procedía de sacar a la superficie los recuerdos de las horas pasadas en manos de sus secuestradores. Era como si Akenón le hubiese hecho sentir la fuerza y el apoyo para enfrentarse a ello y de repente tuviera que hacerlo sola. Su inexperiencia con los hombres la había llevado a cometer la imprudencia de apartar la coraza que la había protegido durante tantos años. Se había abierto sin reservas a Akenón y resultaba dolorosamente evidente que no estaba preparada para ello. Lo más sensato era volver a colocar en su sitio la coraza y reforzarla. Tenía que mantener a Akenón a distancia, y a la vez esforzarse en disolver la dolorosa sensación de echarlo de menos.

Subido en su gran caballo, Akenón miró con disimulo a Ariadna. La piel de la joven relucía por la humedad. Estaba a sólo dos metros y al mismo tiempo completamente fuera de su alcance. Habían hablado poco, pero lo suficiente para que ella le dejara claro que entre ellos no podía haber nada. Akenón suspiró, añorando la alegría del viaje de ida a Síbaris y la pasión ardiente que había descubierto en el interior de Ariadna, pero sobre todo la agradable amistad de las semanas previas. «¿También vamos a perder eso?».

El ambiente lóbrego contrastaba con el de los primeros días del viaje, pero era apropiado a los resultados de la investigación en Síbaris. Habían sido seis días decepcionantes. En cuanto a Glauco, la visita para convencerlo de que retirara el premio había sido un fracaso, además de peligrosa. Y después no había respondido a sus mensajes para intentar que los ayudara en la búsqueda de pistas del encapuchado. Tampoco habían obtenido nada útil de los numerosos interrogatorios realizados a lo largo y ancho de Síbaris. El principal sospechoso de los asesinatos de Cleoménides y Daaruk, además del de Atma, parecía haberse evaporado.

Llegaron junto al pórtico y descabalgaron. Akenón, absorto en sus pensamientos, al principio no se dio cuenta del extraño silencio del comité de bienvenida.

De pronto se percató de que nadie hablaba y todos rehuían su mirada.

«¿Qué demonios ocurre?».

Buscó a Milón sintiendo una inquietud creciente. Al localizarlo, el jefe del ejército agachó la cabeza. Akenón experimentó un súbito vacío en el pecho. Se acercó rápidamente al enorme crotoniata y lo agarró de los hombros.

—¿Qué ha sucedido, Milón? ¡Habla!