10 de junio de 510 a. C.
Glauco dejó caer la antorcha, estrujó todos los pergaminos y se puso de pie.
—¡Esto es una bazofia! —gritó blandiéndolos—. ¡¿Quieres reírte de mí?!
Ariadna se puso en pie de un salto y retrocedió desconcertada. El sibarita tiró los documentos al suelo con rabia. Comenzó a pisotearlos bufando como un animal enfurecido.
—¡No! —Ariadna se lanzó a los pies de Glauco e intentó proteger los pergaminos con su cuerpo.
El sibarita levantó un pie para pisarla. En ese momento Akenón lo sujetó de las muñecas y tiró de él apartándolo de Ariadna. Glauco se revolvió como un loco furioso. Durante el forcejeo Akenón encontró su mirada y vio que los ojos del sibarita estaban velados por una rabia irracional. No iba a poder apaciguarlo. Debían salir de allí antes de que acudieran los guardias de Glauco. Ellos contaban con dos soldados dentro del palacio, si llegaban a las puertas podrían escapar. «Pero si aparece Bóreas estamos muertos».
—¡Pitágoras te exige respeto, Glauco de Síbaris!
Akenón y Glauco se paralizaron ante la severidad de aquella orden. Al darse la vuelta, Akenón vio que Ariadna apuntaba con una mano a Glauco, traspasándolo con ojos de hielo y fuego.
—¡Muestra el respeto que juraste al maestro de maestros, discípulo indigno!
Glauco movió los labios varias veces sin llegar a decir nada. Parecía confuso, como un sonámbulo que no consigue despertar. Akenón echó un vistazo a los dos accesos del salón. Todavía no había aparecido nadie.
Ariadna se agachó con aparente serenidad, recogió los pergaminos y los alisó antes de guardarlos entre sus ropas.
—Te he mostrado estos documentos, cuya visión no mereces, para demostrar que tu pretensión es vana. Y aunque no lo fuera, tus actos van contra el espíritu de aquello que prometiste honrar y acatar. Reflexiona sobre ello.
Dio la espalda a Glauco y caminó majestuosa hacia la salida. Akenón, desconcertado, echó una última ojeada al sibarita antes de seguirla. La mirada de Glauco se mantenía clavada en el lugar desde donde había hablado Ariadna.
Su rostro estaba congelado en una expresión tensa.
—¡Maldito loco! —Akenón suspiró en cuanto salieron del palacio y se volvió hacia Ariadna—. Ha sido impresionante cómo lo has dominado. Aunque pensé que ibas a aprovechar para intentar que se comprometiera a retirar el premio.
Ariadna respondió sin mirarlo.
—He leído dentro de su mirada. Estaba a punto de ordenar nuestra muerte. —Akenón se sobresaltó con las palabras de Ariadna, que continuó hablando con una voz fría y lenta, como si su mente estuviera muy lejos de allí—. He conseguido calmarlo momentáneamente para que saliéramos con vida, pero Glauco ahora es incontrolable. No va a plegarse a los deseos de nadie.
Akenón no replicó. Se había acostumbrado a la capacidad de Ariadna para ver más de lo que él era capaz.
Ariadna siguió andando en silencio. Le había resultado agotador contener a Glauco. Por otra parte, lo que había percibido en él resultaba escalofriante. La rapidez con la que había absorbido el contenido de los estudios sobre el círculo era incomprensible. Le había llevado los documentos más avanzados sobre la materia y Glauco los había descifrado en apenas media hora. Además, ella había analizado algunas de las inscripciones de las paredes y de los paneles de plata, y aunque aquellas indagaciones no parecían llevar a ninguna parte, revelaban avances increíbles.
«Más propios de un gran maestro que de un simple iniciado».
Sin embargo, lo más espeluznante, lo que hacía que su cuerpo siguiera estremeciéndose, era la profunda oscuridad que había avistado en el interior de Glauco.
Sacudió la cabeza, apabullada. Las sorpresas de esa noche se volvían mucho más temibles al tener en cuenta los inmensos recursos materiales del sibarita.
«Glauco puede ser el enemigo más poderoso que hayamos tenido nunca».
Continuaron caminando sobre la gruesa capa de tela que recubría las calles del barrio aristócrata. Al ser de noche no habían podido ir cabalgando al palacio de Glauco. Akenón miró de reojo a Ariadna. El silencio del entorno hacía más evidente el que se había instalado entre ellos. Ariadna estaba ausente y parecía muy triste. Akenón sintió que se le encogía el corazón. Quería abrazarla, pero era evidente que ella prefería mantener la distancia.
—Ariadna —bajó la voz para que los soldados no lo oyeran—, lamento de veras lo de esta tarde. No tengo ningún derecho a decidir por ti. Además, probablemente yo ahora estaría muerto si no hubieses venido. Tengo que darte las gracias por ello.
Ariadna asintió sin mirarlo.
—En cuanto a nosotros… —continuó Akenón—, ¿quieres hablar de ello?
Ariadna negó con la cabeza.
—Ahora no puedo, Akenón. —Buscó en su interior palabras con las que decirle algo más, pero estaba demasiado confusa y cansada.
—De acuerdo —respondió Akenón un poco dolido—. Cuando quieras hacerlo, no tienes más que decírmelo.
Ariadna asintió en silencio. El vaivén emocional de las últimas horas había sido excesivo y seguía doliéndole la cabeza. Quizás la noche anterior había cometido un error al dejarse llevar por los sentimientos de un modo tan impetuoso. Tal vez eran preferibles la estabilidad y serenidad que se conseguían con una mayor sobriedad emocional.
«Además, en eso soy una experta».