CAPÍTULO 65

10 de junio de 510 a. C.

El recuerdo de Cilón sobre Ariadna era de hacía dieciséis años.

Volvía de una sesión del Consejo y se cruzó con un grupo de pitagóricos. Los contempló con desprecio e iba a continuar su camino cuando algo le retuvo. Con los pitagóricos caminaba una adolescente muy joven, de llamativas curvas, que combinaba la atractiva inocencia de su edad con una expresión despierta y segura. Sólo podía ser la hija de Pitágoras.

«La pequeña Ariadna», pensó Cilón sin poder apartar la vista. Hacía cuatro o cinco años que no la veía y entonces todavía era sólo una niña, no había eclosionado en la magnífica mujer que ahora tenía ante sí.

Regresó a casa sin quitársela de la cabeza. No sólo por interés carnal, pues aquello no tenía sentido dadas las circunstancias, sino porque ella era la hija mayor de Pitágoras y por lo tanto un medio excelente para hacer daño al filósofo.

Cilón se dedicó durante varias semanas a obtener información sobre ella, las personas que la rodeaban, la frecuencia con la que salía de la comunidad… Cuando tuvo suficientes datos trazó un plan y se reunió con unos hoplitas que se habían acostumbrado a cobrar más de él que con la soldada.

—Esta vez tengo para vosotros un trabajo de lo más placentero. ¿Habéis visto últimamente a Ariadna, la hija de Pitágoras?

—¡Por Ares que sí! —exclamó inmediatamente uno de ellos relamiéndose.

—Vaya, me alegra ver tanto entusiasmo. Así pondrás más empeño en que todo salga bien, porque quiero que la secuestréis mañana.

A continuación les explicó lo que había maquinado. La raptarían en las afueras de Crotona, aprovechando que ella llevaría sólo dos acompañantes a los que dejarían fuera de combate con facilidad. Luego la llevarían a un buen escondite y la retendrían durante tres días, hasta que él acudiera a darle su merecido castigo. Después se desharían del cuerpo.

El plan era bastante sólido, pero no contaba con que Pitágoras conseguiría en sólo unas horas poner cientos de soldados y mercenarios a trabajar en el secuestro de su hija. «Maldita sea, ¿de dónde sacó tantos hombres?». Establecieron una estrecha vigilancia en todos los caminos, hasta el punto de que le resultó imposible enviar un mensaje a sus sicarios y mucho menos ir donde ellos para ocuparse de Ariadna. Si no actuaba rápido, corría el riesgo de que sus hombres se pusieran nerviosos e hicieran alguna estupidez. Y si los atrapaban, no dudaba de que lo delatarían al momento.

Tuvo que tomar la única decisión lógica.

Convocó a otro grupo de sus hoplitas a sueldo. Les dijo que guiaran a las patrullas de las que formaran parte al lugar donde estaba Ariadna. Por supuesto, debían acabar con los secuestradores antes de que les diera tiempo a decir ni una palabra.

«Al menos ese plan funcionó perfectamente». Por mucho que investigó después Pitágoras, no encontró ni una pista que lo vinculara a él con el secuestro. El único vestigio de aquello estaba dentro de su cabeza. La frustración de haberse quedado con la miel en los labios se había transformado en obsesión por Ariadna. Desde aquel episodio elegía para su alcoba esclavas que se parecieran a ella. Había habido algunas con una semejanza notable, pero la mejor era la que en estos momentos hundía la cabeza entre sus piernas.

Contempló satisfecho el suave vaivén de la cabellera castaña y luego cerró los ojos. Si algún día conseguía su sueño de convertirse en la cabeza política de Crotona, no se limitaría, como muchos pensaban, a expulsar a los pitagóricos. Arrasaría la comunidad, ejecutaría a sus miembros y esclavizaría a Ariadna para que fuera ella, por fin, la que le diera placer por las noches.