CAPÍTULO 64

10 de junio de 510 a. C.

Glauco clavó sus ojos enfebrecidos en Akenón.

«Por tu culpa perdí a Yaco».

Su primer impulso al ver al investigador egipcio fue llamar a Bóreas, pero al momento siguiente su mente volvía a navegar exclusivamente por aguas matemáticas. Se volvió hacia la pared y siguió con lo que estaba haciendo.

—Glauco —lo llamó Akenón.

El sibarita asintió levemente, como si oyera una llamada lejana; sin embargo, continuó recorriendo con el dedo a un ritmo vertiginoso los trazos de la pared. Una parte de sí sabía que allí estaba el egipcio, pero no era capaz de prestarle atención. Sus pesquisas no le interesaban. Los soldados de Crotona ya le habían molestado con preguntas sobre un encapuchado hacía dos meses y no pensaba dedicar más tiempo a aquello.

—Glauco —intervino Ariadna—, soy Ariadna, la hija de Pitágoras.

El sibarita se paralizó. Al cabo de unos segundos dio media vuelta y la miró, abriendo y cerrando los ojos como si ella acabara de materializarse ante él.

—La hija de Pitágoras —murmuró.

—Hemos venido para hablar de tu interés en los círculos.

Aquellas palabras produjeron una sacudida en Glauco. Asintió vigorosamente sin decir nada. La carne de la cara y del cuello le colgaba como bolsas vacías. Había perdido treinta kilos en los dos últimos meses. También se notaba la pérdida de peso en que la túnica, rozada y sucia, parecía pertenecer a un hombre mucho más grueso.

Ariadna le mostró los documentos sobre el círculo.

—Quiero que veas esto.

Glauco arrancó los pergaminos de la mano de Ariadna, se dejó caer en el suelo y los extendió ante sí. Comenzó a pasar la antorcha sobre ellos frenéticamente. Ariadna se sentó junto a él y esperó mientras el sibarita examinaba todo con los ojos desmesuradamente abiertos.

Durante un largo rato nadie habló. Akenón paseó nervioso por la sala de banquetes, observando con creciente inquietud la locura que reflejaba cada detalle de aquel lugar. Miró preocupado hacia Ariadna. Hubiera preferido que ella estuviera en la comunidad, con soldados por todas partes y Orestes al mando. Siguió recorriendo la sala y pensó en Orestes. En las últimas semanas, su opinión sobre el gran maestro no había dejado de crecer. «Orestes será un buen sucesor de Pitágoras».

Ariadna observaba con interés a Glauco. El sibarita a veces volvía hacia atrás para repasar a la luz de la antorcha algo que ya había estudiado. Al llegar al final del último pergamino, cerró la mano sobre él y lo estrujó con fuerza.

Ariadna se sobresaltó. Glauco se giró hacia ella y la miró con los ojos inyectados en sangre. Agitó el puño con el pergamino aplastado y rugió con rabia:

—¡¿Qué demonios es esta basura?!