CAPÍTULO 63

10 de junio de 510 a. C.

Como todas las noches, Cilón despidió en la entrada de su mansión a los notables de Crotona con los que se había reunido y se dispuso a acostarse. Subió a la segunda planta y atravesó con rapidez el gineceo, la parte de la casa reservada a las mujeres. Allí vivía su esposa y dos concubinas de las que hacía años se había encaprichado pero a las que ya no visitaba.

Ahora era más práctico y se limitaba a las esclavas.

Entró en su dormitorio. A los pies de la cama estaba arrodillada Altea, una esclava de quince años por la que, para regocijo del vendedor, no había regateado. Le hizo un gesto indicándole que esa noche quería sus servicios. Altea acudió con rapidez a su lado y le quitó la túnica.

—Ariadna —susurró Cilón mientras la acariciaba—. Desnúdate para mí.

La esclava tenía orden de responder al nombre de Ariadna. La había seleccionado por su parecido con la hija de Pitágoras. En realidad, por lo mucho que se parecía a la auténtica Ariadna cuando ésta tenía quince años.

—Ponte de espaldas, Ariadna.

Altea giró su cuerpo desnudo y Cilón se deleitó un rato contemplándola sin tocarla. Sus rasgos no eran tan semejantes, pero su cabellera larga y ondulada, de un tono castaño claro, era exactamente igual a la de la soberbia hija de Pitágoras. Le apartó el pelo y mordió su cuello mientras manoseaba desde atrás sus pechos abundantes. Altea intentó ahogar una exclamación de dolor, pero Cilón la oyó y su excitación se multiplicó. Dio un paso atrás y palmeó con fuerza las nalgas de la muchacha. La piel enrojeció rápidamente. Contempló el resultado, complacido, y después se tumbó en la cama boca arriba.

«Ni música ni meditación, Pitágoras, esto es lo mejor para eliminar tensiones».

Altea comenzó a trabajar entre sus piernas con la boca. Cilón colocó dos almohadas bajo su cabeza para poder verla bien salvando el obstáculo de su voluminoso vientre. La ilusión era perfecta desde esa perspectiva, con el cabello tapando la cara de la esclava.

—Ariadna, Ariadna —gimió sin dejar de contemplarla.

Había comprado esa esclava hacía cinco meses. Desde entonces todas las noches se deleitaba con ella.

Eso le hacía recordar cuando estuvo a punto de disfrutar de la verdadera Ariadna.