10 de junio de 510 a. C.
Akenón nunca había percibido el peligro con tanta intensidad.
Nada más entrar en el palacio supo que algo iba muy mal. El secretario que los atendió fue desagradablemente frío e indicó con sequedad que los soldados debían quedarse en el patio. Los sirvientes tendían a adoptar hacia la gente la misma disposición que sus amos, por lo que aquello era una señal alarmante. La sensación incómoda se incrementó al ver, apoyado contra la galería del patio, un enorme círculo de madera de casi cuatro metros de altura. Resultaba grotesco, como un monumento a la demencia.
El secretario torció hacia la izquierda.
«¿Dónde nos lleva?», se preguntó Akenón.
Conocía el palacio y sabía que no se iba por allí a las estancias privadas de Glauco, en las que celebraba sus reuniones. Mientras avanzaban sintió que los observaban y notó que se le erizaba el pelo de la nuca.
El secretario cruzó el umbral de la sala de banquetes y los anunció. Después se volvió hacia ellos con gesto adusto, esperando a que pasaran.
Akenón entró por delante de Ariadna y se detuvo sobrecogido. Había muy poca iluminación, pero pudo ver que el salón presentaba un aspecto totalmente diferente a la última vez que había estado allí. La pared del fondo había sido derribada, dejando a la vista la despensa y parte de la cocina. Había un círculo grabado en el suelo que tenía el tamaño del salón y la despensa juntos. Parte del mobiliario había desaparecido y lo que quedaba estaba amontonado en las esquinas. Dio un par de pasos en la oscuridad silenciosa y chocó con algo que emitió un sonido metálico. Al escudriñar entre la penumbra, vio que los paneles de plata que solían revestir lujosamente las paredes ahora estaban desperdigados por el pavimento, llenos de arañazos.
«Por Astarté, ¿qué ha ocurrido aquí?».
La respuesta estaba frente a él. Glauco les daba la espalda y escudriñaba las paredes con una antorcha en la mano. La luz ondulaba contra los muros revelando que estaban cincelados con figuras geométricas hasta donde alcanzaba la vista.
Aquello parecía la gruta de un matemático loco.
A pesar de que el secretario acababa de anunciarlos, Glauco permanecía ajeno a ellos. Ariadna y Akenón se miraron dubitativos y después se acercaron. El sibarita continuó dándoles la espalda mientras caminaban hacia él. Cuando estaban a un paso de distancia se volvió bruscamente.
Akenón tuvo la inmediata certeza de que Glauco se había vuelto loco.