CAPÍTULO 61

10 de junio de 510 a. C.

Euríbates, maestro veterano de la orden pitagórica, dio por finalizado el comentario de la lectura de aquella noche. Mientras los asistentes se retiraban a sus dormitorios, él salió al exterior. Cruzó los brazos sobre el pecho y contempló con preocupación la oscuridad que envolvía la comunidad de Crotona.

«¿Dónde estará Pelias?».

Pelias era uno de los discípulos que tenía a su cargo. El más aventajado, sin duda. Sobresalía en matemáticas y era tan carismático y convincente que dejaba con la boca abierta a los de su mismo rango. Los que tenían un rango inferior quedaban literalmente hechizados. Acababa de alcanzar el grado de maestro y esa tarde se había marchado a Crotona con un grupo de estudiantes. Le habían encargado una misión sencilla. Consistía en llevar un mensaje a uno de los miembros del Consejo de los 300, aunque Pelias había pedido permiso para pasear después con el grupo por Crotona. Quería hacerles algunas observaciones sobre las virtudes de una sociedad pitagórica.

A Euríbates le alegraba el afán pedagógico de Pelias, y accedió a su requerimiento con el único requisito de que estuvieran de regreso antes de la cena. Sin embargo, ni Pelias ni los seis estudiantes que lo acompañaban se habían presentado a la cena ni a la posterior lectura.

«Voy a dar la voz de alarma», decidió Euríbates dirigiéndose hacia la patrulla de hoplitas más cercana.

Cuando estaba a medio camino se detuvo al oír revuelo en la entrada de la comunidad. Poco después el revuelo ascendió hacia él. En medio de la confusión creyó distinguir la voz alterada de Pelias. Euríbates se apresuró en su dirección, aliviado porque hubieran regresado, pero con una inquietud nueva por la alarma que detectaba en las exclamaciones de su discípulo.

—¡Euríbates! —gritó Pelias en cuanto lo distinguió—. Gracias a los dioses que te encuentro.

—Cálmate, hermano —repuso Euríbates tomando a Pelias de un brazo. Estaba disgustado porque su discípulo mostrara tan poca moderación, aunque percibía en sus ojos tal horror que no añadió nada más, en espera de oír sus explicaciones.

—Maestro, es terrible, terrible —la angustia quebró la voz de Pelias. Antes de seguir, miró con suspicacia a los soldados que se habían aproximado y bajó la voz—. Tenemos que hablar en privado. ¡Ahora mismo!

Los seis estudiantes los siguieron de cerca, pálidos y sin despegar de Pelias su mirada nerviosa. Se apresuraron en silencio hacia una de las grandes casas comunales, en la que ambos residían. Los hoplitas patrullaban el perímetro y el interior de la comunidad, pero tenían instrucciones de no entrar en los edificios a menos que se lo requirieran.

En cuanto estuvieron en el patio interior, Pelias miró a su maestro con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Hemos descubierto una traición, Euríbates. ¡Hay un traidor entre los grandes maestros!

La mente de Euríbates tardó varios segundos en desbloquearse tras escuchar las palabras de Pelias. Cuando pudo reaccionar miró a su alrededor, asustado por la magnitud de lo que acababa de oír. Pelias y los estudiantes tenían los ojos clavados en él. Un poco más allá había tres pitagóricos conversando y algunos más se encaminaban tranquilamente a sus dormitorios.

«¡Un traidor entre los grandes maestros!». Aquello era una terrible acusación. Debía de haber algún malentendido. Había que aclararlo lo antes posible sin llamar la atención.

—¿Cómo se te ha ocurrido semejante locura? —Euríbates se acercó más a Pelias, hablando en un discreto susurro—. Explícate.

—No hay ninguna duda, maestro Euríbates. ¡Lo he visto con mis propios ojos! —Pelias respiraba agitadamente sin conseguir calmarse, pero hizo un esfuerzo por ordenar sus pensamientos—. Esta tarde hemos entrado en una taberna para refrescarnos. Hemos pedido una jarra de mosto y cuando iba a pagar he oído que nos llamaban desde la esquina del comedor.

»—¡Pitagóricos!

»Me di la vuelta, un poco ofendido tanto por el modo de llamarnos como por el tono insolente de aquella voz. El que nos llamaba era un marino con pinta de estar un poco borracho. Tenía unos cuarenta años y era griego, pero no de por aquí. Hablaba con un acento que no conseguí identificar, tal vez corintio. Mientras lo miraba hizo un gesto con la mano para que nos acercáramos.

»—Venid a celebrar conmigo, pitagóricos —gritó hacia nosotros—. Hoy estoy dispuesto a invitar a todos los pitagóricos del mundo.

»Tanto sus palabras como su tono despertaron mi curiosidad. Parecía ocultar una segunda intención que decidí desvelar, así que nos acercamos a él y aceptamos la invitación de sentarnos a su mesa.

»—Tú tienes pinta de ser un maestro, con todos éstos siguiéndote —me dijo.

»Le seguí la corriente, pues por su voz pastosa pensé que sería fácil averiguar rápidamente qué pasaba por su cabeza. Él continuó bebiendo vino, pero tenía mucho aguante y se limitaba a repetir que era un marino a punto de volver a embarcarse y que estaba muy agradecido a los pitagóricos. Después de una hora de aguantar sus tonterías de borracho eufórico, cuando ya pensaba en irnos, dijo algo que me dejó clavado en el asiento.

»—Mi amigo y maestro Pelias —yo ya le había dicho mi nombre—, puede que tú y yo lleguemos a un acuerdo favorable para ambos —en ese momento se inclinó hacia mí para enseñarme discretamente, sin que nadie más lo viera, una pesada bolsa que parecía llena de monedas. Después habló susurrándome en la oreja—: Puedes regresar a tu comunidad con una buena cantidad de oro si me cuentas algunos secretillos.

Euríbates escuchaba con mucho interés, pero también con una inquietud creciente. No sólo por la alteración de Pelias y el giro que estaba tomando su narración, sino porque cada vez había más gente a su alrededor. El ardor de Pelias hacía que se acercaran con curiosidad tanto los que estaban en el patio al iniciar el relato como los que iban entrando del exterior. Ya debían de ser unos veinte.

—Le dije prudentemente —continuó Pelias— que nosotros no tenemos secretos que merezcan pagar por ellos, y que en cualquier caso hay que ingresar en la hermandad para acceder a nuestra doctrina.

»El marino se rió en mi cara, despidiendo un aliento que olía fuertemente a alcohol.

»—Con el oro se superan todos los obstáculos, mi ingenuo amigo —me dijo todavía riendo.

»Me resultó raro que un borracho pareciera tan interesado por nuestra doctrina. Intenté sonsacarle, pero tuvo que pasar otra media hora hasta que volvió a hablar del tema. Miró a mis estudiantes, asegurándose de que no le prestaban mucha atención, y susurró discretamente:

»—Estoy interesado en los círculos, y te pagaré bien si me explicas algunas cuestiones. Entiendo que estas cosas… —golpeó con un dedo en su pecho y me di cuenta de que bajo la ropa ocultaba documentos— tienen su precio, igual que tú debes entender, Pelias, que si no lo obtengo de ti lo conseguiré de otro.

»Apenas pude indignarme, pues mostraba tal convencimiento que me heló la sangre. Me limité a responderle que no creía que nadie le revelara nada.

»—¿Tanto confías en vuestro juramento de secreto? —preguntó con desprecio. Después me miró durante unos segundos, como si estuviera decidiéndose, y al final sus palabras comenzaron a revelar la terrible verdad—. Ahora mismo —me soltó con insolencia de borracho— voy a demostrarte lo que vale vuestro juramento.

»Sacó los documentos que ocultaba, eligió uno y lo desplegó ante mí.

»—¿Lo reconoces? —me preguntó—. ¿Reconoces en este pergamino las claves secretas de construcción del dodecaedro?

Las últimas palabras de Pelias arrancaron una exclamación de horror de las gargantas de sus veinte oyentes. Euríbates, tan espantado como los demás, presintió en ese instante que la tragedia era inevitable.

Pitágoras había descubierto que en el universo —al que llamaba cosmos, que significa orden—, todo ocurría según unas leyes matemáticas regulares. Dedicaba su vida a descifrar esas leyes y se había dado cuenta de que los movimientos y la materia se podían estudiar mediante la geometría. Igual que los planetas se desplazaban trazando curvas perfectas, la materia se componía de unos pocos elementos asociados en última instancia a los escasos poliedros o sólidos regulares conocidos. El que había mencionado el marino —el dodecaedro—, era el más importante para Pitágoras al ser el elemento constitutivo del universo. Euríbates sabía perfectamente que los secretos de su construcción eran conocidos únicamente por los diez o doce miembros más destacados de la hermandad.

«Si el relato de Pelias es cierto, uno de ellos ha roto el sagrado juramento de secreto».

Pelias prosiguió su narración en medio de la exaltación general. Señaló que, aunque él no había tenido acceso a los secretos más profundos del dodecaedro, sabía lo suficiente como para poder distinguir si los documentos del marino borracho contenían aquellos secretos. Estaba completamente seguro de que así era.

—Después de dejarme examinar sus documentos —continuó casi gritando—, abrió su bolsa para demostrarme que estaba llena de monedas. Sacó una y me la puso en la mano. Era un darico de oro, pesado y resplandeciente, y me dijo que al que le había revelado los secretos del dodecaedro le había pagado veinte monedas como ésa, y que por los secretos del círculo me daría doscientas. Afirmaba que él, por su cuenta, multiplicaría esas cantidades sin que nadie supiera de mí, igual que nadie iba a saber quién le había proporcionado acceso al dodecaedro.

Las expresiones de horror de los oyentes iban transformándose en indignación y en furia cada vez más exaltada. Algunos comenzaron a dar voces. Llamaron la atención de hombres que ya se habían acostado y que ahora salían de sus habitaciones y se unían a la algarabía haciendo preguntas. Pelias parecía encantado de que su audiencia aumentara y se enardeciera tanto como él. Hablaba a Euríbates, pero la mitad del tiempo miraba enfebrecido hacia la multitud creciente y los azuzaba con enérgicos aspavientos.

Aunque Euríbates también estaba furioso, era el miembro de mayor grado entre los presentes y sabía que tenía que contener aquello o se transformaría en un tumulto descontrolado que nadie podría detener.

—¡Escúchame, Pelias! —Euríbates tuvo que gritar para llamar la atención de su discípulo, al que todos requerían—. ¿Estás absolutamente seguro de todo lo que cuentas?

—Que me caiga muerto ahora mismo y las alimañas devoren mi cuerpo si he alterado en algo lo que ocurrió.

—¿Conseguiste que el marino nombrara a quién le había revelado los secretos del dodecaedro?

—Resultó imposible. Se nos hizo de noche en Crotona porque pasé horas intentando que aquel hombre lo dijera, o al menos que tuviera un desliz y me diera alguna pista. Él insistía en que callando el nombre me demostraba que tampoco revelaría el mío. Hasta el último momento siguió insistiendo en que le hablara de los círculos a cambio de oro.

Euríbates se sumió en sus cavilaciones. «No hay duda, el juramento de secreto se ha roto». Sintió un estremecimiento. Al ingresar en la hermandad juraban por su propia vida que jamás revelarían los conocimientos secretos de la orden. Ese juramento se renovaba y reforzaba con cada grado que se ascendía. Sólo tenía noticia de una vez que alguien había traicionado el juramento. Fue un discípulo matemático, ni siquiera tenía el grado de maestro, y lo desvelado tenía muy poca importancia. Aun así lo expulsaron de la orden, le hicieron una tumba como si hubiese muerto y a partir de ese momento todos actuaron como si hubiera fallecido, sin dirigirle la palabra ni posar la vista sobre él. Decían que estaba más muerto que los difuntos, puesto que su alma era la que había muerto.

«Pero ahora no se trata de una nimiedad. La traición ha desvelado uno de nuestros secretos más fundamentales».

Alzó las manos para llamar la atención. Ya se habían congregado cerca de cincuenta hombres. Se agitaban como una jauría de perros de caza esperando la orden de ataque.

—Calmaos. —Estaba tan indignado como ellos, pues el crimen cometido era el más grave posible, pero debía evitar una locura fruto de la precipitación—. Aunque comparto vuestra rabia, no sabemos quién ha sido. Es mejor esperar a que regrese Pitágoras y él decida qué hacer.

Paseó la vista por la concurrencia. Parecían indecisos. De repente se oyó de nuevo la voz de Pelias, afilada como un puñal.

—Lamento no estar de acuerdo en esperar, maestro. No tenemos un nombre, pero sabemos muy bien por dónde empezar.

Aquel día, Orestes había asistido a su cuarta sesión en el Consejo como máximo representante de los pitagóricos.

«He puesto a Cilón en su sitio», pensó sin poder evitar una sonrisa de orgullosa satisfacción. En la primera sesión, Cilón se había sorprendido al verlo aparecer y no había intervenido. Astuto como siempre, prefirió preparar a conciencia el ataque que le lanzó en la siguiente reunión. Con toda su habilidad y perfidia sacó a la luz el delito que Orestes había cometido en su juventud, cuando desvió fondos aprovechando un cargo público. No había sido una cantidad muy alta y además ya había pagado por ello, pero Cilón consiguió presentarlo como algo espantoso. Sin embargo, Orestes contaba con aquel ataque y con la confianza que Pitágoras le había proporcionado al delegar en él. Se defendió bastante bien, y en la siguiente sesión tuvo la habilidad de sacar él mismo el asunto antes de que interviniera Cilón. Lo dejó sin argumentos y el político crotoniata apenas pudo replicar.

En la sesión de hoy, la cuarta, su enemigo Cilón había hecho gala de buen juicio al no desgastarse inútilmente. Normalmente contaba con la ventaja de que Pitágoras no podía asistir a las reuniones del Consejo. Eso le había permitido mejorar su posición contraria a ellos, favorecido además por las dramáticas muertes ocurridas en la comunidad. Cilón no podía luchar contra Pitágoras, pero era superior al resto de políticos de Crotona y había esperado apabullar a Orestes con su retórica. No había sido así. Con la autoestima reforzada, Orestes resultaba un orador excepcional. Se había batido de tú a tú con Cilón y había resultado victorioso.

«Esto ha sido mi prueba de fuego. Mi renacimiento político».

El ruido del exterior interrumpió sus pensamientos. Parecía haber una discusión. Se levantó del borde de la cama y avanzó hacia la puerta. La habitación estaba iluminada por una pequeña lámpara de aceite. Era un cuarto individual, con un solo catre pegado a la pared contraria a la entrada.

Inspiró profundamente junto a la puerta. Se había pasado media vida sintiéndose inseguro, huyendo de disputas que no fueran puramente teóricas, pero ahora era un nuevo Orestes. Lleno de gravedad y autoridad, dispuesto a mediar y a imponerse como si fuese el mismísimo Pitágoras.

Acercó la mano a la puerta y de repente ésta se abrió bruscamente.

La sorpresa lo paralizó por un instante, igual que al numeroso grupo que se apelotonaba frente a él. Sus rostros estaban agitados y dubitativos. Se dirigió al que había abierto tan impetuosamente.

—Pelias, hermano, ¿puedo preguntarte por qué irrumpes de este modo, rompiendo la paz de mi dormitorio y de toda la comunidad en estas horas de recogimiento?

Pelias parecía el cabecilla de aquel tumultuoso grupo y Orestes había procurado dirigirse a él del mismo modo que lo habría hecho Pitágoras. La razón y la superioridad moral no se demostraban con aspavientos ni imposiciones, sino mediante un proceder recto y mesurado.

—Disculpa, maestro Orestes, pero graves cuestiones nos obligan a pedirte que nos permitas registrar tus ropas, así como tu aposento.

Aquellas palabras dejaron a Orestes tan estupefacto que no acertó a responder. Sintió el peso aplastante de la acusación —«¡¿me acusan de robo?!»—, y sus viejos miedos e inseguridades acudieron en tropel llenándolo de vergüenza. Sin embargo, un segundo después su recién estrenada confianza transformó la vergüenza en indignación.

—¿Y puedo saber —se obligó a no elevar el tono— qué estás buscando exactamente?

—Oro —contestó Pelias entrando en la habitación.

Tras él irrumpieron varios hombres que sin mediar palabra comenzaron a registrar sus pertenencias. Orestes se volvió hacia ellos, pero antes de que hablara volvió a hacerlo Pelias.

—Maestro, lamento sinceramente tener que hacer esto y espero poder disculparme dentro de un minuto.

Orestes percibió en la mirada de Pelias algo que contradecía sus palabras. El impulsivo joven estaba totalmente convencido de su culpabilidad.

—¿Piensas que he robado oro de la comunidad? —preguntó mientras Pelias y otro joven lo registraban sin mucha delicadeza.

Pelias no respondió. Acabó su tarea sin encontrar nada y se unió al grupo que inspeccionaba el contenido de un pequeño arcón volcado en el suelo de arena. Orestes se asomó a la puerta. Entre los hombres que se mantenían a distancia, aguardando el resultado de la inspección, distinguió a Euríbates. Era uno de los maestros más veteranos, uno de los miembros de la orden de mayor grado, y además se conocían desde hacía más de veinte años.

—¡Euríbates! —exclamó Orestes sorprendido.

El aludido desvió la mirada, incómodo. Orestes dio un paso hacia él pero se detuvo al oír una exclamación a sus espaldas.

—¡La tierra está recién removida!

Al darse la vuelta, Orestes vio que habían volteado su cama. Dos hombres escarbaban en la arena. Tragó saliva, notando que los latidos de su corazón escapaban al control de su voluntad.

—¡Aquí hay algo!

Orestes sintió una punzada de pánico.

Intentó acercarse, pero lo sujetaron por los hombros. Un joven arrodillado en el suelo extrajo de la arena una bolsa de cuero marrón y se la entregó a Pelias. Éste la desanudó y volcó el contenido en la palma de su mano.

—Veinte daricos de oro —murmuró para sí.

La nueva moneda de Darío de Persia era inconfundible, con su rey arquero en una de las caras. Cada una equivalía a más de cuarenta dracmas de plata de Crotona. Hacía muy poco que había empezado a circular, por lo que todavía era extraño verla en la Magna Grecia.

Pelias alzó la mano, mostrando las monedas a todo el mundo, y proclamó con energía:

—¡Veinte daricos de oro!

Los hombres presentes en la habitación se convirtieron en una jauría humana que se lanzó sobre Orestes, insultándolo y zarandeándolo. Habían escuchado el relato de Pelias y sabían que ésa era la cantidad que el marino de Crotona había pagado por el secreto del dodecaedro. Ya nadie dudaba de que Orestes hubiera traicionado el sagrado juramento, y todos sabían lo que eso significaba. El juramento de secreto era la única norma pitagórica que, cuando se rompía, obligaba a los discípulos a comportarse violentamente.

—¡No es mío! —Orestes se daba cuenta de que había perdido el control, tanto sobre la situación como sobre sí mismo—. ¡No es mío, lo juro por la sagrada tetraktys y por Pitágoras!

—Guárdate tus juramentos —musitó Pelias en su oído mientras lo empujaba hacia el exterior.

Allí lo acogieron con redoblada violencia. Se cubrió la cabeza con los brazos intentando protegerse de los puñetazos.

—¡Quietos! ¡Deteneos!

Por mucho que gritara era imposible hacerse oír. Tampoco resultaba fácil pensar entre los golpes y el pánico que crecía en su interior. «¿Qué está sucediendo? ¿Por qué tanta furia por un simple robo?». Alguien le agarró del pelo y tiró con saña. Una mano se coló entre sus brazos y le arañó la cara. Notó un fuerte tirón que le desgarró la túnica, después otros que se la arrancaron completamente.

Pelias gritó instrucciones. Orestes no consiguió distinguirlas, pero la masa se calmó un poco. Parecía que se estaban organizando. De repente lo sujetaron entre varios y lo alzaron en volandas. Acto seguido avanzaron con decisión. Miró alrededor frenéticamente y vio que un pequeño grupo se adelantaba hacia la puerta exterior del edificio comunal.

Sintió alivio. Lo iban a entregar a los soldados para que lo llevaran a las autoridades. Al menos estaría a salvo de la violencia de aquellos locos. ¿Cómo era posible que lo hubiesen tratado así? Sobre todo teniendo en cuenta que había algunos maestros entre aquella manada de salvajes, entre ellos Euríbates. Era inconcebible.

Esperaba poder aclarar todo lo antes posible y depurar responsabilidades, empezando por Pelias. Por muy seguros que estuvieran de que había robado, la violencia empleada había sido excesiva. Además, dentro de la orden sólo Pitágoras podía juzgarlo. Quizás por eso iban a entregarlo a las autoridades de la ciudad. Tendría que enfrentarse al mismo proceso que en su juventud, con la diferencia de que ahora era inocente. Se libraría de la cárcel aunque tuviese que esperar para ello al regreso de Pitágoras. Lo que no sería tan fácil evitar era el impacto político para la orden. Tal vez fuese eso lo que buscaba el que había preparado la trampa. ¿Cilón, quizás? Indudablemente él sería el mayor beneficiado de este nuevo escándalo dentro de la orden.

Lo llevaban desnudo en posición horizontal, tumbado boca arriba sobre un mar de brazos. Alguien le gritaba con insistencia desde su izquierda. Giró la cabeza en su dirección.

Era Euríbates.

—¡Has traicionado el juramento! ¡Has vendido nuestros secretos!

Orestes se estremeció con una intensa oleada de pánico, tanto por lo que decía Euríbates como por el odio inmenso que rezumaban su voz y su mirada.

—¡No! ¡No es cierto!

Se dio cuenta de que cambiaban de dirección. Ya no se dirigían hacia la salida. El verdadero propósito del grupo que se había adelantado hasta la puerta debía de ser impedir que entraran soldados.

Orestes intuyó aterrado lo que eso significaba y se debatió violentamente. Las manos le aferraron con más fuerza.

—¡Socorro! —gritó con toda su alma—. ¡Sold…

Le agarraron del pelo y tiraron hacia atrás con rudeza.

—Calla de una vez, maldito asesino —gruñó la voz enfebrecida de Pelias—. Creíste que acabando con Cleoménides y Daaruk te garantizabas la sucesión. Nunca fuiste digno de ser uno de los nuestros y pretendías ser nuestro líder.

«¡Creen que soy el asesino, por eso actúan con tanta brutalidad!».

—Yo… no… —su intento de hablar quedó en un graznido ronco por la violenta torsión de su cuello.

Se le comenzó a nublar la vista. Aun así se dio cuenta de que los hombres que lo sujetaban aceleraban el paso. Un segundo después estaban corriendo y finalmente Orestes notó que lo arrojaban por los aires.

El vuelo fue corto. Lo habían lanzado contra el pilón de agua. Tenía un metro de ancho, tres de largo y uno de profundidad. Orestes golpeó contra su borde de piedra y cayó de bruces en el líquido. El pilón sólo estaba medio lleno, pero el gran maestro quedó inconsciente con la cara debajo de la superficie.

Al comenzar a entrar agua en su garganta, ésta se contrajo y despertó súbitamente. Alzó la cabeza tomando una bocanada de aire que sonó como un ronquido agónico. Una brecha espantosa le atravesaba la frente y chorreaba sangre que cegaba sus ojos. Sacudió la cabeza, intentando librarse de las manos que lo buscaban como tentáculos de un engendro marino. Se apoyaba dolorosamente en uno de sus brazos, el otro no podía sentirlo, debía de habérselo roto. Las manos ansiosas hicieron presa en su cabello. Le hundieron la cabeza con fuerza rompiéndole la nariz contra el fondo resbaladizo.

Escuchó gritos amortiguados por el agua. ¿Acudía alguien en su ayuda? Intentó relajar el cuerpo para aguantar un poco más y dar tiempo a que vinieran a rescatarlo. Poco después le pareció que las manos aflojaban. «¡Necesito respirar!». Lanzó la cabeza con fuerza hacia arriba. Consiguió soltarse de algunas de las garras asesinas, vació los pulmones e inspiró con fuerza. El aire entró a raudales, salvador, pero cuando todavía estaba inspirando lo sumergieron de golpe y tragó agua. Tosió bajo la superficie y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no volver a inspirar mientras le machacaban el rostro contra el lecho de piedra.

Aguantó más allá de lo imaginable, pero tenía que respirar. Inhaló agua, su cuerpo se reveló y tosió; sin embargo, la necesidad de aire era tan acuciante que su cerebro le obligó a volver a inspirar. Abrió la boca bajo el agua y aspiró con fuerza. Una rápida marea de fuego y dolor recorrió su traquea y estalló en sus bronquios. El pánico y la desesperación se multiplicaron hasta lo inconcebible. Formando parte de su pavoroso sufrimiento seguía estando la necesidad angustiosa de aire. Su cuerpo inspiró de nuevo, una y otra vez, aumentando la cantidad de agua que llenaba sus pulmones.

Cuando el pánico comenzó a remitir, el último destello de Orestes supo que aquella calma era la antesala de la muerte.

Lo aceptó.

Un segundo después, el gran maestro Orestes no existía.