10 de junio de 510 a. C.
El mensajero de Glauco se alejó de la posada.
Akenón lo contempló desde la puerta, pensativo. El sol ya se había puesto y las nubes viraban lentamente del rojo ardiente del ocaso a un gris difuminado. Frunció el ceño. Había estado todo el día esperando la respuesta de Glauco y ésta no había llegado hasta la puesta de sol.
«Me da mala espina».
Echó un último vistazo a la espalda del mensajero y entró en la posada. Dos de los soldados aguardaban instrucciones. El resto aún no había regresado de la labor de investigación que les había asignado.
La sensación de peligro le llevó a pensar en Ariadna y sintió un fuerte instinto de protección. Sin embargo, hasta ahora ella había demostrado ser incluso más capaz que él de protegerse.
Lo sucedido la noche anterior acudió a su mente y no pudo evitar sonreír. «No sabía que todavía era capaz de semejantes proezas», pensó al recordar las veces que lo habían hecho. Las tres primeras habían sido casi seguidas, bajando el ritmo entre ellas pero sin dejar de besarse y acariciarse. Después necesitó tumbarse boca arriba.
—¡Por Apolo y Afrodita —exclamó Ariadna cuando él se retiró—, jamás había soñado con experimentar tanto placer! Oh, cielos, lo que me he perdido tantos años. Reponte rápido, tenemos que continuar lo antes posible.
Unos segundos después comenzó a besarle el cuello y el pecho.
—Espera, espera. —Akenón rió y la tomó de los hombros—. Si no quieres acabar conmigo, deja que descanse unos minutos.
Ariadna se apartó y observó la piel sudorosa que recubría los músculos de su amante egipcio. La luz tenue de la lámpara de aceite le daba un matiz irreal. Pensó que podía ser el mismo Apolo, aunque más moreno y corpulento.
«Quizás se parezca más a un titán», pensó besando su hombro. Tenía un sabor delicioso, ligeramente salado.
Akenón soltó una carcajada repentina.
—Y pensar que cuando nos conocimos me mandaste a orinar al bosque en cuanto me insinué.
—Fuiste grosero y presuntuoso —contestó ella riendo—. Merecías que te bajara los humos. Y lo cierto es que resultó muy divertido ver la cara que pusiste.
—¿No te di un poco de pena?
—Ninguna —respondió Ariadna—. Estoy acostumbrada a parar los pies a los que intentan propasarse. Sé que a veces resulto arisca, pero me viene bien teniendo en cuenta que soy una mujer soltera que viaja bastante. Por otra parte —añadió en un tono más sombrío—, cuando me ocurrió aquello, algo se bloqueó dentro de mí. Ya te he contado que mi padre consiguió que volviera a relacionarme con el mundo, pero seguía aterrorizándome la intimidad y levanté una barrera para que ningún hombre se acercara demasiado. —Se incorporó en la cama y le hizo una caricia en la mejilla—. Tú me has liberado de ese bloqueo. Ya no lo noto, y espero que se haya ido para siempre. De todos modos —continuó en tono divertido—, seguiré poniendo en su sitio a todos los engreídos que sólo vean en mí una posible diversión. Aunque, afortunadamente, ser hija de Pitágoras me protege en las ciudades por las que viajo, pues todas están en la órbita de la hermandad.
—Menuda sorpresa me llevé al enterarme de que eras su hija. Me prometí a mí mismo intentar verte a partir de ese momento como la hija de Pitágoras antes que como una mujer irresistible.
Ariadna sonrió agradeciendo el cumplido.
—¿Y ahora, qué ha ocurrido? —ronroneó.
—Supongo que estar los dos juntos, lejos de la comunidad, afecta al modo de ver las cosas. Además, tienes que reconocer que desde que salimos de Crotona has sido tú la que se ha insinuado.
Ariadna lanzó una risa fresca. Después se acercó a Akenón y lo besó largamente en los labios.
—Me di cuenta de que me gustabas y… me excitabas. Eso no me había ocurrido nunca. No podía dejar pasar la oportunidad.
Volvió a besarlo, con más pasión. Akenón pasó un brazo por su cintura desnuda y la atrajo hacia sí.
—Eres una mujer tremendamente sensual. Me temo que he despertado a una fiera que va a acabar conmigo.
Ella se acomodó encima de Akenón y apoyó los antebrazos en su pecho.
—Soy una mujer diferente cuando estamos juntos, y me encanta. Igual que cuando perseguíamos a Atma. Me resultó sorprendente sentirme tan lanzada, como si llevara toda la vida persiguiendo criminales.
La expresión de Akenón se nubló con el recuerdo de aquella jornada. Ariadna se apresuró a besarlo estrechando su cuerpo contra él. Enseguida notó que Akenón reaccionaba y se adentraron en el cuarto asalto carnal de la noche.
Akenón apartó aquellos agradables recuerdos y se dirigió a sus hoplitas.
—Gelo, Filácides, partimos inmediatamente al palacio de Glauco.
Los soldados se pusieron firmes y se encaminaron hacia la salida. En ese momento apareció Ariadna.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Ha llegado por fin la respuesta de Glauco?
Akenón vaciló antes de responder. Ariadna se había retirado a su habitación hacía media hora porque le dolía la cabeza, y Akenón había estado dudando si avisarla o no para la reunión con el sibarita. Estaba de acuerdo en que Ariadna podía ser útil con el enigmático Glauco, pero por otra parte recordaba cuando había presenciado la furia asesina del sibarita, ordenando enloquecido torturas y asesinatos. «Glauco será pitagórico, pero también es impredecible y puede volverse muy peligroso». Además, también se acordaba de su esclavo Bóreas, aquella bestia inconcebible que Glauco utilizaba como verdugo. Todavía le daban escalofríos cuando rememoraba lo ocurrido aquella noche de hacía dos meses. Veía de nuevo al inmenso tracio aplastando al copero delante de él mediante la fuerza inhumana de sus brazos. Jamás olvidaría el sonido que había hecho el pecho del desgraciado al hundirse. Aquel terrible y sanguinolento crujido pastoso.
Ariadna se dio cuenta de las dudas de Akenón. De repente sintió una punzada de dolor y resentimiento de una intensidad sorprendente. Procuró disiparla antes de hablar, pero no lo consiguió.
—Ya veo que habías decidido dejarme atrás. Quizás no te hayas dado cuenta de que Glauco es pitagórico, ni de que yo tengo el grado de maestra de la orden y soy la hija de Pitágoras. Si alguien puede negociar con él, o presionarlo, soy yo.
Akenón humilló la mirada, avergonzado por el merecido reproche. Ariadna no quería decir nada más, pero su irritación seguía creciendo y no pudo contenerse.
—¿Qué pretendías, protegerme? ¿Con qué derecho tomas decisiones por mí? ¿Acaso eres mi padre, o mi marido, que afortunadamente no tengo?
Se hallaban junto a la puerta de la posada. Ariadna había hablado a un volumen suficiente para que la oyeran los soldados, que aguardaban a un par de metros. Akenón se dio cuenta de que uno de ellos contenía una risita.
—Está bien, perdona. Es cierto que estaba dudando si avisarte. No debía haberlo hecho. —Levantó las manos intentando apaciguarla.
Ariadna se dio la vuelta sin responder y fue a su habitación para coger los pergaminos que había traído de la comunidad.
«Maldita sea», se dijo sintiendo que su dolor de cabeza aumentaba.
Entró en el dormitorio y sacó los documentos de debajo de la cama. Cuando iba a salir de nuevo se detuvo, desconcertada, y se sentó en el jergón.
«¿Qué me ha ocurrido?».
Fijó su mirada en un punto de la pared e inició una respiración lenta y profunda. Sabía que llevaba una existencia impropia de una mujer griega. Tenía un montón de privilegios… en realidad, los mismos privilegios que cualquier hombre griego. Su independencia y su libertad formaban parte esencial de ella. Pero vivía en un mundo de hombres y Akenón no era tan diferente al resto, por mucho que fuese amable, atractivo, encantador…
«¡Maldita sea!», volvió a repetirse. Sabía que la comunidad era una excepción y que en la mayoría de ciudades de Grecia las mujeres eran poco más que esclavas, seres sin derechos subordinados a los deseos de sus amos. Y, por lo que sabía, en la mayoría de los pueblos extranjeros sucedía algo similar. ¿Por qué iba a ser diferente Akenón?
No obstante, aquello no justificaba cómo se sentía. Sí, había supuesto una decepción que él decidiera por ella como si fuera de su propiedad, que pretendiera dejarla al margen… «Pero una reacción tan intensa no es propia de mí», se dijo sorprendida. Incluso ahora, con el cuerpo completamente relajado, su mente se negaba a serenarse; como si muy dentro de ella, en algún lugar al que no conseguía acceder, hubiera una tormenta implacable y devastadora.
Tendría que resolver eso en otro momento. Ahora debían ir al palacio de Glauco. Se levantó de la cama, atravesó la posada y salió al exterior evitando cruzar la mirada con Akenón.