CAPÍTULO 58

9 de junio de 510 a. C.

Ariadna miró a Akenón en silencio con lágrimas en los ojos. Dio la vuelta y arrastró los pies hasta la cama, notando que Akenón entraba tras ella y cerraba la puerta. Se sentó en el jergón, desmadejada y triste. No sabía cómo empezar pero estaba decidida a contarlo todo. Realizó una inspiración profunda, entrecortada por un sollozo, y comenzó a hablar con la vista clavada en el suelo de arena.

—Cuando tenía quince años… me secuestraron.

La frase resonó un instante en el aire de la pequeña habitación. Ariadna volvió a respirar hondo, apretó los dientes y prosiguió con voz temblorosa.

—Mis secuestradores me dijeron que lo hacían por encargo y que iban a violarme y a matarme. —Miró a Akenón, que se estremeció bajo aquellos ojos de hielo que se derretían poco a poco. Al volver a hablar, su voz se había convertido en un río de dolor—. Yo tenía quince años, Akenón. Nunca había estado con un hombre… —se llevó las manos a la cara y su cuerpo se agitó con un llanto profundo y silencioso.

Akenón se sentó a su lado y apoyó una mano en su hombro con suavidad.

Un rato después, Ariadna bajó las manos y continuó un poco más serena.

—Pensaban matarme al tercer día, pero mi padre movió cielo y tierra y consiguió localizarme antes de que pasaran veinticuatro horas.

De nuevo se detuvo, perdida en los recuerdos. En su respiración encrespada vibraban el odio y la repugnancia.

—Milón todavía no era el jefe del ejército, pero iba al frente del grupo de soldados que dio con el lugar donde me ocultaban. A los tres secuestradores no les dio tiempo ni a coger sus armas. En cuestión de segundos estaban acribillados y se desangraban en el suelo.

—¿Atraparon al que lo organizó?

Ariadna miró al infinito durante un rato antes de responder.

—No. Mis raptores nunca dijeron su nombre, sólo se complacían en decirme que lo conocería al tercer día. Que entonces me haría el honor de visitarme y él mismo me violaría y después me mataría lentamente. Mis captores eran unos miserables criminales, pero cuando hablaban de aquel hombre yo notaba un odio inmenso que no provenía de ellos, sino del hombre que los instigaba. Lo que sí mencionaron es que mi castigo, como ellos decían, era una venganza contra mi padre.

Akenón oprimió delicadamente el hombro de Ariadna. Ella lo miró y sonrió con los labios húmedos de lágrimas. Fue una sonrisa breve que cedió de nuevo a la amargura.

—Después de aquello mi vida cambió, yo cambié. Antes era normal, como mi hermana Damo, pero me volví retraída, desconfiada y siempre estaba asustada. Además, me moría de vergüenza por lo sucedido, me sentía culpable y sucia. Veía en los demás miradas de reproche, incluso en los ojos de mi madre y de mi hermana —negó con la cabeza—. Sólo podía tolerar la presencia de mi padre. Él consiguió que mi vida no se apagara gracias a su sabiduría y su apoyo incondicional. Me envolvió en un manto protector y llenó todo mi tiempo y mi mente con la doctrina.

Ariadna irguió el cuerpo inconscientemente adoptando una postura de mayor fortaleza.

—Mi padre consiguió que recuperara la seguridad y el equilibrio. Me exigía lo justo para que pudiera superar los retos que me planteaba. Estimulaba mi interés y me mantenía animada. Al principio nos centramos en aumentar mi control sobre las emociones y el pensamiento, pero rápidamente me aferré a sus enseñanzas como si fueran la última bocanada de aire y extendimos el aprendizaje a otras áreas. En algunas yo ya estaba iniciada, otras eran nuevas para mí. —Dudó unos instantes antes de proseguir—. Aunque nadie conoce los detalles, no es un secreto que me transmitió conocimientos reservados a los grandes maestros. Al hacerlo se saltó algunas de sus propias normas, lo que ha levantado más de una ampolla. —Asintió pensativa y después sonrió cariñosamente—. Hizo todo lo que pudo por mí, y así me salvó la vida por segunda vez.

Secó sus lágrimas con el dorso de la mano y miró a Akenón a los ojos.

—Pasé diez años sin hablar con nadie, aparte de mi padre, pero al final lo superé. Sin darme cuenta él restauró mi confianza, consiguió que me sintiera fuerte e independiente. Además, me asignó un papel en la comunidad que encajaba con la persona en la que me he convertido. Ahora me dedico a enseñar a los niños, pero también formo parte de muchas embajadas a otras comunidades, y eso me permite viajar con frecuencia. Aunque me gusta la comunidad, cuando llevo tres o cuatro meses sin salir me siento enjaulada. Mi padre dice que ya era así de niña, que tengo espíritu de viajera. La verdad es que los recuerdos de mi niñez ahora me parecen tan irreales…

Akenón contempló a Ariadna, perdida en su pasado violentamente truncado. La luz de la lámpara de aceite se reflejaba en sus ojos enrojecidos e hinchados. Experimentó hacia ella un instinto protector y una corriente de afecto tan fuerte que lo sorprendió. Reprimió el impulso de abrazarla y se limitó a tomarla de la mano. Ariadna siguió mirando al infinito y Akenón apretó la mano para que volviera con él.

Ariadna giró la cabeza hacia Akenón y se sintió reconfortada, envuelta en la calidez de su mirada acogedora. Nunca le había gustado tanto como en ese momento.

—No había hablado de esto con nadie, pero quería contártelo… —Ariadna bajó la mirada, nerviosa, pero enseguida alzó la cabeza y lo miró con decisión a los ojos. Se ruborizó intensamente antes de volver a hablar—: Y quería decirte que quiero estar contigo.

Ariadna llevaba media vida soñando con este momento.

El sexo había sido el protagonista de sus pesadillas durante varios años tras su secuestro, pero después ella había progresado tanto en su dominio interior que había conseguido superar casi todo el trauma. Los miedos de su pasado acababan de revivir en un breve fogonazo al besar a Akenón —¡era la primera vez que besaba a un hombre!—; sin embargo, ya se habían disipado. Ahora llevaban un largo rato tumbados. Ella estaba echada sobre el musculoso cuerpo de Akenón, que se limitaba a estrecharla en sus brazos y a besarla con toda la suavidad y el cariño que necesitaba. Seguían con la ropa puesta y Ariadna agradecía que Akenón no intentara ir más allá, a pesar de que notaba que él experimentaba una poderosa erección desde que habían empezado a abrazarse.

Aparte de la violencia demente de sus secuestradores, Ariadna no tenía ninguna experiencia con el sexo. Al notar bajo su cuerpo la reacción del de Akenón a su contacto, había tenido que recurrir a toda la fuerza de su entrenamiento para no salir corriendo. Ahora su cuerpo estaba tenso, no conseguía relajarse del todo, aunque lo cierto era que el comportamiento de Akenón la estaba ayudando. La besaba sin urgencia, acariciando sus labios; la miraba a los ojos con su mirada cálida, haciendo que se sintiera segura y unida a él de un modo muy íntimo; dejaba que fuera ella quien tomara la iniciativa, quien decidiera cuándo separarse y cuándo besarse más profundamente.

No podía negar que aquello empezaba a gustarle.

Akenón se notaba cada vez más enardecido. Ella parecía ansiosa por explorar nuevas sensaciones y ahora estaba jugando con su labio inferior, dando pequeños mordiscos, succionándolo suavemente y recorriéndolo con la lengua. Era excitante tener tan cerca la cara de Ariadna, la voluptuosa, inteligente y misteriosa Ariadna, con sus carnosos labios entreabiertos y húmedos, la punta de la lengua asomando para una nueva caricia, la mirada inquieta y profunda, ávida y sensual.

Después de un beso largo e intenso, Akenón decidió intentar avanzar un poco más. Entrelazó los dedos en el nacimiento de su cabellera y le acarició la nuca a la vez que besaba la delicada piel de su garganta. Ella sintió un escalofrío de placer y dejó escapar un suave ronroneo. Akenón le subió el borde de la túnica y acarició la cara interna de sus muslos ascendiendo poco a poco. Notaba que la piel se erizaba tras su contacto. Ariadna se dejó llevar con los ojos cerrados y comenzó a respirar entrecortadamente junto a su oído. La mano de Akenón se volvió más codiciosa. La punta de sus dedos recorrió la redondez atlética de aquellas nalgas suaves, con caricias que avanzaban hacia la zona más íntima de la mujer.

Ariadna comenzó a apretarse contra él. Akenón elevó la cadera a la vez que envolvía con las manos aquel culo rotundo y lo atraía hacia sí. Ella atrapó entre los labios el lóbulo de su oreja y lo lamió haciendo que se estremeciera. Al cabo de un rato Ariadna apoyó las manos en su pecho y se incorporó sentándose a horcajadas. Tenía una expresión salvaje. Se quitó precipitadamente la túnica y Akenón contuvo el aire en sus pulmones sin darse cuenta. Más de una vez la había imaginado desnuda, pero aquello superaba sus fantasías. Era tan hermosa que durante un momento lo único que pudo hacer fue admirarla.

Ariadna contempló con los ojos brillantes la reacción de Akenón. Estaba fascinada por el efecto que producía en él. Después se arqueó echando hacia atrás la cabeza y los hombros. Sus pezones turgentes apuntaron al techo. Le sorprendía tanto la intensidad de su propio deseo como sentirse así de desinhibida. Akenón agarró sus generosos pechos con ambas manos y los acarició con delicadeza. Sus manos eran cálidas y suaves. La boca del atractivo egipcio acompañó a las manos sobre su piel tersa y Ariadna no pudo contener un gemido ronco. Akenón alcanzó un pezón y después el otro. Utilizó los labios y la lengua para estimular con deliciosa habilidad su carne sensible. Ariadna creyó enloquecer.

Akenón recorrió con una mano la espalda y los hombros de Ariadna mientras con la otra acariciaba sus pechos. Ella jadeaba y arañaba su espalda. «Ya está preparada», pensó Akenón. Se quitó con cierta dificultad el taparrabos que, a diferencia de los griegos, llevaba bajo la túnica. Después se sacó ésta por la cabeza y quedó desnudo bajo Ariadna, que seguía a horcajadas sobre él. Sonrió al ver que ella recorría su cuerpo con una mirada sedienta, apreciando sus potentes pectorales, los abdominales marcados y la musculatura de sus brazos. Ariadna pasó las uñas por los músculos de su pecho. Él la tomó de las caderas y acomodó la virilidad erecta en la entrada del cuerpo femenino. Sintió que comenzaba a envolverle su humedad caliente. Bajó poco a poco las manos a la vez que presionaba ligeramente contra ella.

Ariadna notó que su cuerpo escapaba al control de su voluntad y se separó bruscamente.

«No puedo».

El pensamiento atravesó su cerebro como una flecha de hielo. Una ola de frío la recorrió de los pies a la cabeza. Su cuerpo se retrajo con violencia y su temor aumentó, disparándose un círculo vicioso de miedo e inhibición tan irresoluble como un castigo de los dioses.

«Ahora Akenón me despreciará y nunca podré volver a mirarlo a la cara». Iba a tener que esconderse en un rincón apartado de la comunidad, como hizo durante tantos años.

Una parte de su mente luchaba contra el absurdo de estos pensamientos, pero su cuerpo no conseguía reaccionar. Akenón tomó su cara con ambas manos e hizo que lo mirara a los ojos.

—Ariadna, mírame. —Cuando ella fijó la mirada, continuó hablando en un susurro tranquilizador—. No te preocupes. Ha sido muy agradable, no tenemos por qué ir más allá esta noche.

Ariadna notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y se dejó caer sobre Akenón. Él la estrechó con firmeza. Sintió cómo desaparecía la erección del hombre y cerró los ojos, con la cara apoyada sobre el amplio pecho masculino. Akenón se limitó a pasar la mano por su pelo muy suavemente. Eso ayudó a que no tardara en tranquilizarse. Al cabo de un rato notó sorprendida que su cuerpo conservaba parte del calor que Akenón había prendido con sus caricias. Sonrió contra su pecho y levantó la cabeza.

—Quiero intentarlo.

Akenón analizó su mirada. Había algo de temor, pero estaba decidida. La miró con cariño y le dijo en silencio que sólo ocurriría aquello que deseara. Volvieron a besarse, esta vez más lentamente, dejando que la reacción de sus cuerpos marcara el ritmo. Cuando Akenón percibió que la respiración de Ariadna volvía a acelerarse, le acarició con los labios el cuello y los senos con mayor suavidad que antes. Ella continuaba recelosa, aunque poco a poco se dejaba llevar. Akenón, sin embargo, intuía que encontrarían el mismo problema si recorrían el mismo camino. Se apartó de Ariadna con delicadeza y se tumbó a su lado en la cama. Humedeció con saliva dos dedos y los apoyó delicadamente sobre su abertura íntima.

Ariadna se tensó, pero después consiguió relajarse bajo las caricias lentas y delicadas de Akenón. Notó cómo regresaban a su interior el calor y la humedad. Los dedos viriles lograron que su cuerpo se distendiera, y cuando alcanzaron gozosamente el centro de su placer, la yema sensible dormida hasta entonces, comenzó a gemir.

Akenón aceleró el ritmo poco a poco. Ariadna empezó a jadear de placer y él de pura excitación, contemplando a la voluptuosa griega retorciéndose y gimiendo de goce, derritiéndose entre sus dedos. Ella colocó una mano sobre la masculina que tan íntimamente la acariciaba, animándole a que avivara el ritmo, y con la otra pellizcó uno de sus pezones.

«Por Baal, Amón y todos los dioses. Ni siquiera Afrodita puede inspirar tanto deseo». Akenón estaba estupefacto ante la magnitud de su propio ardor. Notaba que Ariadna se encontraba cerca de alcanzar la cumbre del placer, y él mismo estaba próximo debido a la desmesurada pasión que lo consumía.

De repente Ariadna abrió los ojos y le dirigió una mirada febril.

—Ahora —dijo en un susurro entrecortado de deseo.

Akenón se puso encima. Ariadna lo miraba con intensidad. Los fantasmas del pasado llamaban a su mente, pero el rostro de Akenón le transmitía el afecto y la seguridad que necesitaba. La había guiado hasta ese punto de un modo sensible y placentero. Sabía que era él con quien podía y deseaba completar un camino que había creído imposible.

Abrazó la espalda de Akenón mientras él entraba en su cuerpo con una suavidad sorprendente. Akenón se mantuvo apoyado en los codos para que no se sintiera aprisionada. Un minuto después fue ella la que estrechó el abrazo buscando el máximo contacto entre sus cuerpos. La carne viril parecía hacer magia en su interior y sintió que el calor de su vientre se acrecentaba hasta límites inimaginables. Agarró el culo fornido de Akenón y apretó hacia ella, apremiándolo a intensificar sus acometidas. La sensación gozosa se multiplicó y el volcán que era su cuerpo entró en erupción. Su carne se convirtió en lava de placer fundido. En ese momento no fue consciente de que clavaba las uñas en el culo de Akenón, de que el hombre se derramaba en su interior bramando como un oso ni de que ella misma chillaba con todas sus fuerzas.