9 de junio de 510 a. C.
El enmascarado emergió de su cámara subterránea a la noche fresca y limpia.
«Una noche magnífica. La diosa Nix bendice mis planes».
La máscara de plata negra ocultaba su expresión satisfecha. Se notaba exaltado, por lo que cerró los ojos un momento. Los latidos de su corazón se ralentizaron y su respiración se aquietó como si estuviese en trance. Su excepcional capacidad de dominar las emociones era sólo una de las múltiples habilidades que había aprendido gracias a Pitágoras. Le estaba agradecido sobre todo por el conocimiento de la milenaria sabiduría de Egipto, que permitía despertar poderosas fuerzas latentes en la mente humana.
«Todavía escondes algunos secretos, pero tengo que reconocer que he aprendido mucho de ti… antes de superarte».
Cubrió la máscara con la capucha y se dirigió a los establos.
«También estoy agradecido a Atma», pensó mientras cogía las riendas del caballo que el esclavo le había proporcionado. Lo sacó al exterior y cerró la puerta de los establos. La oscuridad daba un matiz inquietante a los sonidos. Antes de montar, palpó la bolsa de monedas de oro y el cuchillo envenenado que ocultaba bajo la capa.
—El siguiente golpe va a ser el mejor de todos —murmuró con su voz ronca.
Subió a lomos del poderoso animal y se adentró por un camino del bosque. Mientras cabalgaba hacia Crotona, se regocijaba pensando en la desgracia que al día siguiente caería sobre los pitagóricos.