CAPÍTULO 56

9 de junio de 510 a. C.

La noche anterior, Akenón había aguardado en mitad de la escalera a que Ariadna regresara. No quería volver al salón y esperar a la vista de los soldados, y tampoco podía hacerlo en el piso superior, donde había otro hoplita haciendo guardia.

Permaneció atento a los ruidos del piso inferior, nervioso y un tanto confundido. Unos minutos más tarde vio que el hombre gordo que los había interrumpido cruzaba el salón de nuevo en dirección a las escaleras. Si veía que Akenón seguía allí, podía pensar que estaba ocultándose con malas intenciones.

«Igual se pone a gritar», pensó Akenón inquieto. Lo último que quería en ese momento era llamar la atención de los soldados sobre Ariadna y él.

Subió el último tramo de escalera, saludó al soldado de guardia y entró en su habitación. Cerró la puerta y se quedó escuchando. El hombre gordo pasó por delante. Poco después oyó a Ariadna regresando a su dormitorio. Distinguió con claridad sus pasos, el sonido de la puerta y el ruido del jergón acogiendo su cuerpo. Tuvo el impulso de ir a su cuarto, pero se contuvo. No podía cruzar el pasillo delante del soldado de guardia para meterse en el dormitorio de la hija de Pitágoras. Se tumbó en el camastro pensando en ella y llegó a dudar de que aquello hubiera sido real. «¿De verdad hemos estado a punto de besarnos?». Todo había sido tan rápido y sorprendente que no estaba seguro. Y, si había sido cierto, ¿por qué Ariadna ahora estaba dispuesta a que ocurriera algo entre ellos?

Al cabo de un par de horas entraron los dos soldados con los que compartía habitación. Se desplomaron en sus camastros y en cinco minutos ambos roncaban plácidamente. Akenón continuó con la vista perdida en el techo, incapaz de dormir, sorprendido al darse cuenta de que albergaba fuertes sentimientos hacia Ariadna. Se habían desarrollado como algo al margen de la realidad, en un lugar de su mente donde desde hacía tiempo tenía claro que nunca ocurriría nada, que se despedirían sin más el día que regresara a Cartago.

«Ya no sé qué esperar».

Intentó distraerse pensando en la investigación que iban a llevar a cabo en Síbaris; sin embargo, su mente regresaba a Ariadna, imaginaba que no los hubieran interrumpido y se le ponía la piel de gallina.

Cuando por fin consiguió dormirse, sus sueños lo situaron de nuevo en la escalera.

A la mañana siguiente, Akenón se reencontró con Ariadna en presencia de los soldados. Se limitaron a saludarse sin más. Después iniciaron el camino cabalgando juntos, manteniendo cierta distancia con los otros miembros del grupo igual que habían hecho la jornada anterior. Nada parecía haber cambiado, pero las miradas entre ellos eran ahora más prolongadas y no podían dejar de sonreír.

Ambos sabían que por la tarde llegarían a Síbaris. Allí tendrían ocasión de continuar lo que había quedado a medias.

En Síbaris se alojaron en una posada situada cerca del barrio de los aristócratas. Gracias a eso, los hoplitas que enviaron al palacio de Glauco tardaron poco tiempo en regresar con la respuesta. Ariadna y Akenón se reunieron con ellos y el resto de soldados en el amplio salón de la posada.

—Os recibirá mañana por la tarde. —El soldado hizo una pausa, dubitativo—. Bueno, en realidad ha dicho que enviará un mensajero indicando si os puede atender o no.

Ariadna frunció el ceño. Iban a ver a Glauco en nombre de Pitágoras. Era insólito que un iniciado pitagórico actuara de ese modo.

—De acuerdo —respondió Akenón—. Esperemos que finalmente nos reciba. —Se giró hacia el resto de soldados—. Ahora será mejor que nos acostemos. Es tarde y mañana a primera hora tenemos que empezar a buscar pistas del encapuchado por todo Síbaris.

Los soldados gruñeron y se retiraron. Interrogar a Glauco podía tener lógica —si bien era arriesgado tocar las narices a un hombre tan poderoso, por muy amigo de los pitagóricos que fuera—; no obstante, a lo que no encontraban sentido era a repetir la búsqueda de pistas del encapuchado. En cualquier caso, ellos eran soldados y las órdenes de Milón habían sido muy claras: Obedecer a Akenón en todo.

Cuando desapareció el último de los soldados, Akenón se volvió hacia Ariadna.

«Ya estamos solos», pensó con una sonrisa de complicidad.

Ariadna rehuyó su mirada y se alejó apresuradamente.

Ariadna cerró la puerta de su alcoba nada más entrar y apoyó la espalda contra ella.

«¿Qué me ocurre?».

La respuesta acudió a su mente con claridad: «Tienes miedo».

Akenón llamó suavemente. Al cabo de unos segundos ella abrió la puerta y retrocedió un par de pasos.

—Pasa —dijo esbozando una sonrisa indecisa.

—¿Estás bien? —preguntó Akenón con suavidad.

Ariadna se limitó a asentir. Tenía la sensación de que si hablaba se le quebraría la voz.

Akenón, vacilante, alargó una mano para acariciarle la mejilla. Cuando la tocó, ella dio un respingo.

—Ariadna, ¿qué sucede? —inquirió preocupado.

Intentó que ella le mirara a los ojos, pero Ariadna bajó la vista y se quedó en silencio mordiéndose el labio inferior.

—Ariadna…

—No hables —lo interrumpió de golpe abalanzándose para besarle.

Sus labios sellaron los de Akenón, que se quedó un instante paralizado. Cuando reaccionó, la rodeó con los brazos y la estrechó con delicadeza. Inmediatamente se dio cuenta de que Ariadna estaba temblando. Antes de que pudiera decir nada, ella lo empujó con fuerza.

—¡Aparta!

Akenón se quedó perplejo. Lo más sorprendente no era la reacción de Ariadna, sino el pánico de su voz.

—¡Vete!

Ariadna retrocedió y se encogió sobre sí misma como si intentara evitar que le pegaran.

—Ariad…

—¡¡¡Vete!!! —en su chillido vibrante había desesperación y terror. Akenón la contempló angustiado sin saber qué hacer. Finalmente salió cerrando la puerta.

«¿Qué ha sucedido?», se preguntó en medio del pasillo oscuro. Se giró y contempló la puerta cerrada. Alargó una mano, dudó y la retiró a medio camino.

Al cabo de un rato seguía de pie frente al dormitorio de Ariadna.

La puerta se abrió lentamente.