CAPÍTULO 55

8 de junio de 510 a. C.

«Es perfecto».

El encapuchado cogió el pesado espejo con ambas manos. Lo llevó junto a la antorcha, la única fuente de luz de la estancia subterránea. En la parte superior del marco había una figura de Cerbero, el perro de tres cabezas que los griegos creían que guardaba la puerta del reino de los muertos. Puso el espejo de perfil y contempló con ojo crítico la superficie de bronce pulido. Presentaba una lisura impecable, lo que garantizaba un reflejo sin distorsiones.

«Perfecto».

Lo apoyó en el suelo y se alejó unos metros, colocándose de forma que toda su figura estuvo contenida en el amplio espejo. Tras permanecer así unos segundos se acercó un poco. El reflejo le mostraba una capa marrón, una capucha y, donde debía estar el rostro, sólo oscuridad.

«Así me ven todos».

Avanzó hasta quedar a tan sólo un metro del metal pulido. Aunque la luz de la antorcha alcanzaba el interior de la capucha, allí era engullida por la negrura.

Sonrió satisfecho.

Clavando los ojos en su imagen, apartó poco a poco la tela. Su cabeza quedó al descubierto. Pudo ver los contornos del rostro, rígidos y fríos como los de una estatua, negros como el hollín. En el hueco de sus ojos reinaba una oscuridad aún mayor.

Sonrió de nuevo, pero su reflejo permaneció impasible. La expresión era siempre severa en la máscara metálica que ocultaba su cara. Estaba hecha de plata pura, perfectamente ennegrecida mediante un baño de azufre. La contempló en el espejo mientras desanudaba tras su cabeza las correas de cuero que la mantenían sujeta. Al terminar, agachó la cabeza y la máscara se separó lentamente de él hasta quedar en sus manos. Tenía bandas de fieltro pegadas al interior. Gracias a eso podía llevarla tan cómodamente que casi nunca se la quitaba. Ni siquiera cuando estaba solo. De hecho, cuando pensaba en sí mismo no acudía a su mente la imagen de su cara, sino la de la máscara.

Le dio la vuelta y contempló el gesto congelado. Era como una coraza sin brillo, implacable y tenebrosa.

«Éste es mi verdadero rostro».

Sin saber por qué, experimentó el impulso de mirarse en el espejo sin la máscara. Meditó unos segundos sobre ello con la mirada perdida en los rasgos de plata negra.

Inspiró profundamente y elevó su rostro hacia el espejo.