8 de junio de 510 a. C.
Ariadna se había retirado a dormir.
Akenón, aunque estaba cansado, se quedó en el salón de la posada bebiendo una copa de vino rebajado con agua. Tenía que confraternizar con los soldados que le había asignado Milón si quería obtener de ellos el máximo rendimiento.
Recibió una palmada en el hombro. Uno de los hombres, con el rostro colorado por la bebida, le hizo un gesto quejándose de que estaba bebiendo poco. Akenón apuró de un trago el resto de su copa y palmeó entre risas la espalda del soldado, que rió con él.
Era la noche ideal para relajarse. Resultaba muy improbable que acechase ningún peligro en aquella posada en medio del campo. Además, el día siguiente lo dedicarían a viajar, por lo que no tendría mucha importancia que alguno estuviese con resaca.
A su mesa se sentaban cinco soldados. El sexto hacía guardia en el pasillo del piso superior, donde se ubicaban las habitaciones en las que dormirían. Por su parte, los dos sirvientes estaban ya en los establos, roncando junto al equipaje y los valiosos animales con los que viajaban.
Akenón observó a la posadera pasando entre las mesas con una bandeja de comida. Interrogar de nuevo a los posaderos sólo había servido, gracias a las habilidades analíticas de Ariadna, para confirmar que no habían mentido y que no podían proporcionar ninguna pista. Tampoco había sido útil la inspección meticulosa de la habitación del crimen ni del resto de elementos de la posada. Era el resultado previsible, dado que ya habían sido examinados por Milón y sus investigadores. E incluso por el propio Akenón, que había repasado decenas de veces los breves pero intensos recuerdos del día que se había enfrentado al encapuchado.
Le llenaron de nuevo la copa. Hizo amago de beber, pero se limitó a mojarse los labios aprovechando que los soldados estaban entretenidos recordando antiguas juergas. Todos ellos se conocían desde hacía varios años. «Eso es bueno si tenemos que combatir», pensó Akenón mientras los observaba en silencio manteniendo una sonrisa tibia.
Desconectó de nuevo del jolgorio que lo rodeaba y rememoró algunos elementos de la investigación realizada tras el asesinato de Daaruk.
Akenón había aprendido en Egipto a analizar la escritura, por lo que pidió que le dejaran algunos escritos de Daaruk y los cotejó cuidadosamente con el testamento que Atma había entregado a Eritrio. Pensaba que el documento sería una falsificación, igual que había ocurrido en un caso que había resuelto hacía años. En aquella ocasión se había falsificado el sello de un miembro de la familia del faraón Amosis y se había utilizado la copia para sellar documentos comerciales fraudulentos. Akenón descubrió que la copia se había realizado a partir de un molde de cera obtenido mientras el dueño del anillo dormía, sin ni siquiera quitárselo. Sin embargo, en este caso el análisis de la escritura no dejaba lugar a dudas: Daaruk había escrito el testamento. Eso llevaba a concluir que confiaba plenamente en Atma… y poco más. Seguía habiendo cientos de preguntas sin responder en aquel caso, «y con Daaruk y Atma muertos sólo queda el encapuchado para responderlas».
Tomó otro sorbo de vino y miró a los soldados. Eran bulliciosos, pero sólo estaba borracho el que le había palmeado hacía un rato y a ése no le tocaba guardia esta noche. Parecían buenos profesionales, como había afirmado Milón. Akenón pensó en Síbaris y en la investigación que iniciarían al día siguiente. Intuía que para llegar al asesino encapuchado su mejor apuesta pasaba por Glauco: era el hombre más rico y poderoso de Síbaris, iniciado en la hermandad pitagórica, fanático de las matemáticas como acababa de demostrar con la convocatoria de su premio descomunal… «Todo apunta a que Glauco es una pieza clave del rompecabezas».
Akenón se puso de pie. Les recordó a los militares que partirían al amanecer, se despidió y cruzó el animado salón. Quería pensar con tranquilidad y estar fresco para el día siguiente.
Mientras se dirigía hacia las escaleras le vino a la cabeza la imagen de Ariadna montada en su yegua, apoyada en su muslo mientras examinaban el anillo. Nunca se había mostrado tan amable y cercana.
«Ariadna es otro enigma».
Frunció el ceño y negó ligeramente con la cabeza.
«Tan atractiva como imprevisible», añadió un poco desconcertado.
De repente fue consciente de que ella estaba tumbada en una cama a pocos metros, en el piso superior. Se detuvo un momento al pie de la escalera y miró hacia arriba.
Al iniciar el ascenso sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
Ariadna llevaba un rato acurrucada bajo las mantas; sin embargo, desde que había recordado algo sabía que no podría dormirse.
«No mientras no tenga los documentos conmigo».
Antes de salir de Crotona había cogido unos pergaminos de su padre que trataban sobre el círculo y sus propiedades. Con ellos esperaba convencer a Glauco de que su pretensión con aquel premio no tenía sentido. El problema era que se suponía que aquellos documentos no debían abandonar la comunidad. Nadie sabía que los había cogido.
Al principio pensó en llevarlos pegados al cuerpo, pero durante el día hacía demasiado calor y el sudor podía estropearlos. Finalmente los ocultó en el fondo de una bolsa. Ahora esos valiosos pergaminos estaban en el establo, junto al resto del equipaje, con la única protección de unos sirvientes que pasarían toda la noche durmiendo profundamente. Era muy improbable que los documentos corrieran peligro, pero la idea ya no se le quitaba de la cabeza, azuzada por la sensación de culpabilidad.
«No tenía que haberlos cogido», pensó revolviéndose en la cama.
Aquello ya no tenía remedio. Lo único que podía hacer era protegerlos al máximo. Debía sacarlos del equipaje y mantenerlos con ella hasta que los restituyera cuando regresaran a Crotona.
Apartó la manta de un tirón. Se sentó en la cama y calzó sus pies con unas alpargatas de esparto. Al salir de la habitación vio al soldado que estaba de guardia, de pie en un extremo del pasillo. Le hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza y él respondió del mismo modo.
La única luz que había en el piso superior era la que provenía del salón, desde donde también llegaban risas y conversaciones en voz alta.
«Akenón debe de estar todavía abajo».
Sintió vergüenza y dudó si bajar, abochornada por cómo se había comportado con Akenón durante el viaje.
«Parecía un animal en celo», se recriminó enrojeciendo.
Ajustó su túnica y se dirigió hacia los escalones. La puerta de la calle estaba junto a la escalera, por lo que probablemente nadie se daría cuenta de que ella salía hacia los establos.
Al poner el pie en el primer peldaño, envuelta en penumbra, advirtió que alguien empezaba a subir desde el salón.
«¡Akenón!».
Él tenía la cabeza girada hacia el interior del piso inferior, echando un último vistazo. Todavía no había reparado en ella.
Ariadna contuvo el impulso de darse la vuelta para ocultarse antes de que Akenón la viera. Se obligó a seguir bajando como si nada, preparándose para el momento en que él alzara la vista. Akenón iba del salón iluminado a la oscuridad del piso superior, por lo que todavía ascendió otro par de peldaños antes de darse cuenta de que entre las sombras, sigilosa, descendía ella.
Ariadna se apresuró en el descenso, pensando en dirigirle un breve saludo cuando se cruzaran. Vio que Akenón elevaba la mirada a la vez que ralentizaba su avance. Ella descendió otro peldaño, lo miró a la cara y entonces la expresión de Akenón hizo que se detuviera.
Akenón pensó por un momento que lo que veía era una alucinación debida a que sus ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad. Precisamente acababa de tener el turbador pensamiento de que Ariadna, hoy extraña y dulcemente cordial, estaría tumbada muy cerca de él, y ahora parecía que su imaginación cobraba cuerpo entre las sombras de la escalera… Pero no era una imaginación, sin duda era ella. El pelo alborotado revelaba que acababa de levantarse. Su piel parecía desprender el calor de la cama recién abandonada. Irradiaba tal sensualidad que hizo que él se paralizara deslumbrado, incapaz de hacer otra cosa que contemplarla.
Amparados en la intimidad de la penumbra, con la sensación de irrealidad que proporciona lo inesperado, se miraron en silencio muy cerca el uno de otro. Los separaba un solo peldaño, lo que casi eliminaba su diferencia de altura. Akenón, inadvertidamente, adelantó la mano izquierda y rozó la derecha de Ariadna. Ella movió lentamente su mano, acariciando con el dorso los dedos de Akenón. El contacto era mínimo, pero les proporcionaba una sensación tan intensa que sus cuerpos se estremecieron. Ariadna bajó la mirada desde los ojos de Akenón a sus labios oscuros y carnosos. Estaban entreabiertos, y en su respiración agitada distinguió el mismo deseo que crecía con rapidez en ella. De repente fue consciente de la desnudez de ambos bajo las finas túnicas que cubrían sus cuerpos. Sus pezones se endurecieron súbitamente y anheló con todas sus fuerzas estrechar el cuerpo musculoso de Akenón.
Sin pensarlo, se acercó a él separando los labios. Akenón inclinó la cabeza para besarla, cerró los ojos…
… y los volvió a abrir alarmado al escuchar ruidos provenientes del piso superior. Alguien acababa de salir de una habitación y se dirigía hacia las escaleras. Ariadna se tensó de inmediato, musitó azorada algo ininteligible y reanudó apresuradamente su descenso, pasando junto a Akenón sin mirarlo. Él dudó por un instante. En el rellano apareció otro cliente de la posada, grueso y malencarado, que lo contempló con suspicacia al verlo detenido en medio de la escalera. Después bajó gruñendo un saludo al cruzarse con él.
Akenón se dio la vuelta. El desconocido bajaba los peldaños trabajosamente. Un poco más allá la puerta de la posada se estaba cerrando.
Ariadna había salido a la noche cálida.