CAPÍTULO 53

8 de junio de 510 a. C.

Ariadna hinchó sus pulmones disfrutando con la sensación de libertad. Experimentaba la misma emoción cada vez que abandonaba la comunidad. Montada en la yegua, cerró los ojos, alzó la cara y dejó que el sol le calentara la piel mientras su montura seguía obediente al resto del grupo.

Al pasar junto al gimnasio, varios atletas hicieron una pausa en sus ejercicios para observarlos. La partida en la que viajaba Ariadna estaba formada por otros nueve jinetes: Akenón en un magnífico caballo que se había comprado, seis hoplitas y dos sirvientes.

Habían pasado cinco días desde la partida de Pitágoras. «Su barco llegará a Neápolis entre hoy y mañana», calculó Ariadna.

Seguía con los ojos cerrados, disfrutando del rítmico balanceo. Sonrió al recordar cuando Akenón le había pedido que viajara con él a Síbaris. Fue el día después de que su padre se marchara a Neápolis. Estaba tratando otros temas con Akenón y poco a poco éste pasó a hablar de su próximo viaje a la ciudad de los sibaritas.

—Además de tantear a Glauco —dijo Akenón—, quiero buscar alguna pista del encapuchado. Puede que se les pasara algo a los soldados que investigaron en Síbaris y en la posada.

Ariadna asintió esperando a que continuara. Akenón dudó unos segundos, como si estuviera eligiendo las palabras. Sus titubeos contradecían el aire casual que intentaba adoptar.

—Durante los interrogatorios —añadió por fin—, y también para ayudarme con los conceptos de la doctrina que no comprenda, me sería muy útil que estuvieras a mi lado.

Ella aceptó, con el mismo aire casual que Akenón, y después tuvo que darse la vuelta para disimular una sonrisa.

Ahora cabalgaba unos metros por detrás de él, con una extraña tensión en el estómago. Abrió los ojos y lo observó durante un rato. Sintiéndose cada vez más nerviosa, espoleó su yegua para que se acercara al caballo de Akenón.

Poco después de rebasar Crotona, el grupo se estrechó debido a la angostura de los caminos. En primer lugar marchaban tres hoplitas y tras ellos iban Ariadna y Akenón, dejando la distancia suficiente para conversar con libertad. A veinte pasos cabalgaban los dos sirvientes y la otra mitad de los soldados que formaban la retaguardia.

A diferencia de la última vez que habían pasado por allí, durante la persecución de Atma, ahora no había una sola nube. El sol arrancaba mil destellos de la espuma que hacían las olas al romper contra la base de los acantilados.

—He salido muchas veces de la comunidad —estaba diciendo Ariadna—. De hecho, siempre que he podido, pues me siento confinada en cuanto llevo un par de meses sin viajar, pero nunca he salido de la Magna Grecia.

—¿Eso significa que nunca has viajado en barco? —Akenón tenía que inclinarse hacia ella al hablar, ya que su caballo era un palmo más alto que la yegua que montaba Ariadna.

—Jamás —respondió ella—. ¿Qué sientes al estar rodeado de agua sin ver tierra en ninguna dirección?

Akenón miró hacia el mar con aprensión antes de responder.

—Una angustia y un malestar espantosos. Daría lo que fuera por poder volver a Cartago por tierra.

Ariadna contempló su rostro durante un segundo, sorprendida. Al ver que sólo bromeaba a medias rompió a reír.

—Oh, dioses, lo dices en serio. Qué cruel es la fortuna. Yo daría lo que fuera por poder dedicar mi vida a recorrer el mundo igual que mi padre. —Akenón se contagió de su sonrisa—. Sé que eres egipcio, vives en Cartago y ahora estás en la Magna Grecia. ¿Dónde más has viajado?

—Me temo que voy a defraudarte, pues únicamente he estado en los lugares que acabas de mencionar. Sólo otra vez tuve la desdicha de viajar por mar perdiendo de vista la costa, y fue para realizar una investigación en Siracusa, que también forma parte de la Magna Grecia. —Suspiró y luego continuó con un ligero velo de melancolía en la mirada—. Nací en Egipto y viví allí hasta que tuve veintinueve años. Recorrí buena parte del país durante los años que trabajé para el faraón Amosis II. Tras la muerte del faraón tuve que irme de Egipto, pues su hijo Psamético III se alió con antiguos enemigos de su padre que pedían mi cabeza.

Ariadna lo escuchaba fascinada y Akenón prosiguió.

—De Egipto me fui a Cirene, la colonia griega que está a medio camino entre mi país y Cartago. Unos meses más tarde los persas, comandados por Cambises II, avanzaron hacia occidente e invadieron Egipto. Decidí alejarme más.

Akenón se sumió de repente en un silencio pensativo. Prefería no mencionar una de las principales razones de abandonar Cirene. No quiso permanecer entre los griegos porque la invasión de Egipto había sido posible gracias a la traición de un griego, tradicional aliado de los egipcios: el tirano Polícrates de Samos. Además, la isla de Samos era la tierra natal del padre de Ariadna, otro motivo para no expresar en voz alta aquellos viejos rencores.

Ariadna intentó sacarle de su mutismo:

—¿Fue entonces cuando te instalaste en Cartago?

La expresión de Akenón se relajó.

—Así es. Por suerte había conocido años antes a un influyente fenicio de Cartago que me acogió al llegar a la ciudad. Se llama Eshdek, es comerciante y un gran hombre. Me ayudó a instalarme como investigador y unos años después trabajaba en exclusiva para él. Sus padres emigraron desde Tiro justo antes de que fuera asediada por Nabucodonosor II de Babilonia. Eshdek ha sabido aprovechar el imparable auge de Cartago, que hace mucho tiempo dejó de ser una simple colonia de Tiro. Cartago es hoy en día un floreciente imperio, y para mí un excelente lugar para vivir.

Ariadna envidió a Akenón. Ojalá tuviera ella un excelente lugar para vivir. De repente recordó algo sobre Cartago y frunció el ceño, dudando si comentarlo con Akenón. Se aseguró de que los soldados no podían escucharlos y después se volvió hacia su compañero de viaje.

—Akenón, ¿es cierto lo que he oído de que los cartaginenses comen perros?

—Bueno… sí. ¿Por qué no hacerlo?

Ariadna tenía otra segunda pregunta mucho más peliaguda.

—Y, ¿es cierto…? —Hizo una pausa, indecisa—. ¿Es cierto que en Cartago se sacrifican bebés humanos?

La expresión de Akenón ensombreció bruscamente. La imagen de cincuenta bebés carbonizados se materializó ante él con dolorosa nitidez.

—Sí —respondió en un susurro. Asintió en silencio durante un rato, recordando, y después continuó en el mismo tono sombrío—. En ocasiones excepcionales intentan agradar a sus dioses sacrificando bebés.

El ambiente se había enrarecido y Ariadna lamentó haber hecho esa pregunta.

—Perdona, no pienses que en mis palabras hay ánimo crítico. Mi padre me ha hablado de costumbres de otros pueblos muy diferentes a las nuestras, pero también me ha enseñado a no juzgar a los demás por sus tradiciones o creencias.

—No te preocupes, a mí me desagrada tanto como a ti. Que viva en Cartago no significa que me gusten todos sus ritos. Por fortuna, los sacrificios humanos sólo han tenido lugar una vez desde que yo vivo allí.

—Y dime —repuso Ariadna en un tono más alegre—, ¿qué costumbres nuestras te han extrañado más?

Akenón esbozó una sonrisa.

—Lo cierto es que esperaba encontrarme más prácticas o normas incomprensibles. Vuestra hermandad se ve como algo chocante a distancia, pero todo parece tener sentido cuando se vive desde dentro. Recuerdo, por ejemplo, que en el barco en el que vine desde Cartago había un ateniense que decía a quien quisiera oírlo que Pitágoras y sus seguidores erais unos locos regidos por normas absurdas. Mencionaba por ejemplo que teníais prohibido pasar por encima de una balanza, o que no dejabais que las golondrinas aniden en vuestros tejados.

Ariadna asintió con expresión divertida.

—Mi padre muchas veces habla utilizando parábolas o metáforas. A veces lo hace para exponer de modo sencillo conceptos complejos, y otras veces para reservar el significado de sus enseñanzas sólo a los iniciados. Cuando dice que no hay que pasar por encima de una balanza, quiere decir que hay que prevenirse contra los impulsos de la ambición y no querer tener más de lo que a uno le corresponde. Y en cuanto a lo de las golondrinas, con ello recomienda que no se acojan en la casa propia a personas incapaces de contener la lengua.

Akenón observó a Ariadna mientras hablaba. Su tono de voz y su actitud tenían un matiz cercano impropio de ella. Sonrió sin decir nada y se quedó mirándola, preguntándose qué habría producido ese cambio. «¿Quizás alejarse de la sombra de su padre y de la comunidad?». En cualquier caso, lo prefería a la ironía y la aspereza. Hacía tiempo que había dejado de plantearse la posibilidad de que ocurriera algo entre ellos, pero ahora…

Ariadna sintió que se sonrojaba bajo el efecto de la mirada de Akenón. Dirigió la vista al frente. Su pecho subía y bajaba con mayor frecuencia de lo habitual y se esforzó para tratar de calmar la respiración. No le resultaba sencillo, pues Akenón vestía una túnica corta de estilo griego y la pierna musculosa quedaba a tan sólo un palmo de su mano.

Lo observó por el rabillo del ojo. Lo que deseaba no era tranquilizarse, sino acariciar aquella piel morena.

Quedaban todavía dos horas para la puesta del sol cuando divisaron la posada. Akenón, montado en su caballo, se llevó la mano a un bolsillo sin darse cuenta y acarició el anillo de Daaruk. Se lo había entregado a Pitágoras para que lo enterrara junto a los restos del discípulo asesinado, pero Pitágoras se lo había devuelto con una inquietante recomendación.

—Consérvalo, Akenón. Este anillo contiene el símbolo del pentáculo. —Su mirada dorada refulgió por un instante—. Es un poderoso talismán que te guiará y protegerá.

Recordando aquellas palabras, Akenón extrajo la sortija y observó de cerca el símbolo. Ya sabía que a la estrella de cinco puntas la denominaban pentáculo, y que a menudo la representaban dentro de un pentágono. Ésa era la figura en relieve que mostraba el anillo de oro macizo.

Recorrió con la mirada cada trazo de la figura.

—¿Estás analizando el pentáculo?

La voz de Ariadna lo sobresaltó.

—Sí… Me estaba preguntando por qué le dais tanto valor a esta figura. Entiendo que sea un símbolo de reconocimiento entre vosotros, y también que sea interesante como figura geométrica regular, pero me parece que es mucho más que eso para la hermandad.

Ariadna asintió, dándose tiempo para responder.

—Como sabes, hay elementos superiores del conocimiento que ha desarrollado mi padre que están protegidos por nuestro juramento de secreto. Varios de esos secretos se derivan del pentáculo. No puedo decirte mucho más que eso, o ya sabes lo que me ocurriría.

Aunque nunca se había aplicado el castigo, la norma era que el que quebrantara el juramento debía morir. Así se decía de modo solemne en la ceremonia del juramento. Ésa era la medida más radical de las muchas que había para evitar que los saberes más elevados de la orden cayeran en manos profanas.

—Prefiero quedarme en la ignorancia que ser la causa de que te suceda nada malo —el tono de Akenón convirtió sus palabras en un suave flirteo.

Ariadna rió, un poco nerviosa. Estaba acostumbrada a responder con dureza a quien la trataba de ese modo. Era la primera vez en su vida que no quería ser cortante, pero si no se escudaba en la acritud y el cinismo se sentía vulnerable, como desnuda. El silencio que se creó tras las palabras de Akenón incrementó su sensación de inseguridad, por lo que se apresuró a seguir hablando.

—Ya que estudiaste geometría, te diré algo más. —Notó su voz un poco precipitada y procuró continuar con más tranquilidad—. Fíjate en los cruces de las líneas del pentáculo. —Akenón acercó el anillo a su cara y lo examinó de nuevo—. Los cruces dividen cada línea en segmentos, y podemos considerar que cada segmento es una sección del inmediatamente superior.

Ariadna se inclinó hacia Akenón, que le acercó el anillo. Ella señaló con el dedo lo que quería decir. Para poder hacerlo mejor apoyó inadvertidamente la mano derecha en el muslo desnudo de Akenón. Al darse cuenta tragó saliva y le pareció que su mano temblaba, pero continuó con las explicaciones sobre el pentáculo.

—Este segmento menor guarda una proporción con éste mayor —rozó con la uña los puntos que indicaba— que es exactamente la misma proporción que guarda el segmento mayor con la suma de ambos. Y a su vez ocurre lo mismo entre esa suma y la línea completa.

Akenón asintió muy lentamente, fascinado. Al morir su padre él había dejado los estudios y se había hecho policía, pero la geometría seguía apasionándole.

Ariadna prosiguió:

—Los matemáticos babilónicos enseñaron a mi padre algunas manifestaciones de esta proporción en la naturaleza. Mi padre… —estaba en la frontera de lo que protegía el juramento de secreto. Por mucho que confiara en Akenón, debía respetar su juramento—. Mi padre ha descubierto que no es sólo una curiosidad, sino una de las leyes fundamentales del universo.

Akenón comprendió que Ariadna no podía decir más y no siguió preguntando. En la hermandad eran extremadamente reservados con sus conocimientos más complejos, aquellos que podían otorgar un misterioso dominio sobre la naturaleza y los hombres. Pitágoras había estipulado que ningún pitagórico debía acceder a esos conocimientos más que a través de las vías de crecimiento y purificación establecidas por él. Por eso era tan grave que Glauco quisiera hacer uso de sus riquezas para acceder a ellos.

«En realidad, lo que pretende Glauco no es conseguir ilícitamente un conocimiento secreto, pues ha establecido su premio a cambio de algo que ni siquiera Pitágoras conoce».

Akenón advirtió que los hoplitas que encabezaban el grupo se detenían y desmontaban frente a los establos de la posada. Guardó rápidamente el anillo, desmontó y comenzó a dar instrucciones a los soldados.

No sospechaba que aquel anillo le iba a revelar secretos vitales.