3 de junio de 510 a. C.
«¡Soldados!».
El encapuchado se encogió tratando de pasar desapercibido.
Estaba en una taberna de mala muerte, en los arrabales de Crotona. Llevaba largo rato sentado en la esquina menos iluminada, frente a un vaso de vino que no había probado. La relativa calma de la taberna acababa de verse rota por la irrupción de un grupo de hoplitas. Por la forma en que reían a voces y se tambaleaban, aquél no era el primer tugurio que visitaban esa noche. Su ebria exaltación hacía que apenas prestaran atención al entorno, al contrario que el misterioso personaje que los escudriñaba desde la penumbra.
La mirada del encapuchado, penetrante y cargada de desprecio, pasó de rostro en rostro observando asqueado las narices enrojecidas por el alcohol, los ojos vidriosos y estúpidos, las bocas salivantes y fanfarronas que recordaban a gritos su reciente paso por algún prostíbulo.
—Le he dado media dracma —bramó un hoplita de corta estatura y ojos muy juntos—, ¡pero ha quedado más feliz que si le hubiera pagado cien talentos!
—No me extraña, debes de haber sido su único cliente —respondió un compañero palmeándole el hombro—. ¡Era tan peluda que yo la había confundido con un oso!
El grupo estalló en risotadas. A pocos pasos, el encapuchado inclinó la cabeza ocultándose todavía más bajo el embozo. Llevaba un cuchillo afilado y se recreó mentalmente con la posibilidad de degollar a alguno de ellos. «Quizás cuando uno salga a orinar». Podría acercarse por la espalda, tirar hacia atrás del pelo largo y rebanarle el cuello como a un cerdo. Sonrió y después se obligó a respirar profundamente, a pesar del olor agrio a sudor y vino derramado. Imaginar no entrañaba riesgos directos, pero suponía una distracción que no podía permitirse.
Uno de los soldados paseó la vista por el salón. Estaba borracho, pero eso no impidió que reparara en el encapuchado que se ocultaba entre las sombras.
«¿Por qué lleva ese hombre la capucha dentro de la taberna?», se preguntó con pensamiento vacilante. Lo miró aturdido durante unos segundos y tuvo una sensación extraña. No le veía los ojos, pero sabía que lo estaba mirando.
Decidió acercarse a él.
El hombre oculto percibió la amenaza pero mantuvo en su interior una serenidad perfecta. El hoplita dio un paso inseguro hacia él y después otro.
«Si intenta quitarme la capucha tendré que matarlo».
Observó el avance del enemigo. Gracias a sus excepcionales facultades sería capaz de atrapar la mirada del soldado con la suya y paralizarlo. Así podría apuñalarlo con facilidad. ‹El problema es que sus compañeros saltarían sobre mí un segundo después›.
Por debajo de la túnica, movió lentamente su mano derecha hasta aferrar la empuñadura del cuchillo. Estaba tranquilo. En un instante su mente precisa había trazado el mejor plan de ataque y había examinado todas las alternativas para escapar en función de los resultados de la embestida inicial. El factor sorpresa le daba una gran ventaja. Tenía la certeza de que mataría a dos de los soldados y alcanzaría la puerta. Que después llegara hasta su caballo dependía del estado de ebriedad del resto de hoplitas, y también de que no encontrara nuevos obstáculos en la calle.
El soldado se detuvo frente a su mesa. Antes de hablar parpadeó un par de veces intentando aclarar la visión.
«Estará muerto antes de tocar el suelo». El encapuchado visualizó la trayectoria que seguiría el cuchillo. Con un golpe rápido entraría por la papada y atravesaría la cabeza hasta partir en dos aquel cerebro bañado en alcohol. La inminente muerte del hoplita lo satisfacía, pero lamentaba las implicaciones posteriores. Todo su proyecto estaba a punto de desmoronarse por culpa de haber regresado a Crotona.
«Sabía que podía ocurrir esto, pero era inevitable correr el riesgo».
La mano callosa del soldado se dirigió lentamente hacia su capucha. Los labios vinosos farfullaron algo ininteligible. El encapuchado no podía esperar más o perdería el factor sorpresa. Tensó las piernas, preparado para lanzarse al ataque como la cola de un escorpión.
De repente se oyeron gritos.
La mano del militar se paralizó a unos centímetros de la capucha. Después se retiró. El soldado había girado la cabeza y dirigía una mirada turbia hacia sus compañeros. Estaban celebrando a voces la llegada de la bebida. El hoplita se dio la vuelta olvidando lo que estaba a punto de hacer, lanzó un grito y corrió hacia su copa antes de que otro diera cuenta de ella.
El encapuchado, sin apartar la vista de los militares, se deslizó por la pared en sombras empuñando su cuchillo bajo el ropaje. Alcanzó el exterior sin problemas y se alejó con la cabeza agachada. Enseguida se detuvo y observó el entorno. Las calles sucias y tortuosas de aquel barrio pobre abundaban en rincones donde uno podía ocultarse discretamente. Se agazapó en uno de ellos como si fuera un mendigo o un borracho, y desde aquel escondite se dedicó a vigilar la entrada de la taberna.
Llevaba varias noches acudiendo a Crotona con un objetivo.
Confiaba en alcanzarlo esa misma noche.