CAPÍTULO 51

3 de junio de 510 a. C.

Dos horas después, en la espaciosa galería del gimnasio, Pitágoras comunicó sus planes inmediatos a su círculo íntimo.

—Evandro, tú vendrás conmigo a Neápolis. En caso de que se den las condiciones para fundar una comunidad, te quedarás allí y serás su líder durante los primeros meses, hasta que designe a alguien que ocupe ese puesto de modo definitivo. Podrías ser tú mismo si llegado el momento prefieres quedarte en Neápolis en vez de regresar a Crotona.

Evandro asintió brevemente, experimentando sentimientos contradictorios. Pitágoras mostraba mucha confianza en él, pero a la vez estaba dispuesto a apartarlo de su lado definitivamente. En cualquier caso, valoraba la decisión y la consideraba acertada. Se sentía preparado para dirigir una pequeña comunidad. Además, su lealtad era absoluta. Jamás se opondría a su maestro.

Pitágoras continuó hablando.

—Hipocreonte, nos acompañarás a Neápolis. —El aludido dio un pequeño respingo y redobló la atención—. Sé que prefieres no participar en cuestiones políticas, pero tienes familia en Roma y es posible que en este viaje nos ocupemos tanto de Roma como de Neápolis.

—Como quieras maestro —respondió Hipocreonte en tono neutro.

Pitágoras lo observó durante unos instantes. Su discípulo aborrecía la política, pero haría un papel muy bueno a la hora de gestionar sus influencias en el entramado político romano.

Antes de continuar, echó un vistazo detrás de sus discípulos. Los dos guardaespaldas de cada uno de ellos, diez soldados en total, aguardaban a cierta distancia.

«Los llevaremos a Neápolis». Aunque Pitágoras tenía aversión a las armas, en esta ocasión lo más prudente era viajar con protección militar. Cada uno se llevaría sus dos hoplitas y él le pediría a Milón que les asignara una escolta adicional.

Volvió a centrar la atención en sus hombres.

—Aristómaco, te quedarás en la comunidad. Debes asegurarte de que las enseñanzas siguen el curso marcado. Conoces mejor que nadie las investigaciones sobre el cociente entre circunferencia y diámetro, y sabes que la pretensión de Glauco es absurda. Que nadie pierda tiempo con ello. Junto a ti estará Orestes, que asumirá mi papel en lo político hasta que regrese.

Se volvió hacia Orestes, que no pudo evitar tragar saliva.

—Desde la muerte de Daaruk he aumentado mi asistencia a las sesiones del Consejo —dijo Pitágoras—. Antes apenas iba una vez al mes y ahora he estado yendo todas las semanas. Quiero que tú asistas a todas las sesiones. Hemos mantenido a raya a Cilón, pero sé que está ansioso por lanzarnos otro ataque político. —Miró a todos para recalcar sus siguientes palabras—. En cuanto se entere de que estoy de viaje, tened por cierto que no pasará ni un día antes de que intente con todas sus fuerzas poner al Consejo en nuestra contra. Los 300 se mantendrán fieles, pero ellos solos no pueden contener al resto de los Mil, por mucho que la ley diga que los 300 se encuentran un escalón jerárquico por encima. Tu primera actuación, Orestes, tiene que ser contundente o Cilón se crecerá y redoblará sus ataques.

Orestes no pudo evitar erguirse unos centímetros. «¡Está dejando clara su intención de nombrarme sucesor!». Pitágoras no había designado antes a nadie para que lo sustituyera en el Consejo como cabeza de la comunidad. Ahora lo hacía con él en uno de los momentos más delicados de la orden.

El filósofo comprobó en el semblante de Orestes que estaba enormemente agradecido, pero también que se encontraba un poco incómodo con el peso de la responsabilidad.

«Le vendrá bien para aumentar su confianza. Es lo único que le falta».

Un minuto después, Pitágoras se despidió de sus maestros y echó a andar mientras pensaba en las últimas instrucciones que debía dar antes de partir. De cara a la hermandad había quitado importancia a la sorprendente convocatoria de Glauco, pero lo cierto era que había que ocuparse de aquel asunto.

«Si no lo controlamos a tiempo, las consecuencias pueden ser catastróficas».

Después de comer celebraron una reunión en la casa de Pitágoras a la que también asistieron Ariadna, los cuatro candidatos y Milón.

—Es preciso viajar a Síbaris cuanto antes —dijo Pitágoras—. Aunque ya hablamos con Glauco tras la muerte de Daaruk, la convocatoria de este premio matemático abre demasiadas incógnitas. No es sólo un acto completamente desproporcionado y desestabilizador, sino que supone una agresión directa a los preceptos de nuestra orden, que Glauco juró respetar.

Ariadna, sentada frente a su padre, bajó la mirada y la dejó perdida entre los pliegues de su túnica. La mención de Síbaris hizo que recordara los acontecimientos posteriores a la muerte de Atma, el esclavo de Daaruk. Aquella noche, cuando ella consiguió regresar a la comunidad con Akenón malherido, el propio Milón partió sin tardanza hacia Síbaris con veinte soldados. A medio camino se detuvieron en la infausta posada, donde se hicieron cargo del cadáver de Atma. Después sometieron a los posaderos y al mozo de cuadras a un interrogatorio que resultó infructuoso, buscaron otros testigos sin encontrarlos y continuaron hasta Síbaris intentando hallar algún rastro. En la ciudad dedicaron varios días a hablar con muchos sibaritas, entre ellos Glauco y otros pitagóricos relevantes; sin embargo, si el encapuchado había pasado por Síbaris lo había hecho sin dejar huellas.

«Milón también dijo que Glauco le había llamado la atención, pero más que por parecer un encubridor, por estar completamente ido».

Ariadna volvió a levantar la cabeza al escuchar la voz de Akenón.

—Interrogar a Glauco es precisamente lo que tenía pensado —dijo en respuesta a las palabras de Pitágoras—. Mi idea es partir lo antes posible.

—Te agradezco tu disposición a viajar inmediatamente —contestó Pitágoras—. Como puedes imaginar, dado tu cercano trato con Glauco, mi intención era solicitarte que vayas a Síbaris; sin embargo, sería preferible que pospusieras tu partida.

Akenón enarcó las cejas y aguardó a que Pitágoras se explicara.

—En cuanto acabemos esta reunión —continuó el filósofo con su voz profunda—, Evandro, Hipocreonte y yo saldremos de viaje. He tenido que esperar a que las aguas se calmen en el Consejo de Crotona. Ahora que la situación parece controlada tengo que partir lo antes posible. Mi labor no se limita a esta comunidad y llevo demasiado tiempo posponiendo una visita a Neápolis.

Pitágoras prefirió no mencionar que también pretendía tratar con Roma. Guardaba con el mayor secreto la información que tenía sobre la situación turbulenta de aquella ciudad, así como sus planes al respecto. En caso de llegar a oídos de sus enemigos podían desbaratar uno de sus más ambiciosos proyectos: expandirse junto con Roma.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó Milón sorprendido y un poco molesto por no haber sabido nada hasta ese momento.

—Depende de varios factores. Como mínimo tres semanas, pero espero que los proyectos prosperen y requieran mi atención durante más tiempo. Podría estar fuera incluso dos o tres meses. Llegado el caso, os enviaría un mensaje desde Neápolis.

—¿No quieres que vaya a Síbaris hasta que regreses? —Akenón no pudo evitar que su voz sonara contrariada.

—Debo pedirte que permanezcas en la comunidad tras mi partida, pero bastará con unos pocos días. Tengo la sensación de que nuestros enemigos están aguardando la ocasión de atacarnos de nuevo. Probablemente el momento más delicado será cuando sepan que me he alejado de la comunidad.

Akenón hizo un gesto de asentimiento y se echó hacia atrás apoyándose en el respaldo de la silla.

«De acuerdo, esperaré unos días. —Apartó la vista—. De hecho, sin Pitágoras en la comunidad me resultará menos incómodo pedirle a Ariadna que viaje a Síbaris conmigo».

Una hora después, Pitágoras partió de la comunidad bajo un sol radiante.

Junto al venerado maestro iban Evandro e Hipocreonte montados en sendos burros. También viajaban con ellos dos sirvientes encargados del equipaje y una veintena de soldados de élite. En las puertas de la comunidad los despidió una numerosa congregación encabezada por Orestes. Flotaba una mezcla de tristeza y alegría. Estarían un tiempo sin su líder, pero gracias a sus viajes la doctrina se extendía entre los hombres.

Unos pasos por detrás del numeroso grupo, medio oculto tras la estatua de Hermes, Aristómaco contemplaba con lágrimas en los ojos a su maestro. Se había escondido tras la estatua al darse cuenta de que no era capaz de mantener la compostura durante la partida de Pitágoras.

Aristómaco se pasó la mano por el escaso cabello intentando mejorar su apariencia. Los dedos temblorosos sólo consiguieron encrespárselo más. Apoyó la espalda contra el pedestal. La brisa le traía un murmullo de risas y buenos deseos para los viajantes. Él estaba muy lejos de compartir ese júbilo. No tenía la capacidad premonitoria de Pitágoras, pero sentía con intensidad que la calma de las últimas semanas estaba a punto de saltar en pedazos.