3 de junio de 510 a. C.
—¿Estás segura de que el premio consiste en oro y no en plata? —preguntó Akenón perplejo. No era capaz de asimilar lo que Ariadna acababa de contarle.
Ella asintió, dándole tiempo a que reaccionara. Era comprensible su incredulidad inicial. En la reunión con Pitágoras, ninguno de los asistentes había sido capaz de dar crédito a lo que estaba oyendo hasta que el filósofo repitió tres veces la cantidad descomunal.
Akenón se esforzó por hacerse una idea de la magnitud del premio ofrecido por Glauco.
«¡Diez veces su propio peso en oro!».
Pensó en el gordo sibarita, en sus carnes fofas y su oronda figura. Además, era bastante alto. Debía de pesar alrededor de ciento cincuenta kilos. Por lo tanto, diez veces su peso eran mil quinientos kilos.
«¡Mil quinientos kilos de oro!». ¿Era posible que alguien tuviese tanto dinero? Siguió haciendo cálculos, forzando las capacidades aritméticas que su padre le había hecho desarrollar cuando era un muchacho en Egipto. El oro valía unas quince veces más que la plata, por lo que el premio de Glauco equivalía a veintidós mil quinientos kilos de plata. «Increíble…». Recordó el enorme palacio del sibarita. Las paredes de la sala de banquetes estaban recubiertas por paneles de plata. En muchas ocasiones Glauco se adornaba con colgantes y gruesas pulseras de oro. Abundaban la plata y el oro en candelabros, trípodes, incrustaciones en los muebles… Quizás sí podía respaldar su loco ofrecimiento. Síbaris era la ciudad más rica de la que Akenón había oído hablar, y Glauco seguramente fuera el hombre más rico de todo Síbaris.
«¿A cuántas dracmas de plata equivale el premio?». Tenía que tener en cuenta que la dracma de la Magna Grecia había adoptado el sistema de Corinto. Pesaba aproximadamente un veinte por ciento menos que la que utilizaban en Cartago, que a su vez era un veinte por ciento inferior a la ateniense. Se concentró intensamente hasta que obtuvo la cantidad final.
—¡Por Osiris, casi ocho millones de dracmas!
Ariadna se sobresaltó ante la exclamación de Akenón. Ella no había hecho la conversión a dracmas, y ahora dedicó un momento a comprobar que el cálculo era correcto… «Sí, lo es». Le sorprendió que Akenón hubiera podido realizar un cálculo tan complicado y con números tan elevados. En el mes y medio transcurrido desde que el encapuchado hirió a Akenón habían compartido muchas conversaciones y sabía que la inteligencia y los conocimientos matemáticos del egipcio eran muy altos para no ser pitagórico; aun así, le chocó que realizara el cálculo utilizando sólo la mente y en tan poco tiempo.
Akenón seguía fascinado con aquella cantidad. El importe que él había cobrado por desvelar que el esclavo amante de Glauco lo engañaba con su copero le bastaba para retirarse durante algunos años. «Incluso toda la vida, si lo administro con mesura». La cantidad había sido el peso del esclavo en plata. El premio que ahora ofrecía el sibarita era tres veces mayor por pesar Glauco tres veces lo que el esclavo; diez veces más por ofrecer diez veces su peso por una la del esclavo; y quince veces mayor por valer quince veces más el oro que la plata.
«Tres por diez por quince… Cuatrocientas cincuenta veces más que lo que yo cobré, y eso que fue con diferencia la mayor recompensa de mi vida».
Consideraba con bastante razón que sus cincuenta kilos de plata, unas diecisiete mil dracmas, eran un pequeño tesoro que muy pocos hombres lograban reunir. De hecho, hacía un mes había llevado a Eritrio, el curador, la mayor parte de su plata para que la custodiara mientras permanecía en Crotona. Era demasiado para guardarlo en un simple arcón de madera, dentro de una comunidad amenazada.
Comenzó a expresar sus asombrados pensamientos en voz alta.
—Se puede contratar un obrero por una dracma diaria. Una casa modesta puede costar tres o cuatro mil dracmas. Una buena mansión cien mil. —Se volvió hacia su compañera—. ¡Ocho millones es más de lo que una familia rica gastará en toda su vida…!
Se interrumpió al ver la expresión de Ariadna y comprendió que estaba reaccionando como un chiquillo. Era normal deslumbrarse al imaginar aquel tesoro fabuloso, pero debía poner los pies en la tierra y centrarse en las implicaciones.
Ariadna aguardó con media sonrisa a que la expresión de Akenón le indicara que había dejado de imaginarse cataratas de oro y plata. Aunque más moderada y breve, su primera reacción había sido similar, y cuando abandonó la reunión todavía había muchos maestros con los ojos abiertos como platos, contemplando imágenes internas de riquezas nunca concebidas. Desapegarse de lo material era una de las prioridades entre los pitagóricos, pero la naturaleza primaria siempre latía bajo la capa de autocontrol.
Akenón sonrió, un poco avergonzado, y Ariadna continuó explicando la situación.
—Lo que Glauco pretende conseguir con tanto oro es una aproximación a un concepto que los seguidores de mi padre perseguimos hace tiempo sin resultado. Tú estudiaste geometría y tienes conocimientos sobre curvas y circunferencias.
Akenón asintió con curiosidad.
—Glauco quiere conseguir con extraordinaria precisión la relación entre circunferencia y diámetro. —Ariadna intensificó sus siguientes palabras para acentuar lo absurda que era la pretensión de Glauco—. Busca una aproximación de cuatro decimales y el método para calcularla.
Akenón retrocedió mentalmente a las enseñanzas de su padre. Aquella relación era una de las incógnitas de los geómetras. Era difícil, y a veces imposible, conocer algunas relaciones de los objetos de lados rectos, como los triángulos. Todavía resultaba mucho más difícil averiguar las de los que tenían lados curvos. «Y nunca he oído hablar de un método para calcular la relación que busca Glauco».
—La experiencia nos demuestra que esa relación es ligeramente superior a tres —dijo tras reflexionar un rato.
—Sí, eso ya lo sabe Glauco, pero quiere algo diferente. Nunca podremos conseguir cuatro decimales haciendo experimentos con círculos de verdad.
—¿Entonces?
—Para lograr lo que él quiere, en todo caso habría que aplicar un proceso de abstracción y otro de demostración, que son las herramientas más elevadas que mi padre utiliza en sus investigaciones matemáticas. En este problema, decenas de maestros han dedicado su vida a ello sin acercarse ni de lejos a lo pretendido por Glauco. Mi padre le dedicó bastante tiempo y su conclusión fue que no es posible. Desde entonces, y dada la autoridad de mi padre, nadie trabaja en esto.
—Pero Glauco es un iniciado pitagórico. Supongo que sabrá lo que acabas de contarme.
La cara de Ariadna se ensombreció como si en su interior se hubiera hecho de noche.
—Glauco es un iniciado no residente. Se le ha enseñado matemáticas y otras disciplinas a un nivel poco profundo, para que las utilice como herramienta de meditación y sublimación espiritual. —Suspiró y después recapituló sobre algo de lo que ya le había hablado—. La voluntad de mi padre es que los hombres y sus gobiernos se comporten de acuerdo a ciertas reglas que garantizan la templanza y la concordia. El objetivo final es incrementar el desarrollo interno y la armonía universal. En el caso de Glauco y de otros hombres con mucho peso político, mi padre a veces tiene que limitarse a ser práctico. Trata de poner la influencia de estos hombres al servicio de los intereses de la doctrina, sin pretender grandes progresos internos en personas que no están dispuestas a renunciar a las pasiones más primarias de sus almas.
—No parece que Glauco esté de acuerdo con los límites que marca Pitágoras.
—Glauco siempre ha sido un enigma. Yo no lo conozco personalmente, pero mi padre me ha hablado bastante de él. En Glauco conviven intensas pasiones de signos contrapuestos. A lo largo de su vida ha oscilado de un extremo a otro, y parece que ahora acaba de dar el mayor de los bandazos. Además lo ha hecho en contra de las indicaciones que le dio mi padre. Anteriormente Glauco ya había intentado tomar atajos para acceder a conocimientos restringidos. Mi padre le recriminó su comportamiento y el sibarita prometió no volver a ofrecer dinero a cambio de conocimiento… Y ya ves lo que nos encontramos ahora.
Las palabras de Ariadna hicieron que Akenón evocara imágenes ambiguas de Glauco: la entrega y fruición que mostraba comiendo y bebiendo, la aguda inteligencia de sus ojos penetrantes durante las conversaciones sobre geometría, la mezcla de lujuria y adoración con la que acariciaba la piel adolescente de su esclavo, la implacable furia con la que ordenó que el monstruoso Bóreas aplastara a Tésalo y torturara a Yaco.
Recordó cuando en Cartago, antes de viajar a Síbaris por primera vez, Eshdek le había hablado de Glauco y le había advertido de que era especial. «Es como si en su interior convivieran distintas personas», habían sido las palabras exactas de Eshdek. Una definición bastante acertada, pero Eshdek se había equivocado al opinar después que Glauco no era peligroso.
Akenón se percató de que las noticias y los recuerdos sobre Glauco habían hecho mella en su ánimo. La atmósfera de la comunidad, a pesar de la calidez primaveral y el suave olor a hierba, parecía de repente más pesada, cargada de amenazas, recelos y codicia.
Estaban surgiendo más preguntas que respuestas: ¿Glauco tenía algo que ver con lo sucedido en la comunidad, tal vez en busca de conocimiento? ¿Podía ser cómplice, o quizás el cerebro de los asesinatos?
¿Su desorbitado premio, suficiente para armar un ejército, representaba una amenaza para los pitagóricos?
Sólo había una manera de responder a aquellas preguntas. Akenón asintió en respuesta a sus propios pensamientos, inspiró profundamente y endureció la mirada.
«Debo volver a Síbaris y enfrentarme a Glauco».