3 de junio de 510 a. C.
Al ver salir a Ariadna, Pitágoras supuso que iría a contarle la noticia a Akenón. Él acababa de transmitirla a todos los maestros y había un ambiente de completa confusión en la sala. Se habían formado varios grupos que debatían con vehemencia las posibles implicaciones. Muchos maestros le dirigían preguntas sin poder contener la excitación que aquello les producía.
—¿Existe alguna posibilidad?
—¿Realmente tiene tanto oro?
—¿Por qué lo ha hecho?
Pitágoras contempló con paciencia la agitación de sus adeptos. Después se sumió en sus reflexiones y comenzó a pasear por la tarima, momentáneamente ajeno al desordenado bullicio.
Hacía una hora, un mensajero había llegado a la comunidad proveniente de Síbaris. El mensaje que había levantado tanto revuelo decía que Glauco había convocado un premio matemático.
«Ojalá fuera un simple premio», se dijo Pitágoras inquieto.
Aunque ya había establecido otros premios anteriormente, éste contaba con dos novedades impactantes. La primera era que lo que se premiaba no se trataba simplemente de algo que a un hombre común le costara conseguir por sí mismo, sino de algo que quedaba mucho más allá de la capacidad de cualquier hombre, incluido el mismo Pitágoras. Glauco concedería su premio a quien hallara la relación o cociente entre el perímetro y el diámetro de un círculo. Se sabía que ese cociente era cercano a tres. Según algunos cálculos antiguos recogidos por Pitágoras, parecía que el primer decimal era un uno.
«Pero Glauco exige una aproximación de cuatro decimales para entregar su premio».
—¿Se puede calcular? —insistieron varios de los maestros presentes.
En realidad le estaban preguntando si él podía calcularlo, y la respuesta era que no. Aquel cociente era uno de los secretos más escurridizos que habían perseguido durante mucho tiempo, para concluir finalmente que no debían dedicarle más esfuerzos al quedar demasiado lejos de su alcance. No sólo no contaban con ningún buen método de cálculo, sino que tampoco tenían ninguna aproximación que se acercara mínimamente a lo pretendido por Glauco. «¿Por qué querrá Glauco algo tan complejo?», se preguntó Pitágoras. «Y de un modo tan desesperado», añadió al recordar el importe del premio.
La suma casi inimaginable era lo que le hacía pensar que debía tomarse el asunto muy en serio. «Tanto oro puede movilizar fuerzas muy poderosas». La relativa calma de las últimas semanas en la comunidad y en el Consejo de los Mil se le antojaba quebradiza.
«Incluso la paz en toda la Magna Grecia podría estar en peligro».
La sensación de amenaza latente que le acompañaba desde la primera muerte se había intensificado con la noticia del premio. Se irguió en medio de la tarima y contempló a los presentes, sus discípulos más avanzados. En las caras de algunos de ellos veía reflejos de ambición. Consideraban el premio como una oportunidad, pero no lo era. Pitágoras lo sentía como un inmenso volcán cuyos primeros temblores anunciaban una erupción cercana y devastadora.
Levantó las manos para reclamar silencio.
—Todos vosotros sois maestros de nuestra orden —paseó la mirada sobre ellos. Varios seguían con las manos levantadas y las fueron bajando según hablaba—. Eso significa que cada uno de vosotros tiene una gran responsabilidad sobre muchos discípulos que están iniciando su formación, mentes que todavía carecen de la disciplina suficiente, hombres y mujeres que en muchos casos siguen demasiado condicionados por su naturaleza animal. Vuestros discípulos necesitan que los guiéis. Dado que es inevitable que la convocatoria de este premio llegue a sus oídos, el mensaje claro y único que debéis transmitirles es el siguiente: La pretensión de Glauco no es más que una locura. Un desatino al que ningún miembro de la hermandad debe dedicar ni un solo minuto.
Paseó por la tarima mientras hacía una pausa para que sus palabras calaran.
—Ni yo ni nadie vamos a intentarlo —continuó—. Estamos aquí porque conocemos la futilidad de lo material. Eso no puede cambiar ni por todas las riquezas de Hades. Por otra parte, la constante presencia de soldados en nuestra comunidad debe recordarnos que estamos amenazados, y que nuestra seguridad depende de que seamos capaces de mantenernos unidos y serenos.
Los maestros asintieron en silencio.
—Ahora, id con vuestros discípulos y ayudadles a enfocar la noticia debidamente. Que esta prueba sirva para aumentar nuestro compromiso y nuestra sabiduría. Salud, hermanos.
Bajó de la tarima y se dirigió a la salida con paso firme. Cruzó entre los maestros sin que nadie hablara. Al atravesar la puerta de la escuela se hizo el silencio entre los numerosos discípulos agrupados al aire libre. Se detuvo en medio de ellos para dirigirles unas palabras. Su voz tenía un tono paternal, con la firmeza cariñosa de un padre que alecciona a sus hijos.
—Estimados discípulos, como todas las mañanas nos dedicaremos al estudio hasta que el sol llegue a su cénit. Para aprovechar el buen tiempo os reuniréis con vuestros maestros en los jardines, en el bosque o en los pórticos del gimnasio. En todos los grupos se dedicará un máximo de diez minutos a las noticias que nos han llegado de Síbaris. El resto del tiempo debe destinarse al tema que cada grupo tuviera previsto para hoy.
Los discípulos inclinaron la cabeza sin replicar, aliviados como siempre que escuchaban a su líder supremo. Sus palabras eran para ellos una manifestación de su Sabiduría.
El filósofo reanudó la marcha recorriendo el sendero de tierra en dirección al gimnasio. Dos imponentes hoplitas lo siguieron a pocos metros. Pitágoras consideraba que seguían amenazados, pero la presencia del ejército y el tiempo transcurrido sin incidentes le hacían sentir que debía ocuparse de algunas tareas pendientes.
«Ha llegado la hora de seguir viajando».
Llevaba un mes retrasando el viaje a Neápolis, una ciudad situada a medio camino entre Crotona y Roma. Tenía que decidir si se daban las condiciones para instalar una comunidad permanente en Neápolis. Además, quería recabar noticias frescas sobre Roma. La última información recibida era confusa. Indicaba que el rey actual, Lucio Tarquino, un déspota conocido como el Soberbio, afrontaba dificultades por algún asunto turbio.
Pitágoras siempre había tenido la intuición de que la ciudad de Roma, tradicionalmente enérgica y expansiva, jugaría un importante papel político en los años venideros. Para mantenerse en buena relación con ellos, y quizás ganarlos para su causa en un futuro cercano, mantenía contactos clave tanto en la familia real como entre los miembros de la oposición. Los vencedores de los conflictos políticos solían llevar a cabo notables reformas institucionales. Esos momentos de redistribución de poder podían ser apropiados para que la orden pitagórica ganara presencia.
«El trono de Roma se tambalea. Tenemos que estar más cerca de Roma que nunca».