3 de junio de 510 a. C.
—¡Maestro!
El muchacho, de unos diez años, corría hacia Orestes a toda velocidad. Iba descalzo y vestía una túnica corta. El terreno de la comunidad descendía suavemente desde los edificios de viviendas hasta el pórtico de entrada; eso aceleraba la carrera del chiquillo, que parecía que iba a caer en cualquier momento.
Orestes se detuvo junto a la estatua de Dioniso y alzó las manos a la altura del pecho, indicando al chico que se tranquilizara. No les permitían correr dentro del recinto comunitario, pero por la expresión del muchacho parecía que tenía una buena razón para quebrantar la norma.
—¡Maestro Orestes! —El chico llegó a su altura y tuvo que respirar varias veces antes de poder seguir hablando—. El maestro Pitágoras ha convocado una reunión urgente. Debéis acudir a la escuela cuanto antes.
Orestes se tensó inmediatamente y alzó la vista. Junto a la puerta de la escuela había bastante gente. Tragó saliva. En las seis semanas transcurridas desde el asesinato de Daaruk la calma había retornado poco a poco a la comunidad; sin embargo, al mínimo sobresalto muchos de ellos se encogían como un animal asustado, poniendo de manifiesto que aquella serenidad era igual de frágil que una copa de cristal de Sidón.
—¿Sabes de qué se trata? —preguntó a la vez que se ponía en marcha.
El muchacho negó con la cabeza.
—Sólo sé que han llegado noticias de fuera.
«Noticias de fuera —se dijo Orestes extrañado—. ¿Qué habrá ocurrido?».
Cerró los ojos un momento intentando recuperar la paz de hacía unos minutos. Acababa de regresar a la comunidad tras el paseo para meditar que realizaba en solitario todas las mañanas. En realidad, que realizaba en solitario hasta que le asignaron dos guardaespaldas que lo acompañaban todo el tiempo. Se pegaban a él desde que pisaba la calle al amanecer hasta que regresaba a su habitación para dormir. Entonces, sus guardaespaldas regresaban a Crotona y en la comunidad quedaban unas patrullas que la recorrían sin descanso. Ahora estaba prohibido andar por la comunidad tras la caída del sol si no era en compañía de una patrulla. Orestes no conocía a los soldados de la noche, pero sus guardaespaldas eran siempre los mismos.
Se giró hacia ellos sin dejar de andar apresuradamente.
Bayo tenía unos veinticinco años, estatura media y un cuerpo rocoso bajo la coraza de cuero cubierta con láminas de bronce. Su rostro era agradable y franco. «Se nota que le gusta ser hoplita. Seguro que nunca discute una orden». Junto a Bayo marchaba Crisipo. Era más alto y delgado, pero también estaba en muy buena forma pese a sus cuarenta años. Al igual que su compañero, portaba sin aparente esfuerzo toda la panoplia propia del hoplita: coraza, yelmo, grebas, escudo, lanza y espada. Treinta kilos en total.
Crisipo devolvió la mirada a Orestes y sus ojos destellaron con una agudeza poco habitual en un soldado. Orestes desvió la vista. A pesar de llevar mes y medio con aquellos guardaespaldas, y de que había expiado su delito hacía casi tres décadas, seguía sin sentirse cómodo en presencia de las fuerzas de seguridad. La falta cometida en el pasado, la vergüenza y el arrepentimiento habían dejado un poso indeleble en lo más profundo de su ser. No obstante, ahora sabía que eso no era un problema para Pitágoras. La noche del asesinato de Daaruk, el filósofo había escudriñado el interior de Orestes, pero durante ese proceso también Orestes había vislumbrado algo dentro de su maestro.
«Conseguí percibir la reacción que le suscitaba a Pitágoras lo que estaba viendo en mi interior».
Gracias a eso, Orestes estaba seguro de que, muerto Cleoménides, el principal candidato a suceder a Pitágoras era él.
Sin darse cuenta levantó la barbilla mientras se acercaba a grandes pasos al gentío que se arremolinaba junto a la escuela. La confianza de Pitágoras en él le proporcionaba fuerza y seguridad. No podía cambiar su pasado, pero estaba superando el lastre interno que este pasado suponía en sus intervenciones públicas. Sabía que era un buen maestro y estaba comenzando a sentir que podía guiar a las comunidades pitagóricas y combatir en la arena política. En su juventud, antes de su error, había sido un político de notable éxito.
«Ahora estoy mucho más preparado en todos los sentidos».
Le llegó una ráfaga de aire calido subrayando este pensamiento. A esas alturas del año el sol brillaba con fuerza desde por la mañana. Alcanzó la puerta de la escuela y los discípulos congregados se apartaron para que pasara. Las túnicas de lino resplandecían con la fuerza de Apolo. Aquella claridad armonizaba con la pureza de su filosofía.
Orestes echó un vistazo al entorno antes de cruzar el umbral. Vio que Akenón estaba accediendo a un edificio cercano, donde estaba situada la enfermería.
Bayo y Crisipo se quedaron en la puerta de la escuela junto a los discípulos de los grados más bajos. Orestes entró y se dirigió a la sala más cercana. Pitágoras estaba allí de pie, rodeado por todos los maestros de la comunidad. Algunos se movieron para permitirle acercarse más y acabó en primera línea, situado entre Evandro y Ariadna. Más que la presencia multitudinaria de los maestros, a Orestes le sorprendió la intensidad del ambiente.
«Tiene que ser una noticia muy importante».
—¿Te duele?
Akenón estaba sentado en un taburete y Damo se hallaba a su espalda, llevándole el brazo derecho hacia atrás por encima de la cabeza.
—Un poco —respondió conteniendo una mueca.
—Es normal que se resienta al forzar el movimiento. —Damo dejó que el brazo de Akenón descansara—. Ese dolor puede que desaparezca en unas semanas o que te dure toda la vida, pero has tenido mucha suerte. He tenido pacientes con lesiones similares que han perdido el brazo.
La hija pequeña de Pitágoras se colocó frente a Akenón. Era alta y esbelta y su cabello rubio enmarcaba una sonrisa sorprendentemente luminosa. Vestía una túnica sin mangas, que mostraba el inicio de sus muslos, y unas sandalias de cuero con largas tiras que se anudaban alrededor de las pantorrillas. Tanto sus rasgos como el porte resultaban imponentes, producto de una afortunada combinación del físico de sus padres. Miró directamente a Akenón y él se tuvo que poner de pie para no sentirse intimidado. Los ojos clarísimos de la joven no sólo realzaban su belleza, sino que además parecían obtener de la mirada de Akenón más información de la que éste quería transmitir.
Akenón desvió la vista y para disimular su turbación dio unos pasos por la estancia realizando movimientos con el brazo como si comprobara el estado del hombro. Téano, la madre de Damo, solía estar presente durante las curas, pero en esta ocasión se había ido a la reunión que acababa de comenzar en la escuela. Akenón estaba muy agradecido a ambas mujeres. Sus conocimientos del arte de sanar eran excelentes. No sólo habían colocado en su lugar el hombro dislocado, sino que habían demostrado una gran sabiduría durante la rehabilitación posterior.
—Prueba con los ejercicios que te enseñamos —indicó Damo.
Bajo la atenta mirada de la joven, Akenón forzó el hombro poco a poco hasta que le dolió. El dolor le recordaba lo cerca que habían estado de atrapar al asesino. Aunque eso sólo servía para que experimentara una frustración más intensa.
«El asesino consiguió escapar y yo terminé herido e inconsciente, desplomado en el barro bajo la lluvia».
Por fortuna, Ariadna consiguió llevarlo de vuelta a la comunidad tomando prestado el carro de la posada. Durante un par de días estuvo en cama con fiebre y después retomó las investigaciones. Los exhaustivos interrogatorios terminaron concluyendo que el asesino era alguien de fuera de la comunidad, y que el único cómplice había sido Atma. Al menos ahora no había dudas sobre la fiabilidad del resto de miembros de la comunidad.
«Pero eso nos deja otra gran incógnita», pensó mientras apretaba los dientes al subir el brazo.
Imaginaban que Atma había puesto el veneno en la copa de Cleoménides. Sin embargo, habían comprobado que su coartada era firme en cuanto a la torta que mató a Daaruk. Atma no había podido colocar el veneno porque había pasado el día en la ciudad. La única explicación que les quedaba era que lo hubiese colocado alguien de fuera que hubiera entrado en la comunidad haciéndose pasar por visitante. Akenón se preguntaba si aquel falso visitante sería el cerebro de ambos asesinatos, y si realmente habría caminado entre ellos preparando las muertes.
«Eso demostraría una sangre fría tremenda», pensó con inquietud. Cuanto más fríos eran los criminales, menos probable resultaba que cometieran un error.
Akenón se sentía algo más tranquilo con los soldados patrullando la comunidad y ejerciendo de guardaespaldas, pero una voz en su interior le decía que el asesino debía de haber maquinado ya un nuevo plan para seguir matando. Probablemente estaba agazapado no muy lejos de ellos, buscando su ocasión. Aunque se lo habían puesto más difícil, ya había demostrado que no era alguien que se detuviera ante las dificultades.
Akenón recordó con rabia el momento en que estuvo a un metro del encapuchado, intentando encontrar un hueco entre las patas de su caballo para clavarle la espada. La tenía alzada para descargarla contra su pierna cuando el casco del caballo le aplastó el hombro. A partir de ese momento lo único que pudo hacer fue colgarse de las riendas con el brazo que podía utilizar, intentando tirar al caballo o que llegara Ariadna y atacara al asesino por sorpresa.
No servía de nada rememorar aquello, pero no podía evitarlo. A veces se descubría evocando con intensidad las sombras que envolvían el rostro encapuchado de su enemigo, como si aumentando la concentración pudiera retirar los velos de oscuridad y distinguir algún rasgo, tal vez conocido.
—¿Estás bien?
La voz suave de Damo le hizo darse cuenta de que llevaba un rato ensimismado.
—Sí, claro. —Sonrió a la joven, que lo miraba con expresión interrogativa—. Me he dejado llevar por los recuerdos.
Damo asintió y después volvió a hablar.
—He de irme. Tengo que asistir a la reunión de la escuela.
—Por cierto, ¿de qué se trata? —preguntó Akenón encaminándose hacia la puerta.
—Hace unos minutos llegó un mensajero de Síbaris. Mi padre habló con él y después convocó una reunión de urgencia. No sé nada más.
Salieron juntos de la enfermería. Akenón dio las gracias a Damo y dejó que se adelantara. Él no había sido convocado a la reunión, por lo que supuso que se trataba de algo que no estaba relacionado con la seguridad de la comunidad. De todos modos, se acercó al grupo que aguardaba frente a la escuela.
Mientras Damo desaparecía en el interior del edificio, Akenón pensó que era una lástima que ése hubiera sido el último día de curas. Tanto Téano como Damo habían sido muy amables y eran mujeres muy bellas, sobre todo la joven Damo. No obstante, le seguía resultando más atractiva Ariadna. Comparada con su hermana, la belleza de Damo le parecía demasiado ideal, inmaculada pero falta de expresividad. Y su personalidad… demasiado formal y previsible. Ariadna, en cambio, seguía siendo una incógnita para él. Tratar con ella casi siempre tenía la estimulante emoción de lo inesperado.
Al cabo de un rato decidió asomarse al interior. Cuando estaba llegando a la puerta, Ariadna surgió de pronto con expresión seria. Al ver a Akenón le hizo un gesto para que la siguiera y se alejó unos metros sin responder a las preguntas que le hacían algunos discípulos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Akenón cuando estuvieron a solas.
—Han llegado noticias de alguien a quien conoces —contestó ella con gravedad.
Akenón se extrañó del tono de voz de Ariadna. Observó su rostro y se dio cuenta de que estaba conmocionada. Asintió brevemente, animándola a continuar, y escuchó atentamente mientras ella detallaba las novedades.
Poco después Akenón negaba con la cabeza sin poder salir de su asombro.