CAPÍTULO 46

21 de mayo de 510 a. C.

Glauco estaba a punto de tener una revelación trascendental.

Desde hacía un mes lo único que hacía era dormitar y deambular por su palacio a cualquier hora, como si su mente hubiese perdido la capacidad de discernir entre el día y la noche. Cuando estaba despierto recorría la mansión sin descanso, entrando y saliendo una y otra vez de las mismas estancias, aparentemente en busca de algo que no encontraba. Junto a él cojeaba Leandro, su nuevo copero, un esclavo tan viejo y feo que nunca se interpondría en sus relaciones con jóvenes amantes, como había hecho Tésalo con su adorado Yaco.

Leandro cumplía fielmente sus instrucciones y le acercaba el vino a los labios cada cinco minutos. Este procedimiento conseguía amortiguar el dolor implacable que le producía el recuerdo de su joven amante. Pero cuando dormía no tenía escapatoria. A pesar de no haber asistido al tormento de Yaco, soñaba continuamente con su delicado rostro de efebo contraído de dolor, suplicando clemencia mientras Bóreas lo torturaba con un hierro al rojo vivo. Escuchaba con claridad sus gritos, sus súplicas desgarradas, Glauco, mi querido señor, ¿por qué hacéis esto a quien tanto os ama? Despertaba gritando, y entonces bebía con tanta avidez el vino de Sidón que la mitad se desparramaba por la túnica y las sábanas.

Desde aquel suceso abominable no podía soportar la visión de Bóreas. Lo obligaba a esconderse para que su gigantesca presencia no le recordara que había desfigurado a Yaco, y que lo había encadenado al remo de un barco con destino al otro extremo del mar. Dos días después de aquello, Glauco había enviado un segundo barco para rescatar a Yaco. Cuando consiguieron alcanzar al primero ya no había nada que hacer. El muchacho, demasiado frágil para hacer de remero, había muerto al quinto día de embarcar.

«Y el capitán ordenó que arrojaran su cuerpo al mar». A Glauco le espantaba recordar aquello. Imaginaba a su amado hundiéndose lentamente hacia las profundidades abismales, con los ojos muy abiertos, suplicándole en silencio que lo salvara.

A pesar de que Bóreas permanecía oculto, a veces Glauco sentía unas ganas casi irrefrenables de matarlo. Igualmente deseaba la muerte de Akenón, el egipcio que le recomendó Eshdek, su principal proveedor de Cartago; el investigador que demostró que Yaco lo engañaba con su anterior copero; «el hombre que soñé que demostraría que Yaco era inocente, y en cambio me arruinó la vida con su ingenio y sus mejunjes».

También empezaba a desear su propia muerte, viendo en ella la única manera de acabar con su amargo sufrimiento.

Atormentado por los mismos pensamientos de todos los días, llevaba horas dando vueltas a la galería del gran patio privado de su palacio. Pasaba por delante de las habitaciones de invitados, cambiaba de sentido y recorría el lateral ocupado por las estancias de sus sirvientes de confianza, de nuevo giraba y caminaba por la galería frente a los salones privados, la sala de baños y masajes… y por fin la habitación desocupada que había pertenecido a Yaco. Allí aceleraba como si quisiera escapar y corría por el último tramo de galería dejando atrás sus aposentos, la estatua de Hestia con el fuego perpetuo en su altar y el amplio arsenal. Las vueltas se sucedían sin descanso. Iba tan enfebrecido que Leandro no lograba seguirlo sin derramar el vino sobre el suelo de mármol.

De pronto Glauco se detuvo en seco. Se giró y miró desafiante a la estatua central de Zeus.

«¡Dioses inmisericordes, os complacéis en jugar con nosotros como si fuéramos vulgares marionetas!».

La mirada de piedra mantuvo su cruel indiferencia. Glauco pasó entre dos columnas, saliendo de la galería, y se acercó al soberano de los dioses. Su exaltación era tal que estaba a punto de maldecir al más poderoso de los habitantes del Olimpo.

Se detuvo frente a la estatua y alzó furioso los puños. En ese instante lo paralizó un relámpago interior. Con la intensidad de un nacimiento, experimentó la certeza nítida de que conectaba con su propia naturaleza divina.

Una luz prodigiosa inundó su mente.

Quince años antes, Pitágoras había viajado a Síbaris con Orestes y Cleoménides, sus discípulos más aventajados por aquel entonces. La comunidad pitagórica de Crotona había alcanzado tal renombre que muchos sibaritas acudían a ella con la esperanza de ser admitidos. Muy pocos lo conseguían, pues el carácter de los sibaritas y la mundanidad de su sociedad no cuadraba con el rigor y disciplina de la hermandad. Pitágoras finalmente ideó un modo intermedio de que siguieran sus enseñanzas y expuso sus ideas a las clases gobernantes de Síbaris. Les enseñaría la parte más ligera de la doctrina y de las reglas de comportamiento interno y externo. La aceptación fue excelente. Los sibaritas, sin necesidad de muchos sacrificios, podrían ser seguidores de Pitágoras, a quien consideraban de naturaleza divina.

—He de regresar a Crotona —anunció Pitágoras al cabo de unos días—. Pero Orestes y Cleoménides permanecerán con vosotros durante seis meses.

Aunque no se iba a establecer una comunidad en Síbaris, recibirían una atención preferente por parte de los maestros pitagóricos. También se acordó el envío frecuente de embajadas entre Síbaris y la comunidad crotoniata. El contacto sería especialmente estrecho entre Pitágoras y los miembros del gobierno sibarita.

Los siguientes años fueron delicados para la economía de Síbaris por las amenazas sobre sus rutas comerciales y sobre sus clientes más importantes. Persia invadió Egipto y amenazó Grecia. Unos años antes había invadido Fenicia y después el rey persa Darío había desviado las rutas comerciales del Mediterráneo oriental desde Grecia hacia Fenicia, ahora convertida en satrapía, una simple provincia de su imperio. Por su parte, Cartago, originalmente colonia fenicia, se había independizado de su madre patria y acaparaba las rutas comerciales del Mediterráneo occidental. A pesar de todo esto, Síbaris se aprovechó del auge general de la Magna Grecia y de las regiones periféricas, y sobre todo se benefició de la estabilidad política que Pitágoras había aportado a la región. El gobierno de Síbaris se volvió cada vez más partidario de Pitágoras y estrechó lazos con el resto de gobiernos pitagóricos, que no dejaban de crecer en número.

En aquella época, el joven Glauco acababa de heredar de su padre un imperio comercial. La muerte de su progenitor fue repentina, pero ya llevaba años enseñándole el negocio y haciéndole asistir a todas las reuniones. Gracias a eso, y a las notables dotes de Glauco, su gestión fue brillante desde el principio. Sin embargo, tuvo un momento crítico cuando se interesó tanto por el pitagorismo que descuidó sus responsabilidades sobre el negocio. Llegó a plantearse intentar ingresar en la comunidad de Crotona para dedicarse a la búsqueda de conocimiento. Sus socios se inquietaron y finalmente lo pusieron entre la espada y la pared.

—Puedes volverte tan asceta como quieras —le dijeron—. También eres libre de ingresar en la comunidad crotoniata y no abandonarla jamás. Pero antes de hacerlo, y por la memoria de tu padre, con quien tantos años trabajamos juntos, te pedimos que cedas el mando de todas las operaciones.

Glauco reflexionó durante dos semanas. Era un joven de fuertes pasiones y ambos extremos de su naturaleza lo llamaban con igual fuerza. No quería elegir, pero debía hacerlo. Al final concluyó que no iba a renunciar a sus inclinaciones más antiguas y establecidas.

«Tal vez la vida de la comunidad resultara demasiado dura para mí».

Decidió mantener sus ocupaciones y modo de vida sibaritas, y así se lo comunicó a sus socios, pero su pasión por las matemáticas no disminuyó. Encontraba un exquisito placer y una serenidad única cuando su mente se entregaba a los razonamientos más sutiles y complejos. Por eso intentó convencer al maestro Orestes de que se le permitiera el acceso a los conocimientos pitagóricos más elevados.

—Tus aptitudes son extraordinarias —le respondió Orestes—, pero los grandes conocimientos y descubrimientos de Pitágoras se desvelan sólo a los que dedicamos la vida a la hermandad.

Glauco inclinó la cabeza respetuosamente ante el maestro Orestes, aparentemente resignado; no obstante, pronto volvió a querer más de lo que se le permitía.

Llegó hasta donde pudo por sí mismo. Después empezó a pagar a cualquiera que afirmara poseer conocimientos que él anhelaba. Su palacio se llenó con una cohorte de sabios, magos y embaucadores con los que departía a diario. También instauró premios para quien le enseñara a avanzar un paso más. La cuantía ofrecida era tal que la noticia de aquellos premios atravesó rápidamente las fronteras de Síbaris.

Un día recibió la visita de Pitágoras. El venerable maestro desentonaba en el ambiente de lujo del palacio. Esperó a estar a solas con Glauco para tratar la delicada cuestión.

—Debemos anhelar no sólo la verdad, sino también la virtud —sentenció Pitágoras—. El conocimiento que se obtiene mediante oro, y no a través de un merecimiento virtuoso, puede apartarnos del camino recto y ser nefasto para nosotros y para nuestro entorno.

Aparte de aquella amonestación, el resto de la visita fue cordial. Pitágoras, en su papel de estadista, estaba interesado en mantener buenas relaciones políticas con Glauco, cuyo peso en el gobierno de Síbaris era muy relevante.

Glauco hubiera preferido actuar dentro de los límites y normas marcados por Pitágoras, pero le resultaba imposible. Sus apetitos carnales habían seguido creciendo al mismo ritmo que los intelectuales y ya le resultaba implanteable abandonarlo todo para ingresar en la comunidad de Crotona. Su único camino para llegar a conocer las más arduas verdades matemáticas y las leyes más íntimas de la naturaleza era ofrecer premios a quien le desvelara aquellos secretos. Los pitagóricos eran los mejores, pero no los únicos que obtenían resultados en el camino hacia la Verdad.

«La experiencia me ha enseñado a confiar en el poder del oro», pensaba Glauco por debajo de la sonrisa de resignación que dirigía a los maestros pitagóricos.

Gracias a su oro avanzó más de lo que Pitágoras hubiera deseado. A pesar de ello, pronto encontró murallas aparentemente insalvables. Pitágoras, en los grados más elevados de la hermandad, enseñaba que en última instancia todo estaba formado por figuras geométricas. También revelaba las propiedades y el modo de construcción de estas figuras. El dodecaedro era la figura más importante, pues resultaba ser el elemento constitutivo básico del universo. Glauco dedicó meses a estudiarlo, consultó a decenas de sabios y convocó varios premios al respecto. Fue en vano. Los secretos del dodecaedro estaban fuera de su alcance.

Sin embargo, había un secreto todavía más fascinante. Uno que destacaba sobre cualquiera. Parecía de una simplicidad pasmosa, pero se resistía a todos los esfuerzos de los hombres. Se trataba de la razón o cociente entre la longitud de una circunferencia y su diámetro —lo que mucho tiempo después se conocería como número Pi—. La búsqueda de ese cociente ocupó su mente durante años. Se convirtió en una obsesión de la que apenas se distraía durante los largos banquetes o mientras revisaba el estado de sus negocios. Glauco era un excelente ejemplo de sibarita: gordo, comilón, delicado y muy rico; no obstante, su mente poseía cualidades especiales más propias de un maestro pitagórico. Debido a ello, intentar demostrar una buena aproximación a aquel cociente le sumía en un estado de gozosa tensión mental, una especie de acercamiento prometedor al mayor clímax imaginable.

Con el tiempo descubrió que los pitagóricos tampoco sabían calcular ese cociente. Fue un descubrimiento agridulce. Por una parte lo desanimó saber que no podía seducir con su oro a un pitagórico para que, rompiendo su juramento de secreto, le revelara aquel enigma. Por otra parte, si conseguía descubrirlo sin ayuda pitagórica se colocaría en aquel asunto por encima del mismísimo Pitágoras, y la promesa de gloriosa catarsis que siempre había sentido estudiando el escurridizo cociente se transformaría en una realidad instantánea. Aquello lo elevaría, siquiera por un instante, a la categoría divina.

Hacía un año y medio su apasionada naturaleza había dado otro bandazo hacia el extremo contrario. Una soleada mañana descubrió a Yaco irradiando inocencia y sensualidad entre la mercancía de un mercado de esclavos. Lo compró sin regatear y lo convirtió en el centro de su vida, relegando sus intereses matemáticos —promesas esquivas y frustrantes— a la categoría de secundarios.

Con Yaco vivió un éxtasis largo y feliz. La vida consistía en navegar en el cielo de sus ojos y jugar a perderse en su piel de alabastro. Alcanzó una dicha tan perfecta que parecía eterna. Por eso el brusco final lo golpeó con tanta fuerza. Le hizo perder el rumbo, empezó a enloquecer y poco a poco se convenció de que el suicidio era una excelente alternativa, seguramente la única. Aquella idea, envuelta en brumas de alcohol y angustia, rondaba su cabeza desde hacía semanas y estaba a punto de fraguar.

Ahora, sin embargo, una simple mirada a la estatua de Zeus acababa de producir en su mundo un nuevo cambio. Toda la pasión perturbada que se había acumulado en su alma rompió tumultuosamente los límites que la contenían y se mezcló con sus viejas obsesiones. Las brumas se disiparon arrastradas por un vendaval de clarividencia y comprendió que su vida volvía a tener sentido. Todo su ser se impregnó de una determinación infinita al resurgir el viejo objetivo. Ya no tenía dudas. El camino sería sublime y su culminación le proporcionaría satisfacciones inconmensurables.

Cerró los ojos frente a la estatua, deslumbrado por la claridad de su visión. Experimentaba un anhelo vital, una necesidad imperiosa de dedicar cada segundo a su objetivo.

«Tengo que poseer, a cualquier precio, los secretos que hasta ahora se me han negado».