CAPÍTULO 43

24 de abril de 510 a. C.

La lluvia era incesante, hacía frío y llevaban mucho tiempo cabalgando al límite de la pobre yegua. La situación no era en absoluto agradable para Akenón… excepto por una circunstancia. Ariadna estaba en parte protegida de la lluvia por el hecho de ir detrás, pero también tenía frío y se abrazaba con fuerza a él. El bamboleo de la cabalgada hacía que el cuerpo de Ariadna se aplastara una y otra vez contra su espalda. Aunque eran sólo unos centímetros, resultaba suficiente para que Akenón sintiera intensamente el voluminoso pecho.

«Ay, Akenón, llevas demasiado tiempo de abstinencia», se dijo a la vez que intentaba ignorar la mullida sensación en su espalda.

—¡Ahí está la posada! —exclamó Ariadna señalando hacia delante.

Una masa difuminada por la lluvia fue cobrando nitidez según se acercaban. Se trataba de la misma posada en la que se habían hospedado cuando viajaron de Síbaris a Crotona. No había otro lugar para descansar en varias leguas, por lo que era probable que Atma se hubiese detenido allí. Akenón tiró de las riendas. Completarían a pie el último trecho. Al descabalgar se dio cuenta de que la yegua estaba tan exhausta que ni siquiera buscó dónde atar la brida. Durante el recorrido habían desmontado en todos los repechos y le habían permitido pararse a beber en dos ocasiones, pero aun así el pobre animal estaba al límite de sus fuerzas.

Se salieron del camino y recorrieron los últimos metros enfilando un lateral de la posada. Las dos únicas ventanas de aquella pared estaban cerradas. Al llegar al edificio, Akenón le hizo un gesto a Ariadna para que aguardara tras él y se asomó por la esquina.

«Nadie en el exterior».

Se volvió hacia Ariadna y se sorprendió al ver que ella había desenvainado su cuchillo y lo llevaba frente al cuerpo en una posición de defensa profesional.

—Preferiría entrar solo —dijo sabiendo lo que ella respondería.

Ariadna se limitó a negar con la cabeza y hacer un gesto de apremio.

—De acuerdo —no había tiempo para discusiones—. Ve en todo momento detrás de mí.

Akenón dobló la esquina y avanzó rápido y sigiloso hacia la puerta principal. Sabía que al otro lado del edificio estaban los establos. Le gustaría haber comprobado si el caballo de Atma se encontraba allí, pero eso hubiese implicado arriesgarse a que su presencia fuera detectada. Lo mejor era entrar cuanto antes dando por hecho que Atma estaba dentro de la posada. «Puede que con algún cómplice». Quería proteger a Ariadna, pero si ella sabía utilizar el cuchillo su ayuda podía resultar vital.

Desenvainó la espada, se giró hacia Ariadna y le preguntó con la mirada si estaba preparada. Los labios de ella temblaban, de frío o de miedo, pero sus ojos mostraban la misma decisión que una loba defendiendo a sus cachorros.

Akenón apoyó su mano libre en la puerta. Pretendía abrir con suavidad para poder echar un vistazo al interior antes de perder el factor sorpresa. La lluvia y el viento azotaban con fuerza, lo que le hacía pensar que nadie los habría oído aproximarse.

Dirigió una última mirada a Ariadna y empujó la puerta.