CAPÍTULO 42

24 de abril de 510 a. C.

Atma estaba llegando a su destino.

Apretó los ojos y después parpadeó intentando escudriñar el horizonte a través de la lluvia.

«Todavía no se ve», pensó nervioso sobre su montura.

Nada más alejarse de Crotona había aminorado del galope al trote. Además había superado los repechos al paso, y la última hora había estado más tiempo caminando que montado para reservar las fuerzas del caballo. «Dentro de poco tendrá que hacer un gran esfuerzo».

El espeso manto oscuro que se extendía en todas direcciones sobre su cabeza hacía presagiar que seguiría lloviendo mucho tiempo. «Mejor, así podré ir encapuchado sin llamar la atención». Pasarían varias semanas antes de que su pelo creciera lo suficiente para ocultar su condición de esclavo. En Crotona todo el mundo lo conocía y podía ir solo sin problemas, pero en cualquier otro lugar pensarían que era un esclavo fugitivo y lo detendrían.

Miró hacia atrás. No vio a nadie dentro de la reducida visibilidad que permitía la lóbrega mañana.

Avanzó durante un rato al trote con la cabeza agachada para protegerse del agua. Por su izquierda la vegetación pasaba como una nube oscura. A la derecha el mar grisáceo y embravecido resultaba sobrecogedor como una enorme amenaza. A pesar del entorno hostil, Atma se sentía cada vez más a salvo. Crotona quedaba ya muy lejos.

La posada se materializó ante sus ojos como una aparición. Era una construcción de piedra, de dos pisos de altura, con un amplio establo adosado al que se dirigió Atma. Bajó del caballo y entró llevándolo de la brida. Un mozo de unos quince años surgió rápidamente de la oscuridad y cogió las riendas admirando el magnífico ejemplar. Atma salió de nuevo al exterior, se aseguró de que la capucha le cubría hasta la frente y entró en la posada.

La posadera salía de la cocina en el momento en que Atma accedía al comedor. Contempló con prevención a aquel hombre que no se bajaba la capucha en el interior de la posada. No le gustaban los hombres que ocultaban la cara, y menos ese día que su marido estaba en cama aquejado de fiebres.

Se acercó a él con firmeza, procurando infundir respeto.

—¿En qué puedo ayudarte, viajero?

Atma la contempló un segundo. Era una mujer gruesa y colorada. Llevaba una jarra en el brazo derecho, colgando como si su dueña estuviera preparada para utilizarla de maza. Atma rehuyó la mirada.

—Busco a Hipólito.

«El otro encapuchado», se dijo la posadera. Tuvo un estremecimiento al recordar la mirada del hombre que se alojaba en la habitación del piso de arriba. Era lo único que había podido distinguir de su rostro en sombras. También recordaba con inquietud su voz, apenas un susurro áspero y oscuro. Tras darle su nombre, que ella imaginaba falso, le había indicado que cuando llegara un hombre preguntando por él lo hiciera subir inmediatamente.

—Te está esperando —le dijo al recién llegado—. Está en el piso de arriba. —Señaló con la cabeza hacia las escaleras—. Nada más subir, en la primera puerta de la derecha.

Atma agachó la cabeza y se apresuró hacia las escaleras. Mientras ascendía notó que su inquietud aumentaba un grado en cada escalón. Al llegar arriba se detuvo junto a la puerta e intentó serenarse, pero no lo consiguió. La inminencia del encuentro le producía una emoción demasiado intensa.

Inspiró profundamente, dudó un segundo más y abrió la puerta.