24 de abril de 510 a. C.
Atma abandonó el lujoso edificio de piedra y se despidió de los dos enormes guardias que custodiaban la entrada. Éstos lo miraron brevemente y después desviaron la vista sin dirigirle la palabra. No eran pitagóricos, por lo que para ellos Atma era sólo un esclavo.
«Seré un esclavo, pero soy rico».
Reprimió una sonrisa. No podía considerarse a salvo hasta que no abandonara la ciudad. Después dejaría que le creciera el pelo y se instalaría en otra región, y entonces nadie lo consideraría otra cosa que un ciudadano respetable.
Estaba caminando por una de las calles principales de la ciudad. Aunque era bastante temprano, el tránsito ya era considerable. Se tocó el pecho, echando en falta el documento que había guardado con tanto celo. Acababa de entregarlo y a cambio tenía algo mejor. Torció a la derecha y avanzó con la cabeza baja. Era absurdo, pero le parecía que todo el mundo adivinaba el contenido del pesado fardo que cargaba en el hombro derecho.
«Nadie puede saber que llevo encima una fortuna en oro», se dijo intentando tranquilizarse.
Notó que algo le rozaba la cara y levantó la vista. Comenzaba a llover. El color de las nubes indicaba que dentro de poco se desencadenaría una fuerte tormenta.
«Menos mal que ayer no llovió». Sonrió de medio lado, notando una sensación agridulce al recordar la pira funeraria ardiendo río abajo.
Llegó a su destino, una enorme caballeriza donde además de guardar caballos y bestias de carga se podía adquirir una buena montura. Pasó entre los mozos de cuadra y se dirigió directamente al encargado. En el pasado había tratado con él para comprar dos asnos para la comunidad.
—Salud, Ateocles.
El aludido se giró. Mostraba siempre la misma expresión desconfiada tras su barba espesa y un tanto descuidada. Hizo un esfuerzo y, como buen comerciante, consiguió recordar su nombre.
—Buenos días, Atma. Qué madrugador has sido hoy. ¿Quieres otro burro? Tengo mercancía excelente.
Atma respondió intentando aparentar tranquilidad. Quería abandonar la ciudad cuanto antes, pero debía evitar a toda costa levantar sospechas.
—Esta vez vas a hacer mejor negocio. —Los ojos de Ateocles se estrecharon con codicia—. Me encargan un caballo rápido y resistente, que pueda recorrer en una jornada el doble de distancia que un burro.
—Vaya, ¿quién tiene tanta prisa?
—Es para agilizar el intercambio de mensajes. Cosas de política, supongo —Atma encogió los hombros con fingida despreocupación y resistió el impulso de mirar hacia la entrada de las cuadras. Temía que en cualquier momento apareciera alguien para detenerlo.
—Muy bien, estoy seguro de que tengo lo que necesitáis.
Ateocles se internó en las caballerizas seguido de Atma. Al crotoniata se le notaba indeciso. Estaba maquinando cómo plantear la negociación. ¿Mejor empezar presentando una mala montura para poder subir el precio cuando Atma reclamara un animal mejor; o quizás era preferible mostrar su mejor caballo y pedir un importe muy alto para poder acabar consiguiendo una buena cantidad por una montura inferior?
Atma no podía perder tiempo negociando.
—Escucha, Ateocles, he venido tan pronto porque hoy tengo muchos encargos que cumplir. Si me enseñas ya tu mejor montura y pides un precio razonable, te pagaré con oro ahora mismo. Si no es así, me iré a continuar con mis tareas y volveré más tarde… a menos que encuentre una montura adecuada en otro lugar.
Ateocles se mordió con fuerza el labio inferior. No estaba acostumbrado a hacer negocios de ese modo, pero tampoco quería dejar escapar la oportunidad de hacerse con una buena suma de oro. Por otra parte, la actitud de Atma era bastante sospechosa.
«¡Pero por todos los dioses, habla de pagar inmediatamente y con oro!».
Eso también restaba importancia al hecho de que no le hiciera gracia que un esclavo le hablara así. Además, recordaba la primera vez que Atma le había comprado un burro. Al principio no le había hecho caso por ser un esclavo y Atma tuvo que irse sin que lo atendiera. Unas horas después se presentó un maestro pitagórico para explicar a Ateocles, con una inquietante mezcla de suavidad y firmeza, que Atma por encima de esclavo era un iniciado pitagórico, y que por lo tanto debía tratarle como al mismo Pitágoras. Ateocles no era pitagórico, pero como todo crotoniata sabía que Pitágoras era el hombre más influyente de la ciudad. «Y basta con verlo y escucharlo para saber que tiene trato directo con los dioses, si es que no es uno de ellos».
Jamás se le ocurriría volver a mostrarse desconsiderado con Atma.
Cinco minutos después, Atma trotaba por las calles de Crotona. En la transacción había incluido un par de alforjas donde ahora viajaba su recién estrenada fortuna de oro. El trato con Ateocles no había sido muy malo teniendo en cuenta la precipitación con que lo había cerrado.
«Este caballo es excelente», pensó regocijado. Se trataba de un animal joven, grande y muy fuerte. Nada que ver con la yegua de la comunidad.
La lluvia se había vuelto densa, de gruesos goterones, pero no hacía tanto frío como al amanecer. Entrecerrando los ojos para ver mejor a través de la lluvia, Atma distinguió a cien pasos el perfil borroso de la puerta norte de Crotona.
«Estoy a punto de conseguir mi sueño».
Se despreocupó de los transeúntes y lanzó el caballo en un poderoso galope.