24 de abril de 510 a. C.
Las cenizas estaban húmedas por el rocío, lo que indicaba que llevaban un tiempo frías. Akenón quiso asegurarse y hundió un dedo en medio de los restos de la pequeña fogata. Al sacarlo, frío y mojado, reflexionó mientras observaba el entorno. Estaba en el lugar en el que Atma había construido la pira. Había decidido iniciar la búsqueda desde allí. Por el estado de las cenizas sabía que la hoguera no había vuelto a avivarse desde que Ariadna y él se habían ido.
«Atma debe de haber pasado la noche en otro lugar».
El río avanzaba hacia el este, por donde apuntaban los primeros rayos de sol. Akenón dejó que le dieran en la cara mientras aclaraba sus ideas. Había salido de la comunidad antes de que amaneciera para que Ariadna no fuese con él. El hecho de que Atma se hubiera escapado significaba que ocultaba algo, y por lo tanto era muy posible que fuese peligroso, e incluso podía ser el asesino.
Se maldijo por no haberlo detenido e interrogado cuando había tenido ocasión. Aunque en el fondo sabía que no tenía sentido reprocharse aquello. Atma estaba en Crotona cuando se había producido el asesinato de Daaruk y también durante las horas previas. Era imposible que hubiese puesto el veneno en la torta. No había nada que hiciera sospechar de él… hasta el momento en que había desaparecido.
No le hacía gracia estar solo en medio del campo, buscando a un sospechoso de asesinato que además podía tener cómplices. Sin embargo, no tenía alternativa. Todavía no disponía de los hoplitas —los soldados de infantería pesada que Milón iba a proporcionarle—. No podía dar más ventaja a Atma quedándose en la comunidad hasta que los soldados llegaran. Demasiada le había concedido al no salir tras él la noche anterior, en el momento en que se enteró de que no había regresado a la comunidad. Pero estaba tan cansado que no habría podido mantenerse alerta. En esas condiciones habría sido un suicidio salir en mitad de la noche él solo, o con la ayuda de inofensivos pitagóricos, a perseguir a un sospechoso de varios asesinatos.
«Espero que haber retrasado unas horas su persecución no tenga consecuencias negativas».
Dedicó unos minutos a inspeccionar el suelo arenoso y húmedo del entorno. No encontró un rastro claro que seguir. Probablemente Atma se había alejado manteniendo los pies dentro del agua. En ese caso no habría indicios de su presencia hasta el punto donde hubiera salido. Y si había elegido una zona rocosa para abandonar el agua, entonces no habría ningún rastro. Miró hacia ambos sentidos del río y comenzó a andar por la orilla en dirección al mar. Si Atma se había alejado tierra adentro sería casi imposible que lo localizara. Lo mejor era recorrer el terreno por donde resultaba más fácil distinguir un rastro.
«Y de paso igual encuentro los restos de la pira funeraria».
En una mano llevaba las riendas del único caballo de la comunidad. Era una yegua blanquecina, con la cola y las crines grises, algo mayor pero todavía fuerte. La había escogido en vez de un asno para poder ir tras Atma con la mayor rapidez en caso de encontrar alguna pista.
Un par de veces se encontró con que el río formaba un pronunciado recodo. Confió en que la barca se hubiera detenido allí, pero no hubo suerte. Tampoco detectó rastro alguno. Siguió avanzando mientras pensaba en los candidatos a la sucesión.
«Los cuatro que quedan de los seis iniciales», se recordó amargamente. Sólo faltaba que Pitágoras hiciera el análisis interno de Aristómaco y completara el de Hipocreonte para poder descartarlos completamente.
De repente la vio.
La barca se había desviado de la corriente central al golpear contra unas piedras y había encallado en unas raíces muy cerca de la orilla. Akenón aceleró el paso. Aquello ya no era la estructura que la noche anterior sobresalía metro y medio sobre la superficie del río. La parte de la embarcación más cercana al agua no se había quemado, pero sus bordes habían desaparecido. El interior contenía cenizas humeantes que no parecían abultar mucho desde donde estaba Akenón.
«¿Habrá caído el cuerpo al agua?».
Con creciente inquietud, se apresuró hacia la barca sin dejar de buscar en el terreno algún rastro de Atma.
«Quizás ha pasado por aquí antes que yo y se ha llevado los restos de Daaruk».
Soltó las riendas de la yegua y recorrió los últimos metros estirando el cuello, intentando distinguir el contenido de la embarcación.
Ariadna se acercó preocupada a un grupo de hombres que salía de los jardines de la comunidad.
—Evandro, ¿has visto a Akenón?
El recio maestro se detuvo, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Todas las mañanas dirigía el ejercicio de un grupo de discípulos. Realizaban unas danzas dóricas que para ellos tenían carácter sagrado.
—No, no lo he visto. —Evandro oteó alrededor, buscando a Akenón, y de repente recordó algo—. Debe de estar recuperando las cenizas de Daaruk. Tu padre se lo pidió ayer.
Ariadna se esforzó por sonreír.
—Gracias, Evandro.
Continuó hacia la entrada de la comunidad. Tres hombres hacían guardia en el lado exterior del pórtico. Ariadna pensó que distaban mucho de parecer un obstáculo para un asesino armado.
—Salud, hermanos.
—Salud, Ariadna.
—¿Habéis visto a Akenón?
—Se fue con la yegua por el camino del norte, media hora antes del amanecer.
Ariadna reflexionó durante unos instantes. De repente creyó comprender lo que había ocurrido y empezó a enfadarse.
—¿Sabéis si Atma regresó anoche?
—Nosotros llevamos de guardia desde dos horas antes del amanecer, y durante nuestro turno Atma no ha pasado por aquí.
—De acuerdo. Gracias.
Ariadna dio la vuelta y se apresuró hacia la habitación de Atma. Estaba casi segura de que iba a descubrir que no había pasado la noche en la comunidad. Akenón debía de haberse enterado antes que ella. «Por eso se ha marchado sin avisarme».
Entendía que Akenón se hubiera ido solo, pero eso no evitaba que estuviera furiosa con él.
Las raíces en las que había encallado la barca estaban a un par de metros de la orilla. En cuanto metió los pies en el agua, Akenón comprobó que en ese punto cubría bastante más de lo que había supuesto. Se detuvo y buscó la manera de acercarse. Finalmente tuvo que dar un pequeño rodeo esquivando raíces.
Con el agua por la cintura, puso una mano en el borde requemado y se inclinó para asomarse al interior. De repente le sobrevino un mareo intenso y tuvo que afirmar bien las piernas en el fondo del río para no caerse. Se agarró con ambas manos al borde de la barca y apoyó la frente en un brazo. «Por Osiris, ¿qué me ocurre?». Cerró los ojos con fuerza. La respiración se le había disparado y su cabeza se estaba llenando de imágenes en rápida sucesión.
Lo único que pudo hacer fue contemplarlas.
Eran de su pasado, de hacía catorce o quince años. Cartago atravesaba un largo período de sequía que comenzaba a causar estragos entre la población. En el último año y medio había fallecido la décima parte de los habitantes y casi la mitad de los animales domésticos. Como recurso extremo para terminar con la sequía, se decidió llevar a cabo el rito conocido como molk: un holocausto en honor del dios Moloch.
Cincuenta bebés menores de seis meses iban a ser sacrificados.
Para no ofender al dios con un acto injusto ni soliviantar a algunos sectores de la sociedad, los pequeños serían escogidos al azar entre toda la población. Inmediatamente comenzó la compraventa de niños. Las familias ricas que habían sido seleccionadas para entregar a sus hijos compraron bebes de entre los pobres y los entregaron a los sacerdotes en lugar de sus propios hijos. Aunque aquello era ilegal y sacrílego, se pagaron los sobornos necesarios para que todos los reemplazos prosperaran. Los primeros bebés se intercambiaron a cambio de pequeñas fortunas, pero enseguida corrió la voz y algunas familias que se morían de hambre vendieron a sus críos por poco más que nada.
A pesar de haber más oferta que demanda de bebés, se dieron varios casos de secuestro. Algunos niños fueron arrancados de los brazos de sus madres en plena calle. A Akenón lo contrataron para encontrar al hijo único de una familia de pequeños comerciantes. Lo habían tenido hacía cuatro meses, tras catorce años de matrimonio, cuando ya pensaban que no lograrían descendencia. Intentaron proteger a su pequeño manteniéndolo dentro de la vivienda en todo momento, pero acabó siendo raptado con la colaboración del cocinero de la casa, como averiguó Akenón tras interrogar a todos los sirvientes. Siguiendo esa pista dio con la familia de aristócratas que lo había comprado. Trató de dialogar con ellos, pero se negaron a recibirlo. Entonces reunió más pruebas y acudió a uno de los magistrados que supervisaban la selección y el transporte de los bebés. Quedaban pocas horas para el holocausto. El magistrado escuchó a Akenón con mucho interés y le dijo que estuviera esa tarde en el lugar donde iba a tener lugar el gran sacrificio.
Al atardecer, Akenón salió de la ciudad y caminó junto con cientos de cartagineses hasta una construcción de gran tamaño. Tenía forma rectangular, altas paredes de piedra y carecía de techo. Akenón nunca había estado allí. Cruzó una de sus puertas y contempló con espanto el interior del recinto consagrado a Moloch.
Sobre una plataforma de mármol se alzaba la estatua de bronce del dios. El temible Moloch estaba sentado en la plataforma con las piernas cruzadas. Aun así su altura era cinco veces superior a la de un hombre. Tenía forma humana hasta llegar al cuello. Su cabeza era de carnero y entre los cuernos enroscados lucía una corona dorada. Los brazos estaban pegados al cuerpo, los antebrazos extendidos y las palmas de las manos hacia arriba. El vientre abierto de Moloch era como el hogar de una chimenea descomunal. Llevaba horas siendo alimentado y contenía una capa de brasas incandescentes de más de un metro de profundidad. Akenón vio que dos sacerdotes se acercaban hasta donde les permitía el calor infernal. Desde allí arrojaron al interior un par de cestos de hierbas aromáticas. Ardieron al instante, generando una espesa humareda que subió por el cuerpo hueco y escapó por los ojos y las fauces abiertas del dios carnero.
Moloch tenía hambre.
Frente al dios estaba el altar principal, recubierto de inmaculado lino. Muy pronto se teñiría con la sangre de cincuenta bebés. Tras degollarlos, los sacerdotes irían colocando a los pequeños en las manos anhelantes de Moloch. De la espalda del dios colgaban dos gruesas cadenas que pasaban a través de los codos articulados y llegaban a las manos. Cuando hubiera un bebé en ellas, varios sacerdotes tirarían de las cadenas haciendo que el dios se llevara las manos a su boca abierta.
Los pequeños caerían en el interior al rojo vivo de Moloch.
«Espero poder irme antes de que comience el holocausto», pensó Akenón entornando los ojos.
Empezó a avanzar entre la multitud con dificultad. Cientos de tambores y trompetas producían un estruendo continuo con intención de ahogar el llanto estridente de los bebés. La mayoría de la gente parecía hechizada. Tenían la mirada clavada en Moloch y bamboleaban el cuerpo al ritmo de los tambores.
El olor dulce del incienso llegó hasta Akenón y arrugó la nariz. Dentro de poco se extendería un olor muy diferente.
En las primeras filas del público se colocaban los padres que habían entregado a sus hijos por el bien de Cartago. Algunos parecían serenos y otros hacían todo lo posible por contener el llanto. Manifestar dolor al entregar un hijo a Moloch se consideraba una afrenta al dios. Estaba prohibido y el infractor se exponía a una pena severa.
Muchos cartagineses se mostraban esperanzados. Rezaban fervorosamente juntando las manos y agachando la cabeza, o extendían los brazos hacia el dios y lo aclamaban a gritos. La ciudad había sufrido mucho y quizás Moloch se apiadaría ante la devoción y el sacrificio de sus servidores.
Los magistrados estaban muy ocupados dando instrucciones. Los bebés comenzaron a pasar de las manos de los funcionarios custodios a las de los sacerdotes, retorciendo sus pequeños cuerpos como si supieran lo que estaba a punto de ocurrirles.
El cuchillo ceremonial resplandecía sobre el altar mayor.
A veinte metros de distancia, apenas visible en las sombras del muro occidental, Akenón distinguió al magistrado al que había expuesto el caso. Le estaba mirando y le hizo una seña en cuanto establecieron contacto visual. Acto seguido desapareció detrás de una pequeña gradería de madera. Akenón fue tras él. Nada más adentrarse entre las sombras notó un fuerte golpe en la nuca y se desplomó. Un segundo atacante se agachó sobre su cuerpo y lo apuñaló en la espalda, a la altura del corazón.
Llevar una cota de cuero grueso y que el asesino no fuera un buen profesional fueron los dos factores que le salvaron la vida. El cuero contrarrestó parte de la fuerza del golpe y el cuchillo resbaló a lo largo de las costillas, limitándose a rajar la carne de su espalda.
Cuando recuperó la consciencia estaba empapado en sangre pegajosa y le costaba respirar. Tras varios intentos angustiosos, consiguió ponerse en pie y salir de debajo de las gradas. La noche estaba avanzada. El sacrificio había terminado y no había nadie más en el recinto. Moloch, el dios voraz, estaba haciendo a solas la digestión de los cincuenta bebés. Uno a uno habían sido degollados y sus cuerpos arrojados al vientre incandescente, donde ahora humeaban los restos carbonizados.
Akenón avanzó en la oscuridad arrastrando los pies. Subió a la plataforma dejando un rastro de sangre. El olor hizo que sintiera una arcada. Apretó los dientes y se obligó a acercarse más, recordando que sus clientes estaban en su casa, anhelando que apareciera con su hijo.
Moloch resultaba inmenso desde tan cerca. Todavía desprendía muchísimo calor. Akenón contempló el contenido de la enorme tripa de bronce. Estaba aturdido y no conseguía enfocar bien, sólo distinguía un relieve difuso recorrido por fantasmales oleadas rojizas. Poco a poco su vista se volvió nítida y los bultos informes se convirtieron en manitas, piernas, cabezas…
Akenón se tambaleó sintiendo que iba a enloquecer. Una carita estaba vuelta hacia él como si le pidiera ayuda.
«¿Será el bebé de mis clientes?», se preguntó cayendo de rodillas. Por su rostro horrorizado descendían dos surcos de lágrimas.
Un minuto más tarde, la pérdida de sangre hizo que se desvaneciera frente a Moloch.
El día después del sacrificio, Akenón despertó en casa de sus clientes. Habían enviado a dos siervos al recinto y al encontrarlo inconsciente lo trasladaron allí para curarlo. Les dijo que no había podido salvar a su hijo. Aunque ya lo imaginaban, con la confirmación se deshicieron en un llanto desgarrador.
Akenón abandonó la casa en cuanto pudo ponerse en pie. Acudió a Eshdek, el fenicio más poderoso que conocía y para quien había trabajado en un par de casos. Deseaba venganza. Eshdek se esforzó en convencerlo para que se olvidara del asunto. El niño ya había muerto. Todo lo que él podía hacer por Akenón era ponerlo bajo su protección para evitar que el magistrado corrupto rematara su faena.
Unas semanas más tarde aquel magistrado falleció de muerte natural. Akenón pudo olvidarse de la idea recurrente de asesinarlo, pero nunca olvidaría los cuerpos a medio carbonizar de aquellos bebés.
La imagen se desvaneció y se encontró de nuevo con el agua hasta la cintura. Estaba encorvado, con la cabeza apoyada en el borde de la barca. Parpadeó varias veces, aturdido, y después respiró profundamente intentando disipar la amarga desazón.
Cuando por fin se asomó dentro de la barca, todo era negro: cenizas, alguna esquina de tronco a medio quemar… e innegables restos de ser humano. Los contempló un rato sin tocarlos y de pronto distinguió algo de otro color.
«¿Qué es esto?», se preguntó alargando una mano.
Lo rozó superficialmente, con aprensión, y apareció el brillo del oro. Era el anillo de Daaruk, todavía encajado en un dedo que había perdido casi toda su carne. Ascendió con la vista y vio que los huesos carbonizados de la mano desaparecían a la altura de la muñeca, debajo de los restos de algunos troncos. Los apartó con cuidado y pudo apreciar el resto del brazo, desgajado del hombro. Parecía que en algún momento de la noche el armazón de madera, al irse quemando, se había hundido en su parte central debido al peso del cuerpo. Probablemente entonces algunos troncos habían caído sobre el cadáver, que ya debía de estar muy quemado, y ahora era más difícil distinguir los restos de madera de los de ser humano.
Salió del río y cogió una manta que llevaba en la yegua. Antes de regresar a la barca echó otro vistazo al terreno.
«Aquí no ha estado Atma».
Se metió en el agua, extendió la manta sobre la popa de la barca y comenzó a colocar en ella restos humanos. Al coger un fémur vio que colgaban del hueso algunos jirones de carne abrasada.
«Tampoco es necesario que sea muy minucioso», pensó con asco.
Había comenzado por la parte de abajo del cuerpo. Al llegar a las manos se quedó un momento pensativo. Después extrajo con cuidado el anillo de oro y le dio vueltas entre los dedos. Estaba un poco deformado debido al calor, pero el símbolo del pentáculo se conservaba íntegro. Lo sopesó un momento en la palma de la mano, mirando hacia los restos de Daaruk que reposaban sobre la manta.
Finalmente guardó el anillo en el bolsillo interior de su túnica.
Al llegar a la comunidad, Akenón desmontó y saludó distraído al grupo que vigilaba la entrada. Cruzó el pórtico llevando a la yegua de las riendas. A lo lejos divisó a Ariadna, que estaba andando en su dirección con expresión furibunda.
«Vaya, parece que me va a caer una reprimenda».
Cuando Ariadna estaba a pocos pasos, Akenón se detuvo y fue a alzar una mano en gesto conciliador. La llevaba dentro de la túnica, y al moverla se dio cuenta de que tenía entre los dedos el anillo de oro de Daaruk.
«El oro es la causa más frecuente de los crímenes», pensó de pronto.
Inmediatamente se estableció en su cabeza una asociación de ideas tan clara que casi pudo oír el ruido que hacían las piezas al encajar.
En ese momento Ariadna llegó a su altura:
—¿Se puede saber…
Akenón la detuvo con un ademán perentorio.
—¡Rápido, monta conmigo! —exclamó a la vez que saltaba sobre el lomo de la yegua.
Extendió una mano hacia Ariadna, que lo miró desde el suelo desconcertada.
—Debemos ir a Crotona inmediatamente —urgió Akenón—. Puede que estemos a punto de atrapar al asesino de Daaruk.
Ariadna agarró con fuerza el antebrazo de Akenón y se colocó detrás de él. Akenón espoleó inmediatamente a la yegua. Cuando llegaron a la entrada se cruzaron con Evandro y Akenón tiró de las riendas.
—Evandro, entrégale esto a Pitágoras —sacó de las alforjas un hatillo cuidadosamente empaquetado—. Son los restos de Daaruk.
Evandro sostuvo el hatillo con aprensión. Antes de que pudiera responder, Ariadna y Akenón galopaban hacia Crotona.