23 de abril de 510 a. C.
Los pitagóricos solían dedicar un tiempo a la meditación en solitario antes de que se pusiera el sol. Aquel día Pitágoras decidió hacerlo en la misma habitación en la que había muerto Daaruk. Por allí habían ido pasando todos los miembros de la comunidad para rendir homenaje al maestro extranjero… hasta que Atma se había llevado el cuerpo. La mente de Pitágoras estaba llena de dolor e interrogantes. Lo que más lo desconcertaba era la consciencia de que uno de sus discípulos más cercanos, con el que había tratado casi a diario desde hacía más de veinte años, había sido un desconocido para él en aspectos muy relevantes.
Daaruk iba a ser el primer iniciado en la hermandad incinerado en lugar de enterrado. A Pitágoras le resultaba incomprensible que las creencias y costumbres de la familia de Daaruk hubieran prevalecido sobre la doctrina.
«¿Lo habrá hecho por respeto a su familia o por sus propias convicciones?».
Sus ojos recorrieron la mesa y se detuvieron en donde había estado cenando el malogrado discípulo antes de caer al suelo. Lamentaba no haber tenido tiempo para analizar en profundidad el interior de Daaruk. Era la primera vez que realizaba un análisis tan exhaustivo a los candidatos a sucederle. Semejante análisis era un acto extremo, casi se podía decir que agresivo, que sólo se justificaba en unas circunstancias tan excepcionales como las actuales. El objetivo del análisis había sido descartar cualquier implicación en el asesinato de Cleoménides pero, al ser un escrutinio tan minucioso, a Pitágoras no se le hubiera escapado un secreto de la magnitud del que ocultaba Daaruk.
Durante la cena había completado el análisis de Evandro y de Orestes. Ambos quedaban totalmente descartados como sospechosos. Además, Orestes se perfilaba con nitidez como el mejor candidato a sucederlo. El futuro de la orden podía quedar a salvo en sus manos.
Al pensar en Evandro y Orestes le vino a la mente un viaje de hacía quince años. Había visitado las comunidades de Tarento y Metaponte y después iba a recorrer la región de Daunia. Tenía la costumbre de hacer que lo acompañaran en esos viajes algunos de sus discípulos más destacados para que adquirieran experiencia política, algo imprescindible en los futuros dirigentes de la hermandad. En esta ocasión lo acompañaban Evandro, Orestes y Daaruk. Los dos primeros llevaban diez años con él y eran maestros desde hacía tres o cuatro años. Daaruk sólo llevaba cinco años en la hermandad y acababa de obtener, de un modo inusualmente rápido, el grado de maestro. Aquel era su primer viaje con Pitágoras.
Se encontraban haciendo un descanso en lo alto de un promontorio. Sus burros pastaban apaciblemente a poca distancia. Pitágoras estaba sentado en una roca y los tres discípulos se habían acomodado frente a él. Tras ellos, como era habitual, se agrupaban decenas de hombres y mujeres de las localidades vecinas.
—Maestro —dijo un hombre sentado al fondo del grupo—, ¿por qué dices que no hay que hacer sacrificios animales? ¿No nos exponemos así a desairar a los dioses?
Pitágoras respondió con su voz fuerte y pura.
—Hombres y animales compartimos la misma alma. Formamos parte de la única y divina corriente de vida que impregna el universo. En la medida de lo posible, no debemos matar animales, ni para sacrificarlos ni para comerlos. Los dioses —dijo sonriendo—, se ven honrados por un sacrificio sincero, aunque la ceremonia se realice con granos de maíz, hierbas aromáticas o figuras de animales hechas de pasta.
Daaruk miraba a Pitágoras sin pestañear, absorbiendo con avidez cada palabra. Evandro y Orestes habían asistido con frecuencia a discursos similares, pero él no estaba acostumbrado. Además, al acceder al grado de maestro había empezado a ser instruido en algunas de las cuestiones más profundas de la doctrina, y cuantos más conocimientos adquiría más sentía que necesitaba.
—¿No puedo dar de comer carne a mis hijos? —preguntó una mujer con preocupación.
—No sólo puedes, sino que debes —le respondió Pitágoras con una sonrisa tranquilizadora—. La restricción de comer carne no debe afectar al crecimiento de tus hijos. La sabiduría suele hallarse en el punto medio, y éste se encuentra donde por producir un beneficio no se ocasiona un perjuicio.
Daaruk asintió para sí mismo. El maestro insistía en no matar animales de modo gratuito, pero no era radicalmente contrario a alimentarse de ellos. Era cierto que en los grados más altos de la orden casi nunca probaban la carne, pero en gran parte se debía a que ésta estimulaba los instintos primarios y nublaba el entendimiento. La dieta vegetariana servía para elevar el espíritu y disponer de un pensamiento más claro y preciso.
Pitágoras continuó hablando a los presentes. Les dijo que con el alma inmortal podían comunicarse con los animales del mismo modo que con las personas. Después elevó el rostro hacia el sol y cerró los ojos. Los congregados lo contemplaban admirados tanto por la energía que irradiaba como por sus palabras. No comprendían todo lo que decía, pero sentían que, del mismo modo que se abre un claro entre las nubes, aquellas grandes verdades traspasaban las tinieblas de sus espíritus confusos. Al cabo de un rato vieron que el maestro comenzaba a silbar una melodía mirando al cielo. Era como si imitara las notas más graves de un instrumento de viento. Todos se sintieron reconfortados.
De repente alguien chilló. Una sombra caía rápidamente sobre Pitágoras. El maestro extendió un brazo y se produjo una exclamación unánime de asombro. Un águila de gran envergadura se posó en el antebrazo de Pitágoras. Sus garras de uñas curvas y afiladas se cerraron sobre la carne, haciendo sólo la fuerza necesaria para sostenerse. El maestro susurró suavemente y acarició la nuca del animal, que agachó la cabeza agradeciendo la caricia. Un minuto después, en medio de un silencio de respiraciones contenidas, el águila rozó con su pico el hombro de Pitágoras y se alejó con un aleteo poderoso.
La noticia de que los animales salvajes obedecían a Pitágoras se extendió con rapidez por aquellas tierras.
—Se hace llamar Pitágoras —decían los lugareños—, pero en realidad es la encarnación del dios Apolo.
Dos días después, mientras se adentraban en la región de Daunia para predicar la doctrina, ya no eran decenas sino cientos las personas que lo seguían por los caminos.
Varios hombres se le acercaron cuando caminaba junto a sus discípulos.
—Maestro Pitágoras, permite que me postre a tus pies —dijo uno de ellos arrodillándose.
Era un hombre de unos cuarenta años, delgado y de ademanes inseguros. Su túnica raída y sus pies descalzos revelaban que era pobre. Evandro se adelantó y lo ayudó a levantarse. Estaba acostumbrado a que los hombres se comportaran como si el maestro fuera un dios.
—Hermano —dijo Pitágoras—, no me des un trato que no me corresponde, háblame como a un igual.
—Muchas gracias, maestro —respondió el hombre, aunque mantuvo la mirada en el suelo—. Queríamos pedirte… —hizo un gesto hacia sus compañeros, tan pobres y nerviosos como él—, que visitaras nuestra aldea. No es una población importante ni rica, pero la mayoría de los habitantes llevamos años esforzándonos por ajustar nuestra vida a tus enseñanzas. Muchos viajamos cada vez que podemos a la comunidad de Metaponte para escuchar a los maestros que residen allí.
Se calló bruscamente y permaneció con la cabeza agachada.
—Guiadnos —respondió Pitágoras—. Seguiremos vuestros pasos.
Los aldeanos se pusieron en marcha en medio de reverencias y grandes muestras de alegría. Dos de ellos se adelantaron para anunciar su llegada. Pitágoras, que se había dado cuenta de que Daaruk lo había mirado con extrañeza, se giró hacia Evandro.
—Dinos, Evandro, ¿por qué nos dirigimos hoy a esta pequeña población y no a una gran ciudad?
—Porque el poder es sólo un instrumento de la orden, maestro.
La rápida respuesta de Evandro hizo sonreír a Pitágoras, que amplió la contestación para los oídos de Daaruk.
—Así es. El poder nunca debe ser un fin, sino el instrumento con el que lograr que el mayor número de personas viva de acuerdo a los principios en los que creemos.
Orestes, que caminaba tras ellos, frunció el ceño y desvió la vista al suelo. En su juventud había ejercido de político en Crotona y había utilizado el poder para enriquecerse. Hacía tiempo que se había convertido en una persona diferente, pero seguiría lamentando aquello todos los días de su vida.
Pitágoras continuó hablando.
—La hermandad controla el gobierno de varias ciudades. Por esa razón nos tratan con tanto respeto las autoridades de toda la región y algunas de las personas que nos siguen por los caminos. Pero la mayoría de nuestros adeptos, como los habitantes de la aldea a la que nos dirigimos, sólo buscan la verdad en nuestra doctrina. Estos hombres vienen a nosotros en busca de iluminación, debemos satisfacer su anhelo de vivir según nuestros principios de justicia y superación.
Prosiguieron el camino en un silencio reflexivo. A Pitágoras le inquietaba el efecto que el poder podía llegar a ejercer sobre sus discípulos. La hermandad se había vuelto tremendamente influyente en pocos años. Eso significaba que él tenía un enorme peso político, pero también que sus discípulos ganaban autoridad en la sociedad. A fin de cuentas, representaban a una organización que dirigía varias ciudades, incluyendo a sus ejércitos.
«Algún día uno de ellos me sucederá».
Quien heredara su posición obtendría todo su poder político.
«Debo formar no sólo los mejores maestros, sino también los mejores gobernantes —sonrió mientras observaba de reojo a sus jóvenes maestros—. Afortunadamente quedan muchos años para pensar en retirarme».
El recuerdo de aquel viaje había hecho sonreír a Pitágoras. Sin embargo, su sonrisa se desvaneció rápidamente.
«Uno de los tres discípulos que me acompañaban acaba de ser asesinado».
Sus otros dos acompañantes, Evandro y Orestes, eran precisamente a los que había podido realizar la noche anterior el análisis completo. Quedaban descartados como posibles sospechosos.
«¿Quién será el asesino de Daaruk?».
Siguió pensando en el resto de candidatos. El análisis de Hipocreonte había quedado a medias, pero la impresión obtenida confirmaba sus conclusiones previas: Hipocreonte era un excelente maestro, con una marcada aversión hacia la vida pública pero completamente devoto. Además, le había faltado realizar el análisis de Aristómaco, al que consideraba su discípulo más transparente y por tanto libre de sospecha; y el análisis de Daaruk, cuya muerte había destapado una faceta de él que nunca había imaginado.
Pitágoras se removió en el asiento. «¿Algún otro discípulo guardará secretos semejantes?», se preguntó inquieto. Debía acabar el análisis de Hipocreonte y realizar el de Aristómaco cuanto antes.
Volvió a pensar en Atma. En estos momentos estaría a punto de prender fuego a la pira funeraria. El cuerpo de Daaruk se convertiría en cenizas. Cerró los ojos y negó con la cabeza. Al menos esperaba tener la ocasión de enterrar las cenizas. No lo había hablado con Atma, pero sobre eso no pensaba dar su brazo a torcer. Daaruk sería incinerado, de acuerdo, pero también enterrado con toda ceremonia.
El siguiente pensamiento dibujó en su frente arrugas de preocupación. Había pedido a Akenón que recuperara las cenizas de Daaruk…
«Aunque tenga que enfrentarse a Atma».