23 de abril de 510 a. C.
Atma secó el sudor de su frente con el borde de la túnica. Después contempló el estado de los preparativos. Recordaba vagamente la única vez que había asistido a esa ceremonia. Tenía cinco años. Estaba en las orillas del río Ganges. Varios hombres y mujeres se afanaron durante un día entero en realizar el arduo trabajo que ahora estaba completando él sin ayuda de nadie.
Atma no recordaba bien lo que ocurrió durante aquella única observación infantil; sin embargo, conocía perfectamente el ceremonial gracias a la detallada y repetida enseñanza que había recibido de la madre de Daaruk, a la que él siempre había considerado su propia madre. La mujer nunca quiso renunciar a su cultura de origen, e intentó que Daaruk y Atma la mantuvieran viva en su interior. Como Daaruk se unió pronto a la hermandad pitagórica, la mujer se centró en Atma y dedicó miles de horas a transmitirle creencias, idioma y ritos.
«Pero nunca imaginé que llevaría a cabo el ritual funerario —pensó Atma consternado—. Y menos aún que lo haría con mi amado Daaruk».
La noche anterior, cuando llevaba un rato velando el cadáver junto a Pitágoras, recordó de pronto lo que debía hacer. Fue como si una voz le hablara desde el más allá sacándolo de un sueño profundo, urgiéndolo a darse prisa. Sin decir una palabra salió de la casa del filósofo y se dirigió a su habitación. Antes de entrar se aseguró de que no lo había seguido nadie. Después se encerró dentro, apartó la cama y escarbó frenéticamente hasta desenterrar dos documentos. Le iban a resultar vitales en las siguientes horas. Los contempló un momento antes de ocultarlos bajo la túnica.
«Son la llave de mi futuro».
Aquellos documentos protegían celosamente su contenido con un sello de cera, que en ambos casos mostraba el mismo símbolo esotérico: un pequeño pentágono en cuyo interior estaba inscrita una estrella de cinco puntas.
A continuación, Atma recorrió apresuradamente la comunidad hasta llegar al almacén, situado junto a los establos. Era una construcción sencilla y amplia, con paredes de adobe, estrechas ventanas y el suelo de arena. Como encargado de las reparaciones de la comunidad y de la compra de materiales, Atma sabía perfectamente que allí encontraría lo que necesitaba.
«Lo complicado será sacarlo de la comunidad».
Recorrió el interior con la vista. Sabía que acabaría llamando la atención. Antes de que eso sucediera debía avanzar todo lo posible.
Los restos de una pequeña barca de pesca estaban apoyados contra una pared. Hacía muchos años que no se utilizaba. La habían llevado al almacén con la idea de repararla más adelante, pero acabó siendo olvidada. La comunidad tenía dinero más que suficiente para comprar el pescado que consumían. Atma se acercó a la maltrecha embarcación y la examinó. Decidió que serviría para su propósito. Seleccionó también una vasija de cerámica, alta y con tapa, llena con una mezcla de aceites que se utilizaba como combustible para las lámparas. Por último añadió cuerdas, telas y otros materiales y salió al exterior en dirección a los establos.
Ahora, mientras rememoraba esto junto al río, empapó un paño grueso en la vasija que tenía a sus pies. Después se encaramó a la estructura de madera que había preparado. El cuerpo de Daaruk yacía en su parte superior. Empezó a untarlo con una sustancia viscosa. Daaruk parecía tranquilo y Atma lloró de nuevo mientras acariciaba su rostro.
La noche anterior nadie le había puesto objeciones cuando entró en los establos. Sin embargo, al salir tirando de una mula a la que había enganchado un carro acudieron a la carrera dos grupos de hombres.
—¡Alto! ¿Dónde vas?
Al darse cuenta de que era Atma se quedaron desconcertados, pero siguieron bloqueándole el paso.
—Tengo que prepararlo todo para la ceremonia fúnebre de Daaruk.
—¿Qué ceremonia? —lo miraron extrañados—. De eso se ocupará Pitágoras, y no se necesita ningún carro.
—Esto es muy sospechoso —intervino un tercero—. Lo mejor será que lo llevemos con Akenón o con Pitágoras y que les dé explicaciones a ellos.
Atma soltó las riendas.
—Llevadme con Pitágoras.
Caminó escoltado entre aquellos improvisados guardias como si estuviera detenido. Al llegar donde el filósofo, Atma se adelantó y habló antes que nadie.
—Pitágoras, tengo que hacer los preparativos para ocuparme del cuerpo de Daaruk. —Extrajo de su túnica uno de los documentos, poniendo mucho cuidado para no cometer el terrible error de enseñarle el otro—. Aquí puedes ver cuáles son las disposiciones de Daaruk al respecto.
Pitágoras, sentado junto al cuerpo de Daaruk, se levantó y cogió el documento. Lo contempló con extrañeza. Estaba doblado de forma que no podía leerse el contenido sin romper su sello de cera.
—Sí, es de Daaruk —musitó tras examinar el símbolo en relieve del sello. Después miró a Atma—. ¿Lo abro?
Atma asintió y Pitágoras quebró el sello. Desdobló el documento y comenzó a leerlo. Su rostro pasó rápidamente de la curiosidad a la incredulidad.
Cuando llegó al final estuvo a punto de soltar un exabrupto, pero consiguió reprimirse. Volvió a sentarse y se quedó mirando a un punto indefinido del suelo mientras reflexionaba.
—Atma —dijo con la voz teñida de pena—, déjame cinco minutos solo.
Se volvió hacia los demás.
—Salid todos.
Atma dudó unos instantes. Pitágoras no podía oponerse. Él conocía perfectamente el contenido del documento y sabía que no había posibilidad de dobles interpretaciones. Finalmente decidió seguir a los demás hombres y abandonó la habitación.
Pitágoras estaba perplejo. Daaruk decía en aquel documento que, en caso de muerte, quería que su cuerpo fuera tratado según las costumbres de su región de origen, y que fuese Atma quien se ocupara de todo. Pitágoras sabía lo que significaba eso. Algo a lo que la doctrina pitagórica se oponía frontalmente.
«Incineración».
Movió lentamente la cabeza de un lado a otro. La incineración no era una práctica rara entre los griegos, pero en la hermandad seguían otro procedimiento, el único coherente con sus creencias, y enterraban a sus muertos.
Tras muchas dudas, Pitágoras decidió respetar la voluntad de Daaruk. La única condición que impuso fue que Atma no se llevase el cuerpo hasta la mañana siguiente. Así podrían realizar durante la noche la ceremonia de homenaje al difunto.
Atma accedió. «Eso no descuadra mis planes». Cargó el carro con todos los materiales que necesitaba y salió de la comunidad sin que nadie se lo impidiese.
Había dos kilómetros hasta el río. Los hizo a pie, con la mula avanzando pesadamente tras él. Al llegar descargó el carro y utilizó la barca como base para la pira funeraria. Dedicó la noche a montar el armazón. El cielo estaba despejado y la luna brillaba lo suficiente como para no tener que encender una hoguera.
Cuando el sol apareció en el horizonte, Atma siguió trabajando sin descanso. A media mañana la estructura de madera se alzaba un metro por encima de la barca. Entonces regresó para recoger el cuerpo de Daaruk, rezando para que Pitágoras no hubiese cambiado de idea.
Las miradas que recibió al atravesar la comunidad fueron más de desconcierto que reprobatorias.
«Me da igual lo que piensen».
Era obvio que su futuro en la hermandad se había truncado, pero él había entrado allí por Daaruk. Ahora carecía de sentido seguir fingiendo que le interesaba el pitagorismo. De hecho, si todo salía como estaba previsto, aquella sería la última vez que ponía los pies en la comunidad.
Llevaba muchas horas realizando un trabajo pesado y acusaba la falta de sueño, por lo que pidió a Pitágoras que le proporcionara un sirviente para ayudarlo con el traslado del cuerpo. Pitágoras, comprometido a cumplir la frustrante última voluntad de Daaruk, designó al mozo de cuadras. El muchacho dio un respingo al enterarse, pero obedeció sin rechistar. Entre él y Atma colocaron a Daaruk sobre el carro. Atma aprovechó para coger más madera y se dirigieron al río.
El sirviente quiso regresar en cuanto terminaron la descarga.
—Enciende una hoguera y después llévate la mula y el carro —le dijo Atma—. Yo volveré andando cuando termine.
El chico asintió, hizo lo que le pedían y se alejó presuroso. Deseaba llegar a la comunidad para realizar un ritual de purificación por haber estado en contacto con la muerte.
Por la tarde, Atma se ocupó del cuerpo de Daaruk. Tras desnudarlo, lavó cada centímetro de su piel y después lo vistió con la túnica y las mismas cintas de tela que había utilizado en casa de Pitágoras. Durante todo el proceso no dejó de canturrear salmos en su idioma natal. Luego depositó el cuerpo en lo alto de la pira y lo ungió minuciosamente con la sustancia viscosa.
Estaba ocupado en esa tarea cuando descubrió que Akenón y Ariadna lo habían localizado. Se encontraban detrás de él, en la linde del bosque, y de momento se limitaban a observarlo.
«Por los dioses, espero que me dejen acabar».
Llevaba un pequeño cuchillo en la túnica, pero no tenía experiencia en usarlo como arma. Intentó darse prisa ungiendo el cuerpo. Sus manos se volvieron torpes e inseguras y tuvo que hacer una pausa para intentar serenarse.
«Media hora —pensó angustiado—. Sólo necesito media hora más sin que nadie se acerque».
Miró hacia atrás conteniendo la respiración.
Akenón avanzaba hacia él.