23 de abril de 510 a. C.
El hombre saltó sobre su caballo, el mejor de la ciudad, y se lanzó al galope hacia la comunidad pitagórica. En pocos minutos alcanzó el gimnasio, lo bordeó y continuó directo hacia la entrada principal sin reducir la velocidad.
Los tres discípulos que hacían guardia junto al pórtico se alarmaron al verlo acercarse. Levantando una nube de polvo, un enorme corcel volaba hacia ellos cabalgado por alguien tan grande que hacía que el caballo pareciera un potro. Llevaba ambos brazos desnudos y sus músculos tenían el doble de tamaño que los de un hombre normal.
En cuanto estuvo un poco más cerca lo reconocieron. Esto tuvo el efecto de que se pusieran más nerviosos. Siempre lo habían visto tranquilo, a la vez fanfarrón y divertido. Ahora tenía el rostro sudoroso y desencajado. Parecía asustado, y eso era algo inaudito en Milón de Crotona, yerno de Pitágoras, seis veces campeón de lucha en los Juegos Olímpicos, destacado miembro del Consejo de los 300 y general en jefe del ejército de Crotona.
—¿Dónde está Pitágoras? —preguntó sin descabalgar.
Su montura se revolvió, agitada por la carrera. Los hombres retrocedieron unos pasos.
—En una sala de la escuela —señaló uno de ellos—. Con los maestros.
Milón espoleó su caballo y atravesó impetuosamente el pórtico de la comunidad.
Pitágoras no esperaba a Milón en ese momento. Estaba rodeado por sus discípulos más avanzados y había cerrado los ojos. Alrededor de treinta maestros escuchaban la música que ejecutaba uno de ellos, el más hábil con la cítara. La música tenía para ellos funciones mucho más elevadas que el mero disfrute estético. Pitágoras les enseñaba a curar con ella las enfermedades del cuerpo y de la mente. La utilizaba con frecuencia para sanar, tranquilizar y consolar. Por medio de cánticos, danzas y melodías aprendían a modular las emociones y a purificar el alma. Las actividades musicales eran muy frecuentes en su día a día. Esa tarde estaban sirviendo para unirlos más que nunca frente a la adversidad y consolarlos de la dramática pérdida de otro de los suyos.
Cuando Milón traspasó el umbral de la sala, Pitágoras notó su presencia y abrió los párpados. Con una mirada le indicó que aguardara fuera. Quería proteger a los demás de la angustia que había visto en los ojos de su yerno.
Salió a reunirse con él y se dirigieron hacia el jardín bajo la declinante luz de la tarde.
—Maestro —dijo Milón en cuanto estuvieron a solas—, vengo directamente del Consejo. Hemos estado reunidos ocho horas y casi todo ese tiempo Cilón ha estado lanzando ataques contra la orden, contra ti y contra Akenón.
Pitágoras asintió animándolo a continuar. Las invectivas de Cilón no eran una novedad, pero nunca había visto a Milón tan preocupado y eso era inquietante.
—Calo, esa rata apestosa, le ha prestado un buen servicio con sus redes de informantes. Cilón era el único de todos los consejeros que sabía a primera hora que Daaruk había sido asesinado, y ha utilizado esa información con habilidad. Tengo que decir, maestro, que nunca había sentido una oposición tan fuerte en el Consejo.
—Supongo que te refieres a los que no son miembros de los 300.
—¡No sólo al margen de los 300! Hoy ha logrado aplausos de casi la mitad de los setecientos marginados, como él llama a los miembros del Consejo de los Mil que no pertenecen a los 300; pero además varios de los 300 han mostrado un cierto acuerdo con alguna de sus retorcidas argumentaciones. Eso es insólito, y puede significar una brecha que nuestro peor enemigo es muy capaz de aprovechar.
Pitágoras se detuvo junto al pequeño estanque y reflexionó unos instantes.
—Estamos en un momento político delicado —concedió con gravedad—, pero el grado de oposición que has visto hoy no refleja la base de los sentimientos del Consejo. Ciertamente Cilón es hábil avivando las emociones negativas, sobre todo cuando cuenta con nuevos argumentos. Por ello tenemos que hacer dos cosas a partir de ahora. Lo primero es recuperar el afecto del Consejo. Entre los 300 no creo que vaya a haber problema. Son iniciados y eso los coloca por encima de la influencia profunda de Cilón. Mañana acudiré al Consejo para dirigirme a los setecientos que Cilón llama marginados, pero que no hay que olvidar que en su momento estuvieron de acuerdo en que los 300 gobernaran sobre ellos. Verás como en el fondo permanece esa conformidad. No te preocupes por este punto.
Milón asintió, mucho más sereno. La presencia de Pitágoras y la seguridad de su argumentación siempre lo tranquilizaban.
—Lo segundo que tenemos que conseguir, a toda costa, —prosiguió Pitágoras—, es evitar nuevas muertes. Además de ser tragedias terribles, son armas políticas muy peligrosas. Sobre este respecto, por cierto, Akenón quería hablar contigo. Quiere que designes quince o veinte soldados de tu completa confianza para vigilar la comunidad y poder encargarles otras misiones que entrañen peligro. Desde anoche tenemos grupos de discípulos haciendo guardia alrededor de la comunidad. Se han presentado voluntarios, pero apenas servirían para dar la voz de alarma. Ni siquiera tenemos espadas, y eso, como bien sabes, no debe cambiar entre los discípulos residentes. —Suspiró antes de concluir—. Akenón también quiere unos hombres asignados específicamente a protegernos a mí y a cada uno de los grandes maestros.
Milón lo miró inquisitivo. Pitágoras siempre se había opuesto a que dentro del recinto de la comunidad patrullaran hombres armados.
—Sé que supondrá una perturbación del espíritu de la orden —dijo Pitágoras respondiendo a su mirada—; pero, dadas las circunstancias, la prioridad debe ser conseguir que no haya más desgracias y atrapar al asesino.
Milón asintió con aire marcial y Pitágoras abordó otro asunto desagradable.
—Esta mañana todos los residentes rindieron homenaje a Daaruk. Mi intención era que los de fuera pudierais hacerlo entre esta tarde y mañana; sin embargo… Atma se llevó el cadáver hace un par de horas.
Milón apenas pudo reprimir una exclamación de sorpresa. Las normas y costumbres dictaban que se lavara, ungiera y arreglara el cadáver, se le rindiera homenaje durante un día y después se lo enterrara y tuviera lugar el banquete fúnebre. ¿Qué era eso de que Atma se había llevado el cuerpo? ¿A dónde? ¿Para qué? ¿Cómo era posible que se lo hubiesen permitido?
Pitágoras suspiró con fuerza y negó con la cabeza en una insólita manifestación de contrariedad, por lo que Milón contuvo sus preguntas sin atreverse a ahondar en aquel evidente motivo de disgusto.
—Hablaré con Akenón, maestro. ¿Dónde puedo encontrarlo?
Pitágoras miró hacia el camino del norte antes de responder.
—Akenón partió hace una hora con Ariadna. Se fueron en busca de Atma.