CAPÍTULO 31

23 de abril de 510 a. C.

Los recuerdos de la noche anterior mantenían a Ariadna ensimismada sobre su montura.

Akenón cabalgaba a su lado y de vez en cuando la miraba con preocupación. El burro que la llevaba avanzaba por instinto, sin recibir instrucciones. Ariadna no conseguía apartar de su mente dos escenas que continuaban sobrecogiéndola. La primera era la imagen del gran maestro Daaruk desmadejado en el suelo, con la cara ensangrentada y espuma saliendo de su boca.

«Sólo el azar evitó que aquel cadáver fuera Daaruk y no mi padre».

La segunda imagen que la torturaba era la que había visto tras entrar de nuevo en casa de su padre, alertada por aquel grito espantoso. Tirado junto al cuerpo de Daaruk había otro hombre. Su cara estaba apoyada contra el pecho del maestro envenenado. Llevaba el pelo muy corto, lo que revelaba su condición de esclavo. El tono de su piel era muy oscuro, todavía más que el de Daaruk. Al levantar la cabeza mostró un rostro desencajado por el dolor y arrasado de lágrimas. Sus ojos se encontraron con los de Ariadna y pronunció unas palabras en un extraño idioma. Después elevó los brazos al cielo y lanzó de nuevo aquel espeluznante alarido.

El esclavo se llamaba Atma. Había sido comprado por los padres de Daaruk cuando tenía sólo tres años para que sirviera a su hijo. No obstante, lo trataron casi como a otro miembro de la familia, hasta el punto de que Atma sintió que tenía en ellos unos padres y un hermano, aunque sin olvidar por ello su diferente condición. Tenía cinco años menos que Daaruk, por lo que contaba con seis años cuando Daaruk, con once, se trasladó con su familia a Crotona desde Shravasti, la capital de Kosala. Su función fue servir y entretener a Daaruk hasta que éste ingresó en la comunidad pitagórica. Entonces pasó al servicio de su madre; sin embargo, visitó a Daaruk a diario, demostrando que su dedicación a éste iba más allá de la relación entre amo y esclavo.

Hacía cinco años, hubo una epidemia de fiebres en la región que se cebó con los enfermos y los ancianos, como eran entonces los padres de Daaruk. Ambos murieron en el intervalo de una semana. Desde ese momento, Atma y Daaruk no tenían otra familia y su relación se estrechó. Afortunadamente, Atma pudo pasar las pruebas requeridas para entrar en la comunidad y se convirtió en un discípulo oyente. Lo habitual era estar tres años de oyente y después intentar ascender al grado de matemático, pero Atma llevaba ya cinco años como discípulo oyente y no tenía ningún interés en subir de grado. Su único objetivo era estar cerca de Daaruk.

En la hermandad las reglas sociales eran diferentes que en el exterior. No había otros rangos que los asociados al grado alcanzado dentro de la orden. Los esclavos seguían siéndolo fuera de las fronteras de la comunidad, pero no dentro. Atma podía haber llevado como discípulo la misma vida que el resto de residentes; sin embargo, su principal voluntad seguía siendo servir a Daaruk. Como éste no quería utilizarlo de sirviente particular, le encomendaba tareas necesarias para la comunidad. Desde hacía un tiempo Atma se ocupaba de las pequeñas reparaciones, incluyendo adquirir en el mercado de Crotona los materiales necesarios. Las horas previas al asesinato había estado comprando en Crotona hasta que se hizo de noche. Había regresado media hora antes de la muerte de Daaruk; es decir: era de los pocos miembros de la comunidad totalmente libre de sospecha.

Cuando regresó de Crotona, lo primero que hizo Atma fue descargar la mula. Luego se despidió del sirviente que lo había acompañado y fue a su habitación, que compartía con otros tres discípulos. En ese momento no había nadie y pensó que debían de estar acabando de cenar. Él había comido algo antes de abandonar Crotona y estaba cansado, por lo que decidió tumbarse en el camastro. Igual hasta se saltaba la lectura que se realizaba después de la cena.

Nada más tumbarse oyó revuelo a poca distancia. Se asomó al patio interior y vio al egipcio salir a la calle apresuradamente. Delante de él caminaban dos sirvientes a los que iba empujando. Le pareció que eran Eudoro y Cabírides, aunque no estaba seguro. En el momento en que salían de su ángulo de visión vislumbró un fugaz reflejo metálico en las manos del egipcio.

«¿Qué demonios está haciendo?».

Permaneció un rato dando vueltas en su pequeña habitación. El egipcio, en los pocos días que llevaba en la comunidad, había cenado varias veces con Pitágoras y alguna vez también con su amo Daaruk.

«¿Estará ahora con él?».

Debía tranquilizarse. Se sentó en el camastro y estuvo un rato controlando la respiración y los latidos como le habían enseñado en la comunidad. Cuando abrió los ojos, le pareció ver un resplandor anaranjado procedente del patio y salió de su cuarto abandonando todo propósito de templanza.

Un grupo de hombres marchaba velozmente portando antorchas. A las puertas de una habitación había otro grupo. Se acercó a ellos apresuradamente.

—¿Qué sucede? —se suponía que al ser oyente él no podía hablar si no era interrogado, pero las reglas le importaban muy poco en ese momento.

Los hombres se volvieron hacia él. Al reconocerlo, unos fruncieron el ceño y otros bajaron la vista sin que ninguno respondiera. Atma había oído la palabra «muerto» al aproximarse a ellos. Se quedó un momento indeciso, sintiendo que su aprensión se multiplicaba, y salió corriendo a buscar a Daaruk.

En el exterior había numerosos grupos con antorchas. Por un momento a su atemorizada mente le pareció que iban a quemar la comunidad. Miró hacia la derecha. A cincuenta metros el egipcio y Ariadna hablaban entre ellos, cerca de la puerta de la casa de Pitágoras. Avanzó en esa dirección. Antes de que llegara, ellos comenzaron a alejarse sin darse cuenta de su presencia.

Accedió a la vivienda, traspasó el pequeño patio y entró en el comedor. Las venas de su cuello latían tan fuerte que creyó que iba a ahogarse. La habitación le pareció vacía… pero enseguida divisó a Pitágoras sentado a la mesa con el semblante demudado. Atma se paralizó. Nunca había visto una muestra de fragilidad en aquel hombre imponente. Pitágoras lo miró y Atma sintió un fuerte escalofrío: había un brillo de alarma en los ojos dorados del maestro.

Entonces lo vio.

Tirado en el suelo, el cuerpo agarrotado de Daaruk. Sangre y saliva espumosa recubriendo el amado rostro.

Algo se quebró en el interior de Atma y cayó sobre Daaruk sin ser consciente de que gritaba.

Ariadna estaba tan enfrascada en los recuerdos que por un momento perdió el equilibrio. Tuvo que apoyar ambas manos en el lomo del asno para no caer. El movimiento brusco hizo que reaccionara y tuvo la sensación de que despertaba. Se hizo repentinamente consciente de que Akenón cabalgaba a su lado y de que ella llevaba mucho tiempo comportándose como una sonámbula.

Se enderezó sobre su montura y apretó las mandíbulas. Sí, hubo un tiempo en que era débil, pero aquello había quedado atrás. Estaba orgullosa de haberlo superado, de ser como era. Dirigió a Akenón una mirada desafiante, diciéndole sin palabras que no creyese que era una mujer frágil por haber tenido un momento de flaqueza. Akenón la miró con seriedad en respuesta a su expresión casi agresiva, pero inmediatamente sonrió. Fue una sonrisa amable, comprensiva, un gesto de ánimo que no era en absoluto condescendiente. Ariadna sintió una corriente cálida en su interior y giró la cabeza antes de que esa sensación se reflejara en su cara. Rápidamente hincó los talones en su montura para que el animal se adelantara unos pasos.

Akenón continuó mirando a Ariadna durante un rato. ¿La había visto sonreír antes de ocultar su rostro? No estaba seguro. Ahora sólo veía su espalda y su pelo largo y ondulado, peinado con una cinta de tela negra ceñida a la frente.

El camino se estrechó y Akenón tuvo que mantenerse detrás de Ariadna. Al cabo de un rato, se irguió intentando ver lo que había delante de ella.

Estaban llegando a su destino.

Antes de la noche anterior Akenón sólo había visto a Atma un par de veces. A pesar de ello, los gritos del esclavo y su rostro desfigurado por el dolor se le habían clavado en el alma. Era evidente que Daaruk había sido para Atma mucho más que su propietario.

Akenón tuvo un estremecimiento al ahondar en los recuerdos.

Seguían sin pistas sobre el asesino, pero la causa de la muerte de Daaruk estaba clara, por lo que una hora después de su defunción decidieron levantarlo del suelo y colocarlo sobre la mesa del comedor de Pitágoras. El filósofo y Atma se quedaron velándolo mientras Akenón iba a inspeccionar la habitación del muerto. Ariadna no podía entrar en las viviendas reservadas a los hombres, así que se marchó a la escuela para empezar a interrogar a las cocineras.

La habitación de Daaruk era extremadamente austera. Aun así, Akenón tuvo la extraña impresión de que estaba demasiado pulcra, como si alguien hubiera hecho una limpieza a fondo. Parecía más bien el cuarto de alguien que ha llegado hace unos días y piensa irse pronto. Akenón se preguntó si los cuartos de los demás candidatos le causarían la misma impresión.

Le llevó sólo un minuto revisar la habitación. No encontró nada reseñable. Al regresar junto a Pitágoras descubrió con sorpresa que Atma tenía bastantes más pertenencias que Daaruk. Había traído de su propio cuarto una caja de madera y marfil que se cerraba con llave, y de ella había sacado ungüentos y unos lienzos largos y estrechos. Tenían dibujados extraños símbolos que Akenón no pudo reconocer. Atma los estaba utilizando para envolver el pecho y la cabeza de Daaruk. Mientras lo hacía, canturreaba en voz baja una hipnótica salmodia en un idioma desconocido.

A Pitágoras no le agradaba que Atma llevara a cabo ritos funerarios ajenos a la doctrina pitagórica, pero no daba muestras de ello. Aparentemente Atma había recibido de la madre de Daaruk profundas enseñanzas sobre la cultura de su país de origen. Pitágoras había decidido permitir que, hasta cierto punto, Atma fuera consecuente con aquella cultura. No obstante, en ese momento el filósofo no imaginaba que las discrepancias iban a intensificarse radicalmente poco después, ni que Atma iba a mostrarse sorprendentemente inflexible al respecto.

Akenón recordó los infructuosos interrogatorios de la larga noche y el establecimiento de turnos de vigilancia en el perímetro de la comunidad. Debido a la inevitable falta de experiencia de los improvisados vigilantes, él tuvo que pasarse toda la noche de un lado para otro, asegurándose de que el cerco se mantenía inexpugnable. Al amanecer seguían sin ninguna pista. Akenón, sabiendo por experiencia que el tiempo jugaba en su contra, en vez de descansar intensificó su actividad. Pasó la mayor parte del día organizando nuevos interrogatorios y controlando las patrullas de vigilancia. No había dormido ni un minuto en dos días. Ahora, en el preludio de una nueva noche, sentía los párpados pesados como el plomo mientras trataba de vislumbrar lo que había más allá de Ariadna.

La hija de Pitágoras se giró hacia él.

—Ya hemos llegado.

La montura de Akenón avanzó un poco más ascendiendo por una empinada cuesta. Al llegar arriba, el camino se ensanchó y pudo colocarse al lado de Ariadna. Ella se había detenido y observaba con los ojos muy abiertos.

Él miró en la misma dirección. Tras una pequeña bajada estaba el río, que descendía caudaloso. En la orilla más cercana se encontraba lo que habían ido buscando.

Akenón contuvo la respiración al contemplarlo.