CAPÍTULO 30

23 de abril de 510 a. C.

El consejero Cilón avanzaba satisfecho por las concurridas calles de Crotona. Llevaba el extremo de su larga túnica púrpura enrollado en el brazo izquierdo y el derecho descubierto. El sol de la mañana le daba directamente en la cara. Entornó los párpados, disfrutando de la sensación de calor en la piel.

«El tiempo mejora, igual que mi posición en el Consejo».

Sabía que en breve se le uniría alguien para acompañarlo a la sesión matinal. Desde que había ganado peso político eran muchos los que revoloteaban a su alrededor, zalameros, apostando por él para obtener algún beneficio de su renovada influencia.

—Cilón, buenos días.

«El primero».

Sonrió complaciente y se detuvo a esperar a Calo, un rico comerciante encorvado y enjuto de unos sesenta años, que disponía de la red de informantes más envidiada de toda Crotona. Era un aliado imprescindible a la vez que traicionero. Uno de esos miserables sin escrúpulos que tanto podían aportar y a los que Pitágoras nunca se acercaría.

—Te traigo una magnífica noticia que no creo que haya llegado aún a tus oídos.

—Si tú lo dices, Calo, no tengo ninguna duda de que así es.

Calo se frotó las manos, regocijándose, y Cilón se alegró de verlo tan contento. El pitagórico Consejo de los 300 había actuado en más de una ocasión contra Calo debido a que éste no tenía reparos en recurrir al pirateo para acabar con sus competidores. Que Calo estuviera contento no podía ser bueno para los pitagóricos.

El retorcido comerciante soltó de golpe su impactante información:

—Esta noche ha sido asesinado otro de los hombres de peso de la comunidad pitagórica.

—¡¿Quién?! —Cilón se atrevió a soñar con que fuese el mismísimo Pitágoras.

—Uno de los hombres de confianza de Pitágoras: Daaruk.

«El extranjero», pensó Cilón con desprecio.

Pitágoras tenía la desfachatez de rechazar a nobles crotoniatas y aceptar extranjeros, mujeres y hasta esclavos en su orden. Era un ultraje que incluso se hubiera hablado de que el tal Daaruk podía llegar a dirigir la hermandad, y por lo tanto gobernar sobre toda Crotona a través del Consejo de los 300.

«Aunque eso ya da igual». Lo importante era que estaba muerto, con lo que Pitágoras acababa de perder otro de sus pilares.

«Qué lástima que Daaruk no tenga familia entre la nobleza de Crotona. Hubiera sido perfecto que muriera Hipocreonte, que tiene varios hermanos consejeros».

En cualquier caso, no podía quejarse. Era magnífico tener un nuevo asesinato en la comunidad ahora que Pitágoras había asumido las funciones de la policía. Así quedaban en evidencia tanto Pitágoras como el egipcio Akenón, el gran investigador con el que el engreído filósofo pretendía detener al asesino de Cleoménides.

Pasó el brazo derecho por los hombros de Calo y lo puso a caminar junto a él.

—Cuéntame todos los detalles —dijo mostrando los colmillos en una sonrisa siniestra.

Mientras Calo relataba lo sucedido, Cilón entrecerró los ojos. La arenga que iba a dirigir al Consejo esa mañana sería arrolladora.

«Los 300 pueden empezar a temblar».