CAPÍTULO 29

22 de abril de 510 a. C.

Akenón apoyó la cabeza ensangrentada de Daaruk en el suelo y observó por un momento a todos los presentes. Pitágoras estaba paralizado con la mirada clavada en el cuerpo del discípulo caído. La consternación había petrificado su rostro. Los cuatro candidatos estaban de pie; habían retrocedido instintivamente y parecían aterrados.

Akenón se incorporó y se lanzó fuera de la habitación. Sus sentidos se habían agudizado. Extrajo el puñal y recorrió con la mirada el austero patio interior de la casa de Pitágoras.

«No hay nadie».

Atravesó el patio en dos zancadas, salió al exterior y echó a correr. Al llegar al edificio comunal más cercano entró sigilosamente, giró a la derecha y pasó por delante de varias habitaciones. Se detuvo junto a una puerta y escuchó durante unos segundos con todos los músculos en tensión. Era el cuarto de los sirvientes que se habían encargado de la cena. Se escuchaban susurros, pero no se entendía lo que decían. Akenón se apartó y hundió la puerta de una patada.

A la luz de una lámpara pudo ver a los dos sirvientes. Estaban sentados en sus camastros, mirándolo espantados como si fuera Tánatos, el genio alado de la muerte.

—¡Levantad!

Saltaron de los camastros inmediatamente, temblando de miedo ante aquel egipcio grande y violento que blandía un afilado puñal.

Akenón los examinó en un instante: dos hombres de mediana edad de constitución débil, desarmados.

—Venid conmigo.

Se miraron entre sí dudando.

—¡Rápido!

Los sacó de su cuarto y los condujo a empujones a través de la comunidad hasta llegar a la habitación del crimen. Allí seguían todos de pie, inmóviles y silenciosos, como si el tiempo se hubiera congelado al morir Daaruk.

Empujó a los sirvientes junto a Evandro, cuyo corpachón abultaba más que los dos hombres juntos.

—Ocúpate de que no salgan de la habitación.

Evandro parpadeó desconcertado, pero ya se estaba reponiendo. Colocó una manaza en el hombro de cada sirviente y los obligó a quedarse quietos en unas sillas.

Akenón se planteó darle el puñal a Evandro. Titubeó un segundo y lo descartó. Si los sirvientes intentaban huir o luchar, Evandro era más que capaz de reducirlos con su fuerza física. El puñal, sin embargo, podían arrebatárselo y conseguir una ventaja con la que ahora no contaban.

Salió de nuevo a la carrera. Al llegar a la calle se detuvo. Su mente estaba en alerta máxima. Era muy consciente de que en los minutos siguientes a una muerte violenta resultaba más probable que nunca ser herido o asesinado.

La luna resplandecía sobre su cabeza, a tres días de ser llena. Akenón avanzó unos pasos y volvió a detenerse. Inmóvil en mitad de la noche, contuvo la respiración y se concentró en la información que recibía del entorno a través de sus ojos y oídos. Podía ver con claridad hasta los límites de la comunidad. A su derecha tenía la silueta circular del Templo de las Musas, un poco más abajo el Templo de Hera y cerca de los setos el Templo de Apolo. No detectaba ningún rastro de actividad. Varias estatuas se erguían a lo largo de la comunidad. Las escrutó con la mirada, dudando si alguna sería en realidad alguien tratando de engañarlo; no estaba seguro de recordarlas todas. De repente oyó un apagado relincho a su izquierda. Se giró alarmado. Procedía de los establos. Aguardó un rato, pero no se repitió y supuso que había sido un ruido casual.

«Ha sido veneno. Pueden haberlo preparado hace horas».

Echó un último vistazo alrededor, frustrado, y regresó a casa de Pitágoras. Tenía que conseguir información caliente cuanto antes.

Los dos sirvientes seguían sentados, con las manos de un ceñudo Evandro aferrando sus hombros. Al verlo entrar, agitado y con el puñal en la mano, se encogieron como si pensaran que iba a ejecutarlos allí mismo.

Akenón evaluó por un momento la situación. El cadáver de Daaruk seguía en el suelo. La profunda herida de la ceja había dejado de sangrar. «¿Habrán utilizado el mismo veneno?». Resolvería eso más tarde. Pitágoras mantenía el control y esperaba que él le dijera qué hacer. Orestes e Hipocreonte intentaban calmarse pero su respiración seguía agitada. El más nervioso de los candidatos, Aristómaco, tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente mientras juntaba y separaba sus manos temblorosas.

—Pitágoras —dijo Akenón señalando a los sirvientes—, ¿puedes… analizarlos mientras los interrogo para saber si dicen la verdad?

El filósofo se colocó frente a los sirvientes sin responder. Su mente parecía estar muy lejos de allí.

—¿Sabéis algo sobre el asesinato cometido aquí esta noche? —preguntó Akenón.

Ellos negaron vigorosamente con la cabeza, ansiosos porque los creyeran. Akenón los observó detenidamente y finalmente asintió. No le hacía falta la confirmación de Pitágoras para saber que decían la verdad. Los sirvientes empezaron a dar confusas explicaciones y los detuvo alzando una mano.

—Había veneno en una de las tortas —lo comprobaría más tarde, pero todos los indicios apuntaban en esa dirección—. ¿Quién ha tenido ocasión de poner el veneno? Pensad bien antes de responder. Y tranquilizaos —añadió en tono amable—, no os va a suceder nada. —Por su experiencia en interrogatorios, sabía que la mayoría de la gente no es capaz de acordarse ni de su propio nombre cuando está sometida a mucha presión.

Uno de los sirvientes se apresuró a responder.

—Yo he cogido las tortas de una de las cestas grandes de la cocina. Las habían horneado haría una media hora, todavía estaban calientes. —Se quedó pensativo—. Se supone que sólo entran allí los trabajadores de las cocinas, pero puede entrar cualquiera. De todas formas —añadió rápidamente—, he comido una antes de servirlas. —Señaló con la cabeza a su compañero—. Eudoro y yo probamos todos los alimentos antes de que lleguen a la mesa de los maestros.

Pitágoras suspiró y negó en silencio. Había recalcado a los sirvientes que no hicieran eso.

—¿Has cogido las tortas que estaban encima de todas? —preguntó Akenón.

—Sí —el sirviente respondió con voz insegura, temeroso de haber cometido algún grave error.

Akenón se esforzó por entender lo ocurrido. Era imposible que el asesino supiera qué torta iba a comer Daaruk. Sin embargo, podía haber puesto la envenenada encima de todas. Así conseguía asegurarse de que se destinaba a la cena de la casa de Pitágoras. Aquello tenía toda la pinta de ser un intento de matar a cualquiera de los que se habían sentado a esa mesa.

«Incluido a mí mismo», pensó tragando saliva.

Se volvió hacia Daaruk, tirado en el suelo. Junto al cadáver había restos de comida que habían caído con él. Si el asesino era uno de los candidatos que quedaban vivos, tendría que haber marcado la torta envenenada para poder evitarla durante la cena. Ser el único comensal que no comía torta habría resultado muy sospechoso si después otro moría por una que contenía veneno.

Se levantó para examinar los restos de la torta de Daaruk. Instintivamente evitó dar la espalda a los grandes maestros. Si hallaba alguna marca en la torta envenenada, estaría seguro de que el asesino se encontraba en ese momento en la habitación.

Pitágoras observó a Akenón agachado junto al cuerpo de Daaruk, examinando con detenimiento los restos de la torta. «No sé qué pretende». Respiró hondo un par de veces intentando disipar la niebla de sus pensamientos. Escudriñar con tanta intensidad el interior de Evandro, Orestes e Hipocreonte —cuyo análisis no había completado— lo había agotado. Y ahora acababa de ver morir a otro de sus discípulos más cercanos.

El impacto había sido brutal, pero se obligó a reponerse al advertir lo afectados que estaban Orestes y Aristómaco.

«Soy su maestro, debo guiarlos con mi ejemplo».

Quizás uno de sus candidatos fuera el asesino —aunque él no lo creía así—, pero en todo caso el resto eran víctimas inocentes.

Se irguió y contactó con sus discípulos en silencio.

En ese momento, Akenón, acuclillado junto a Daaruk, negó con los labios apretados y se volvió resueltamente hacia él.

—Debemos interrogar ahora mismo a todos los trabajadores de la cocina, y a todo el que haya podido pasar por allí esta tarde.

Pitágoras asintió. Agradecía que Akenón se hiciera cargo de la situación.

—Me gustaría que Ariadna me ayudara con los interrogatorios —continuó Akenón—. Además hay que formar cinco grupos de al menos tres hombres cada uno. Un grupo debe ir a los establos y evitar que nadie pueda hacerse con una montura para escapar. Otro tiene que colocarse en la entrada de la comunidad y cortar el camino a Crotona. Y tiene que haber otro en cada uno de los laterales para evitar que nadie salte los setos y escape hacia los bosques. Probablemente sea tarde para atrapar al asesino, pero puede que tenga un cómplice en la comunidad. Si es así, tal vez se ponga nervioso al ver que comienzan los interrogatorios e intente escabullirse.

Pitágoras reflexionó unos instantes. Formar un cerco de patrullas y después hacer una batida por toda la comunidad parecía lo más acertado. Comenzó a repartir tareas para llevar a cabo el plan de Akenón. Tanto éste como sus discípulos se pusieron en marcha y se llevaron con ellos a los sirvientes. En un momento la habitación quedó vacía, sumida bruscamente en un silencio fúnebre.

Pitágoras, el maestro de maestros, se dejó caer en una silla.

El segundo de sus mejores discípulos yacía inerte a sus pies.

La comunidad estaba a punto de convertirse en un hervidero. Akenón entró en su edificio y atravesó a grandes zancadas el patio interior, todavía envuelto en la noche silenciosa.

«Esto se ha convertido en una cuestión personal. Seas quien seas, juro que te atraparé».

Se metió en su habitación y sacó la llave que llevaba colgada del cuello con un cordel; la hizo girar en la cerradura del arcón de madera y levantó la pesada tapa. La espada estaba encima de todo. Había ido a la cena armado sólo con su puñal para mantener las apariencias, aunque también porque lo prefería en caso de tener que luchar en una estancia reducida. Cogió la espada y la depositó en el suelo. Después rebuscó en el fondo del arcón y extrajo una bolsa de piel. Desanudó su cordón de cuero y seleccionó un pequeño saquito de entre decenas similares. Por último sacó un tubo metálico del tamaño de un dedo que utilizaba como pipeta.

Regresó al exterior con la espada colgando de la cintura. En cada lateral de la comunidad se veían antorchas.

«Bien. El perímetro está sellado».

Dentro de la comunidad circulaban varios grupos de tres o cuatro hombres yendo con antorchas de un edificio a otro. Sacaban de sus camas a los que iban a ser interrogados y los llevaban a la escuela. Allí había varias salas amplias donde tenerlos controlados.

A Akenón le vino a la cabeza el recuerdo de una redada a gran escala que había dirigido en el palacio del faraón Amosis. Aquella batida había resultado efectiva. «¿Lo será ésta?». Observó la actividad de la comunidad durante unos instantes. Recordaba los gritos airados de la redada en el palacio. Eso hacía que le resultara más chocante el silencio en el que aquí transcurría todo.

Volvió a centrarse en su propósito más inmediato y se apresuró a la casa de Pitágoras.

El filósofo estaba solo en la habitación del crimen, sentado frente a la mesa con una expresión insondable. Akenón se arrodilló junto a Daaruk. La sangre de su cara comenzaba a secarse. Seguía con los ojos abiertos y Akenón contempló su mirada vacía.

«¿Qué has tratado de decirme?».

Recordó la primera vez que se había reunido con todos ellos. Daaruk le había transmitido que lo ayudaría, que contara con él.

«Ojalá me hubieras dicho si sospechabas de alguien». Quizás Daaruk había averiguado quién era el asesino y eso le había causado la muerte.

La crispación de la agonía se había moderado en el semblante oscuro del discípulo extranjero. Ahora su expresión era más de sorpresa que de sufrimiento.

«Lo siento, Daaruk», pensó Akenón a la vez que cerraba sus párpados.

Abrió el saquito, cogió una copa y disolvió en agua un poco de polvo oscuro. Después llenó la pipeta con el preparado y dejó caer unas gotas en la mejilla de Daaruk, mojada de saliva y restos de espuma amarillenta. El preparado se volvió rojo en cuanto tocó los restos.

«Mandrágora».

Alrededor de Daaruk había trocitos de la torta que había estado comiendo, igual que en la mesa. Akenón se había fijado durante la cena y sabía que ése era el único alimento que había probado Daaruk. También había bebido agua, pero eso había sido varios minutos antes de caer envenenado. Akenón juntó los restos de la torta y echó varias gotas del reactivo que identificaba la mandrágora.

No hubo cambio de color.

«Debía de estar sólo en un punto de la torta».

Un pellizco de extracto de raíz de mandrágora blanca era más que suficiente para matar a un hombre.

Cogió de la mesa las tortas restantes y las desmigó. Llenó la pipeta de nuevo y goteó encima el preparado. No se produjo reacción.

«¿Por qué no envenenaron más tortas?», pensó extrañado.

En ese momento una exclamación ahogada detrás de él lo sobresaltó. Se giró a toda velocidad. Ariadna estaba en el umbral de la habitación con las manos en la boca. Akenón se adelantó un paso, pero ella corrió hasta Pitágoras y lo abrazó.

—¡Padre! —Se separó de él, mirándolo ansiosa—. ¿Estás bien?

Pitágoras la miró en silencio durante un segundo y después asintió. Ariadna volvió a abrazarlo.

—Es mejor que salgas fuera —dijo Pitágoras al cabo de un rato.

Ariadna se apartó y miró de nuevo al cadáver. La sangre en la cara de Daaruk hacía más violenta la escena. En la mente de Ariadna comenzaron a acumularse muchas preguntas, pero también quería alejarse de allí y abandonó la habitación seguida de Akenón.

Antes de salir, él se volvió hacia Pitágoras.

—Por mi parte ya se puede retirar el cadáver —hizo un gesto hacia Daaruk—. Lo han asesinado utilizando mandrágora blanca, el mismo veneno que con Cleoménides. He comprobado que estaba sólo en la torta de Daaruk.

Pitágoras hizo un imperceptible gesto con la cabeza y se quedó mirando a su discípulo muerto. Akenón pensó que era la primera vez que aparentaba la edad que tenía.

Al llegar al exterior, Akenón comenzó a poner a Ariadna al corriente de lo sucedido. Mientras hablaban se acercaron algunos grupos a pedirle instrucciones. Ariadna aprovechó para disipar de su mente la conmoción que le había producido ver el cadáver. En un primer momento había creído que aquel cuerpo ensangrentado era su padre.

—Tenemos que interrogar a mucha gente —dijo Akenón cuando el último grupo de hombres se alejó—. Me temo que va a ser una noche muy larga.

Comenzaron a andar en dirección a la escuela. En el aire flotaban los murmullos lejanos de algunas conversaciones tensas. De repente, un alarido agónico y prolongado estremeció la comunidad.

Ariadna se volvió espantada hacia Akenón.

—¡Viene de casa de mi padre!

Se dio la vuelta y echó a correr. Akenón desenvainó su espada y se lanzó tras ella.