CAPÍTULO 28

22 de abril de 510 a. C.

Ariadna abrió los ojos de golpe, interrumpiendo su meditación. Estaba en su dormitorio y acababa de tener un mal presentimiento sobre la reunión en casa de su padre. Alarmada, miró hacia la puerta. Sintió el impulso de acudir corriendo, pero consiguió reprimirlo. Habían quedado en que Akenón la avisaría después de la reunión para contarle lo que averiguaran sobre los candidatos.

Procuró controlar la respiración. El presagio seguía allí, mordiéndole las entrañas.

Se puso de pie y caminó descalza por el suelo de tierra. Hacia la puerta y luego hasta la pared contraria, en donde se detuvo. Sobre un soporte había colocado una lámpara de aceite achatada, de piedra negra con un fino veteado blanco. Por el orificio lateral surgía una débil llama cuya luz exigua no consiguió tranquilizar su ánimo.

—No tengo de qué preocuparme —susurró hacia la llama.

En realidad, ¿qué era lo peor que podía suceder? ¿Que uno de los grandes maestros resultara ser el asesino y usara la violencia para escapar? En ese caso sería una pelea de un hombre solo contra seis; sobre todo contra Akenón. Aunque el asesino estuviera armado, Akenón también lo estaba y permanecería alerta en todo momento. Además, era mucho más fuerte que cualquiera de ellos.

«Con la excepción de Evandro», se recordó.

Evandro era muy fornido y resultaba un rival casi imbatible en las competiciones de lucha. Pero también Akenón debía de ser un luchador extraordinario. Por otra parte, Ariadna estaba segura de que Evandro no era el asesino. Siempre le había parecido que tenía el carácter más abierto y noble de todos los grandes maestros.

Volvió a sentarse en la cama. Frente a lo que decía su inquieta intuición, lo más probable era que la reunión transcurriera pacíficamente. En cualquier caso, le daba mucha confianza que Akenón estuviera allí. La presencia de Akenón siempre le hacía sentir una extraña seguridad. Similar a la que experimentaba con su padre, pero con un matiz diferente. Su expresión se relajó, sus labios se distendieron e iniciaron una sonrisa. Al instante siguiente, sin embargo, su semblante recobró la seriedad. Cuanto más cercana se sentía de Akenón, con mayor fuerza experimentaba la necesidad de alejarse de él.

Volvió a mirar hacia la puerta.

«Esperaré media hora».

Se inclinó hacia delante y tanteó con una mano por debajo de la cama. Localizó unas alpargatas de esparto y las sacó. Las había comprado la tarde anterior, aprovechando que había ido con Akenón a Crotona para entrevistarse con algunos consejeros pitagóricos. Se habían repartido el trabajo y ella se reunió con Hiperión, el padre de Cleoménides. Cuando salió de su mansión todavía quedaba una hora para reencontrarse con Akenón. Necesitaba calzado nuevo, así que decidió aprovechar ese tiempo para acudir al mercado.

La acompañaron dos discípulos de su padre. No podían llevar armas, pero uno de ellos había sido soldado profesional durante varios años y el otro era un aficionado a la lucha de un nivel similar a Evandro. Al alejarse del barrio aristócrata, las calles se hicieron más estrechas e irregulares y las casas más pequeñas. Poco a poco desaparecieron las de dos pisos y las paredes de piedra. En los barrios de los artesanos y comerciantes las viviendas todavía tenían cimientos de piedra, pero sus paredes eran de ladrillo de barro cocido. No obstante, aún contaban casi todas con un patio interior, más o menos modesto dependiendo de la prosperidad de su dueño.

Ariadna recorrió las calles observando con agrado la amplia variedad de establecimientos. Gracias a su padre, la ciudad gozaba desde hacía muchos años de una notable prosperidad económica. No sólo llevaban varios años sin conflictos bélicos de importancia, sino que las relaciones con las ciudades vecinas eran excelentes, en gran parte debido a que muchas tenían también gobiernos pitagóricos. La bonanza se apreciaba en la cantidad de comercios y en la abundancia de la mercancía que exponían. Los talleres de un mismo gremio tendían a agruparse, a menudo dando nombre a la calle en la que se concentraban. Ariadna y sus acompañantes pasaron por delante de cuchilleros, ceramistas y caldereros con su mercancía presentada en el suelo o en toscas mesas y estantes. Un poco más allá, los alfareros mostraban tinajas y lámparas, así como tejas y canales de conducción.

Al entrar en la siguiente calle Ariadna arrugó la nariz. El olor acre revelaba la presencia de tintes, muchos de ellos tóxicos. Los propietarios y los compradores se congregaban frente a la mercancía para discutir sobre la calidad de los tejidos. Ariadna divisó, en el interior de los establecimientos, a varios trabajadores manipulando con esfuerzo rudimentarios telares verticales. La mayoría de talleres vendía sus productos en el mismo lugar donde los elaboraban, pero también había una nutrida presencia de vendedores ambulantes. Aunque estaban prohibidos en los barrios ricos, recorrían las calles populares voceando su mercancía, que ofrecían igualmente en los mercados, de casa en casa o de pueblo en pueblo. Raro era el día que no pasara uno por delante de cada vivienda, con sus liebres o gallinas, un surtido de cuchillos y vasijas, y una buena provisión de salchichas, aceite y quesos.

Ariadna se fijó en la gente y sonrió complacida. Le agradaba que en los barrios modestos la presencia de las mujeres por las calles fuera mucho mayor. Además, no iban rodeadas como las ricas de un séquito de esclavas. Como mucho llevaban una o dos para ayudarlas con los trabajos más duros. También había diferencia en la indumentaria. Los tintes eran caros y a los ricos les gustaba exhibir prendas coloridas, en ocasiones chillonas: túnicas rojas o de un intenso marrón dorado, peplos de rojo cereza o clámides violetas. Pero sobre todo, el color favorito de la aristocracia, siguiendo la moda de Atenas, era el carísimo púrpura extraído del múrice, un pequeño molusco marino. Los fenicios lo traían de Oriente y nadie que no fuese rico osaría comprar ni siquiera una capa corta teñida con él.

El pueblo llano que rodeaba a Ariadna en estos momentos vestía de blanco o de marrón. Sus túnicas eran sencillas y prácticas. Dejaban libre el brazo con el que trabajaban, y era frecuente que los pescaderos se enrollaran la prenda a la cintura y mostraran el torso desnudo. Casi nadie se adornaba con estampados o ribetes como los ricos. Apenas se veían broches o alfileres para sujetar las túnicas, y cuando los había nunca eran joyas ostentosas, sino prácticas piezas de cobre, bronce o madera.

Siguió caminando, contemplando todo sin detenerse. Le encantaba la intensa sensación de vitalidad que se respiraba en una ciudad grande como Crotona. Tenía alrededor de doscientos mil habitantes, frente a los sólo seiscientos residentes que había en la comunidad pitagórica. En Crotona sus sentidos de la vista, olfato y oído recibían tantas sensaciones que casi se saturaban, y eso era un agradable contraste con los diez años que había estado sin salir de la comunidad.

«Pero no podría vivir en una ciudad».

Aunque había cosas que le gustaban, jamás podría ni querría adaptarse a las normas y costumbres que regulaban los derechos y el papel de la mujer en la sociedad griega. Los griegos consideraban que la mujer era inferior al hombre en intelecto, carácter y moral. No debía intervenir en las conversaciones de los hombres y ni siquiera estaba bien visto que las mujeres se reunieran entre ellas. En muchos aspectos la mujer era equivalente a un niño. El marido ejercía la tutela sobre ella. Y si quedaba viuda, automáticamente pasaba a depender de su padre, de su hijo mayor o del nuevo esposo que el difunto marido hubiera señalado para ella.

Afortunadamente ella vivía en la comunidad, donde su padre había instaurado una situación muy diferente. Seguía habiendo algunas desigualdades, pero hombres y mujeres tenían un papel mucho más parecido. En la ciudad, Ariadna habría tenido que aprender a ser solícita y la habrían instruido exclusivamente en las labores domésticas para poder casarse adolescente y virgen con un hombre que rondara la treintena, cuando no con un viudo mayor.

Arrugó el entrecejo. En la comunidad a veces sentía que se asfixiaba, pero fuera de ella no sería aceptada. No pertenecía plenamente a ninguno de los mundos que conocía.

La calle se abrió de pronto a una plaza sucia y caótica que parecía haber sido el escenario de una terrible batalla. Un laberinto de tenderetes se desparramaba entre las ruinas de un gran edificio. Cientos de personas iban de un lado para otro sorteando restos de columnas tumbadas y pedestales vacíos.

El semblante de Ariadna se iluminó.

«Mi mercado favorito».

Allí se había levantado el primer gran gimnasio de Crotona. Entonces aquello eran las afueras de la ciudad, pero ésta siguió creciendo y terminó cercando aquel espacio con una maraña de calles angostas y viviendas miserables. El gimnasio fue abandonado por las autoridades de la ciudad, que para entonces habían hecho construir otros en entornos más adecuados. El expolio de material acabó haciendo caer paredes y techos y aquello se convirtió en una gran plaza en medio de los suburbios. Hacía de frontera entre los barrios modestos pero todavía dignos y otros donde directamente se hacinaban los habitantes que la ciudad había atraído pero después no había podido absorber.

Al otro lado del espacio abierto, Ariadna podía ver un manto irregular de viviendas medio desmoronadas. Allí no existían los cimientos de piedra ni los patios interiores. Las casuchas eran de adobe y una sola habitación, y después de cada tormenta había que reconstruir sus tejados de cuerda y cañas. Aunque no había talleres, los habitantes más resueltos se las apañaban para hacer algo útil con sus manos, sin apenas materiales ni herramientas. Con sus humildes productos acudían al mercado del antiguo gimnasio, como era conocido por todos.

Ariadna abandonó la seguridad de la calle que la había conducido allí y se internó con sus acompañantes en aquel espacio sin ley. A ese mercado no acudían los magistrados encargados de que se cumplieran las normas comerciales. Cada vendedor se instalaba donde podía y la mayoría de los intercambios se realizaban mediante trueque.

—Señora, noble señora, mirad qué joyas tengo.

Ariadna se giró hacia una vendedora gruesa y desdentada, indicando con un gesto que no estaba interesada. La vendedora puso frente a su cara unos pendientes y un pequeño espejo de mano con mango de hueso, que quizás representaba burdamente a la diosa Afrodita. Los pendientes eran sencillos pero bonitos. Dos pequeñas esferas de pasta de vidrio sujetas con hilo de cobre.

Volvió a declinar el ofrecimiento. Su hermana Damo a veces llevaba pendientes, pero ella no utilizaba más adornos que una cinta o una diadema para recogerse el pelo.

Cuando se alejaba, la vista se le fue a la bisutería expuesta sobre un tablón. Había diversos aros lisos o con forma de serpiente para el muslo y el tobillo. Algunos objetos eran bonitos, aunque los materiales fueran baratos. Se fijó en una fina serpiente que podría quedar bien enroscada en su muslo. Cayó en la cuenta de que estaba pensando en Akenón, sacudió la cabeza y prosiguió.

Dejaron atrás rápidamente varios puestos de bordados y artesanías. Al pasar junto a un gran tenderete de pescado frunció el ceño. Tenía tantas moscas que apenas se veía la mercancía. Por fin, un poco más allá, divisó uno de calzado. El dueño estaba ocupado atendiendo a un par de hombres. Ariadna pasó la vista por encima de unas botas de cuero altas y otras de media caña. Después cogió unos botines cerrados con la suela claveteada. Los examinó un momento y los dejó. «Prefiero sandalias abiertas». Sobre una piedra en el suelo divisó unas sandalias de cuero de vaca. La suela era gruesa, de dos o tres capas. De la parte delantera salían varias correas que se unían en el empeine a una pieza metálica en forma de corazón. Para atarlas había que dar tres o cuatro vueltas a las correas alrededor de la pantorrilla.

—Oiga —susurró alguien detrás de ella.

Se giró hacia la voz. Era una mujer encogida debajo de una manta sucia y raída. Debía de ser lo único de que disponía para abrigarse. Tenía el pelo enmarañado, la cara manchada y aspecto de enferma. Al estar encorvada parecía una vieja, pero Ariadna se percató de que no era mayor que ella.

La abertura de la manta se entreabrió y surgió una mano.

—Tengo lo que necesita.

Mostraba unas alpargatas nuevas que no tenían mala pinta. De repente, un grito hizo que la mujer se estremeciera.

—¡Largo de aquí!

El vendedor del puesto de calzado se abalanzó sobre ella con los brazos en alto. Ariadna lo sujetó inmediatamente por un hombro.

—Quieto.

El hombre se dio la vuelta, incrédulo. Su expresión se crispó rápidamente. Sin embargo, no reaccionó. Ariadna lo estaba mirando con la intensidad de un felino, sin mover un solo músculo. El vendedor desvió la mirada y descubrió entonces a los dos hombres que había detrás de aquella extraña mujer. Por su actitud y sus túnicas dedujo que eran pitagóricos… y ella… ¡Por Heracles, ella debía de ser la hija de Pitágoras!

Se apresuró a doblarse en dos murmurando un sin fin de disculpas.

Ariadna lo ignoró y se acercó a la mujer, que había reculado varios pasos.

—Muéstrame tu mercancía —dijo en tono tranquilizador.

La mujer le alargó las alpargatas, mirando con precaución tanto al vendedor que la había amenazado como a ella. Ariadna las cogió y las examinó impresionada. Estaban realizadas con materiales sencillos, pero el resultado era excelente. La suela de esparto era compacta y flexible y tenía firmemente cosida una banda de tela que cubría la mitad delantera del pie. Del talón salía una correa de cuero que se bifurcaba en forma de i griega y se anudaba por delante.

—Es un trabajo muy bueno.

—Mi marido era zapatero y me enseñó el oficio —la mujer se interrumpió con un ataque de tos áspera y profunda—. Murió y me dejó cuatro hijos —añadió con un hilo de voz.

Ariadna asintió comprensiva. Después se probó una de las alpargatas y comprobó que era de su talla.

—Me las quedo. ¿Cuánto quieres por ellas?

La mujer pareció dudar. Ariadna imaginó que tenía pensado cambiarlas por algo de comida. Entre los pobres no era frecuente el uso de moneda, a pesar de que Pitágoras había potenciado su utilización en toda la región porque consideraba el trueque lento e imperfecto.

—Tres óbolos —dijo por fin.

Tres óbolos era media dracma. La costumbre era regatear y Ariadna sabía que la mujer aceptaría inmediatamente dos óbolos e incluso uno. No obstante, para alimentar a su familia durante un par de días necesitaba al menos media dracma, por muy básicos que fueran los alimentos que comprara.

Ariadna buscó en el bolsillo de su túnica, escogió una dracma de plata y se la dio. La mujer apretó con fuerza el puño alrededor de la moneda y miró a Ariadna dudando. Ella asintió y la mujer se escurrió inmediatamente entre el gentío.

Aquellas alpargatas eran las que acababa de calzarse sentada en su cama. Las contempló de nuevo y después paseó la mirada por la habitación saltando de un punto a otro. Había conseguido distraerse un rato con los recuerdos del día anterior, pero ahora su mente volvía a llenarse de imágenes espeluznantes. Veía a alguno de los discípulos de su padre abalanzándose sobre él con un cuchillo, tan rápido que Akenón no tenía tiempo de reaccionar.

«Maldita sea, ¿por qué estoy tan nerviosa?».

Saltó de la cama sin saber qué hacer. No era la primera vez que tenía corazonadas, y no siempre habían sido correctas… aunque nunca había experimentado una tan fuerte.

El instinto le gritaba que en la misma sala donde estaban su padre y Akenón había un asesino.