22 de abril de 510 a. C.
Durante el resto del día Akenón notó una inquietud creciente, que se instaló definitivamente en su estómago en el momento en que el sol se puso y acudió a la casa de Pitágoras. Tras sentarse a la mesa se mantuvo en silencio mientras reflexionaba.
En la corte del faraón Amosis II, los nobles llevaban vestiduras ostentosas, se comportaban como príncipes y vivían rodeados de séquitos en ocasiones superiores al del propio faraón. Imponían de modo consciente respeto y temor. Algunos de ellos ni siquiera se dignaban a mirar al plebeyo Akenón. El faraón le enseñó a afrontar adecuadamente todo aquello, y Akenón detuvo, interrogó, encarceló e incluso entregó al verdugo a algunos de esos nobles, que además de ser altivos tenían una considerable afición a la conspiración.
Del mismo modo que aprendió a no dejarse intimidar por el aspecto exterior y el comportamiento de los nobles, ahora intentaba no sobrecogerse en presencia de los venerables maestros que lo rodeaban vestidos con austeras túnicas blancas, y cuyos rostros impasibles transmitían una sencilla dignidad cien veces superior a la de cualquier noble egipcio.
«No debo olvidar que en el fondo son hombres. También pueden experimentar ambición o deseo de venganza», se dijo mientras los contemplaba. Tampoco debía olvidar que durante esa cena podía revelarse que uno de ellos era el asesino. Aunque de momento el ambiente era apacible, Akenón se mantenía en tensión con la guardia bien alta. Estaba preparado por si uno de ellos intentaba huir o lanzaba un ataque.
Desde la muerte de Cleoménides, Pitágoras había ordenado que dos sirvientes de confianza controlaran la comida que tomaban él y los candidatos. En ese momento sobre la mesa tenían copas que habían sido enjuagadas antes de la cena, y los dos sirvientes escogidos habían dispuesto tortas de cebada y cuencos con dátiles, queso, aceitunas e higos secos.
Llevaban un rato cenando en silencio cuando de repente Pitágoras alzó el rostro y los miró a todos. Las antorchas prestaban un brillo anaranjado a su mirada de oro.
—Las investigaciones de Akenón están estrechando el cerco sobre el asesino. En esta cena hablaremos de ello y espero que eso aclare algunos puntos.
No dijo nada más. Los contempló durante unos segundos y después siguió comiendo. Sin embargo, el eco de sus palabras se quedó flotando sobre las cabezas de los presentes como una advertencia.
Akenón prestó atención a las posibles reacciones. Los candidatos aguardaron por si Pitágoras continuaba y luego reanudaron la cena.
«Si alguno se ha puesto nervioso, disimula perfectamente», pensó Akenón con inquietud. Le preocupaba especialmente Evandro, con diferencia el más fuerte de todos los maestros.
Al cabo de un rato, Pitágoras levantó la cabeza y pronunció con firmeza el nombre del candidato que tenía enfrente:
—Evandro.
El fornido discípulo alzó la vista hacia Pitágoras, que clavó en él una mirada escrutadora. Akenón supuso que el maestro estaría poniendo en práctica su misteriosa capacidad para analizar el interior de las personas. Se fijó durante un rato en el rostro de Evandro.
«¿Qué estará viendo Pitágoras?».
Él no era capaz de extraer ninguna información. Le parecía que en esos momentos el rostro de Evandro era tan inexpresivo como si estuviese dormido. Por si acaso introdujo una mano entre los pliegues de su túnica y palpó el puñal que llevaba oculto. Quería asegurarse de que podría sacarlo con rapidez. Miró alrededor y vio que los otros candidatos dirigían discretas miradas a Evandro. Tal vez intentaban vislumbrar en su interior aprovechando que tendría bajadas las defensas para no enfrentarse a Pitágoras.
«Es inevitable que recelen entre ellos».
La habitación, perfumada con un suave olor a incienso, estaba sumida en un silencio tirante. Nadie prestaba atención a Akenón, que pudo dedicarse a examinarlos como si fuera invisible. Pitágoras seguía con los ojos clavados en los de Evandro, mirándolo con tal intensidad que Akenón deseó no tener que enfrentarse nunca a esa mirada.
—Orestes, mírame —dijo Pitágoras.
Pitágoras se centró en Orestes mientras Evandro abría y cerraba los ojos como si le costara enfocar. Akenón continuó observando la extraña escena, preguntándose con creciente tensión cómo acabaría aquello.
«¿Debo suponer que Pitágoras ha descartado que Evandro sea el asesino, o expondrá lo que ha descubierto tras analizarlos a todos?».
Orestes estaba inmerso ahora en una comunicación silenciosa y enigmática con Pitágoras. Por su parte, Aristómaco, Daaruk e Hipocreonte comían pausadamente, como si no les importara estar a punto de someterse al penetrante análisis de su maestro.
«El interior de Orestes no oculta secretos», pensó Pitágoras mientras lo analizaba.
El análisis de las personas a través de la mirada y el semblante no era completamente preciso, pero Pitágoras estaba casi seguro de percibir el espíritu de Orestes en su integridad. «Además noto que sus facultades no han dejado de crecer». Estaba aprovechando también el escrutinio de cada candidato para evaluar su potencial como sucesor. El análisis de Orestes confirmaba su nobleza, entrega y capacidad. «Cometió un grave error político, pero fue hace tantos años que poca gente lo recordará». Si no fuera por aquella duda, sería su candidato número uno. «Al mismo nivel que Cleoménides». Y, desde luego, no creía que tuviera nada que ver con su asesinato.
—Hipocreonte, mírame.
El sobrio discípulo se volvió hacia su maestro tan serio como siempre. Su rostro mostraba huellas de cansancio, lo que unido a sus escasos cabellos blancos le hacía parecer mayor que Pitágoras. Akenón mantuvo la atención en él durante un rato en busca de una reacción que no se produjo. Después se centró en los dos candidatos a los que Pitágoras todavía no había analizado. Daaruk estaba situado frente a él y parecía muy tranquilo, comiendo torta de cebada parsimoniosamente. Akenón recordó la anterior reunión, cuando Daaruk le había contactado en silencio para decirle que quería ayudarlo. Esta noche ni siquiera le había mirado.
Se giró hacia su izquierda. Aristómaco mantenía la mirada baja mientras sostenía entre los dedos un dátil sin comérselo, como si no se diera cuenta de que lo había cogido. De repente alzó la cabeza con brusquedad. El dátil resbaló de sus dedos. Estaba mirando hacia delante con los ojos muy abiertos. Akenón siguió su mirada a la vez que oía un ruido ahogado, el grito de terror que una garganta agarrotada no conseguía pronunciar.
Las miradas de todos los presentes convergieron con horror en Daaruk. La cara del maestro extranjero ya no mostraba su moreno natural sino un espeluznante morado. Sus ojos desorbitados se clavaron en Akenón. Los labios ennegrecidos se movieron como si quisiera transmitirle un mensaje a toda costa. De su boca surgió una espuma amarillenta. Al tratar de ponerse en pie su cuerpo convulso volcó la silla. Intentó apoyarse en la mesa, pero le fallaron las fuerzas y se derrumbó como una marioneta. Su cabeza rebotó contra el borde de la mesa produciendo un ruido sordo.
Akenón se levantó de un salto. Rodeó la mesa corriendo y se agachó junto a Daaruk. Una raja profunda abría en dos su ceja izquierda. La sangre resbalaba por su cara mezclándose con la espuma amarilla de su boca desencajada antes de gotear al suelo. Sus ojos negros estaban fijos en los de Akenón, profiriendo un grito mudo.
«¿Quién te ha hecho esto? —le preguntó Akenón sin palabras—. ¿Quién es el asesino?».
Cogió la cabeza de Daaruk con ambas manos. Se acercó a él hasta casi rozarse. Esta vez, sin embargo, no escuchó ninguna palabra en su interior. En la mirada frenética del maestro sólo vio un torbellino de desesperación y pánico… y finalmente nada.
Apoyó dos dedos en su cuello durante unos segundos y se volvió hacia Pitágoras.
—Ha muerto.