CAPÍTULO 26

22 de abril de 510 a. C.

Pitágoras escuchaba en silencio las palabras de Akenón.

Se encontraba con él y con Ariadna en la cima de la colina que había a espaldas de la comunidad. Habían iniciado el ascenso media hora antes del amanecer. Quinientos metros por debajo de ellos podían distinguir el perímetro rectangular de setos que rodeaba los edificios y jardines comunales. Desde allí se dibujaba con claridad el camino que llevaba al imponente gimnasio, rodeado de columnas como un enorme templo, y más allá el sendero continuaba hasta fundirse con el límite exterior de Crotona. Tras la extensa ciudad, el mar reposaba en calma hasta el horizonte, donde el sol naciente lo teñía todo de rojo. Un manto de nubes cubría el cielo como si fuera a descargar una lluvia de sangre. Sobre la colina, la luz de la aurora hacía de Pitágoras un faro que refulgía con el cabello y la barba incandescentes.

—El veneno utilizado en el asesinato de Cleoménides fue mandrágora —dijo Akenón con seguridad—, la policía tenía razón en eso. En concreto, era un extracto concentrado de raíz de mandrágora blanca. Apliqué varios reactivos a los restos que había en la copa y la identificación no deja lugar a dudas.

—Ese tipo de veneno es más común en Egipto —intervino Ariadna—, pero cualquiera con ciertos conocimientos puede prepararlo aquí. No es una rareza, por lo que no resulta una pista muy valiosa.

Pitágoras había pedido a Akenón que le pusiera al tanto de la situación tras los tres días que llevaba investigando. Le había sorprendido que Ariadna los acompañara, pero al ver cómo se relevaban con las explicaciones comprendió que su hija había hecho algo más que ayudar a Akenón a entender la hermandad y la doctrina. Se había implicado completamente en el caso, algo que pensó que ella querría hacer y que Akenón no le permitiría.

Esbozó una sonrisa. «Ariadna siempre se las arregla para conseguir lo que quiere».

Absorbió un último instante los rayos del amanecer. Después se volvió hacia ellos y contempló al egipcio. Recreó en su cabeza el momento de su llegada a la comunidad. Aunque Akenón había intentado disimular, Pitágoras había podido ver que le atraía su hija. Más de lo que él mismo era consciente.

«En cambio, no sé que siente ella», pensó observándola con curiosidad. Pitágoras podía leer en lo más recóndito de las personas a través de las sutiles características e inflexiones de la voz, la risa o la mirada. Sin embargo, las capacidades de Ariadna eran las de un maestro avanzado, resultaba difícil ver en su interior.

—El punto más claro es el del veneno —continuó Akenón—, y otro que ya habías anticipado tú y que, además, es una mala noticia: podemos estar razonablemente seguros de que Cleoménides no era el objetivo último del asesino. Nadie de dentro ni de fuera de la comunidad ha dicho una sola palabra en su contra. Ni siquiera han sido capaces de mencionar un enemigo suyo. También he hablado con Eritrio, el curador, para averiguar quién se beneficiaba materialmente con la muerte de Cleoménides. Poseía una notable cantidad de plata y dos pequeñas propiedades. Su testamento deja bien claro que todo pasa a ser propiedad de la comunidad.

Pitágoras asintió. Los discípulos residentes que no tenían hijos solían hacer testamento a favor de la hermandad.

Akenón adoptó un aire más grave:

—Si Cleoménides, como parece, no era el objetivo final, me temo que su muerte puede ser sólo el primer paso de un plan criminal mucho más amplio.

Comenzaron a descender la colina. Las túnicas largas de lino blanco que envolvían a Ariadna y Pitágoras habían cambiado la tonalidad rojiza por un naranja pálido. Akenón llevaba una túnica de piel sin mangas y estaba lamentando no haber añadido algo que abrigara más.

Ariadna se giró hacia su padre y mencionó un punto que había estado hablando con Akenón el día anterior:

—Debido a la libertad de movimientos que hay en la comunidad, cualquiera pudo haber puesto el veneno en la copa. Tampoco podemos descartar que al asesino le diera igual quién de vosotros muriera, puesto que la copa con el veneno fue colocada en el Templo de las Musas antes de que os reunierais. Cualquiera de vosotros podía haber bebido de ella.

Pitágoras ya había pensado en eso.

—No creo que haya sido un asesinato al azar —respondió—. Es habitual que las copas estén preparadas antes de las reuniones y Cleoménides se sentaba siempre a mi derecha. Lo más probable es que el que envenenara la copa supiera a quién estaba destinada.

—Todo parece indicar que el asesino conoce bien la comunidad —dijo Akenón—, o que es de fuera pero tiene a alguien de la comunidad trabajando para él. Mi hipótesis principal es que asesinaron a Cleoménides porque ibas a elegirlo sucesor, lo que nos llevaría a que el golpe está dirigido contra ti o contra la hermandad en conjunto.

El rostro de Pitágoras permaneció sereno, pero en su estómago se acababa de formar un doloroso nudo. Le ocurría cada vez que pensaba en que Cleoménides podía haber sido asesinado como un ataque indirecto contra él.

Ariadna tomó la palabra.

—También hemos estado pidiendo opiniones sobre posibles culpables. Cilón es el adversario más nombrado, pero hay otras muchas hipótesis, algunas de las cuales pensamos que hay que tener en cuenta.

Miró a Akenón, dudando si seguir. «Quizás debería dejar que expusiera él la situación».

Akenón percibió sus dudas y la animó a proseguir con un gesto.

—La ambición política es uno de los móviles más probables —continuó Ariadna—. La comunidad de Crotona es la cabeza de las comunidades pitagóricas que has fundado en los últimos años por toda la Magna Grecia. No hay que descartar que el líder de alguna de ellas se haya descarriado y esté pensando en emanciparse cuando tú no estés. Eliminando a tus candidatos se asegura de que no haya una figura fuerte que mantenga unidas a las comunidades.

Pitágoras, mirando al suelo para no tropezar con rocas ni raíces, repasó mentalmente los discípulos que tenía al frente de las distintas comunidades. Se detuvo un momento en Telauges, su hijo de veintisiete años que dirigía la pequeña comunidad de Catania. En su momento dudó si enviarlo, pensando que quizás era demasiado joven para tanta responsabilidad.

«Hace seis meses que no visito Catania; y ellos tampoco han enviado embajadas…».

Akenón interrumpió sus pensamientos:

—Aglutinas un poder político considerable por ser la cabeza de todas las comunidades, pero el poder que tienes por dirigir indirectamente los gobiernos de tantas ciudades es inmenso. Cada día que paso en la Magna Grecia me quedo más sorprendido. Tus rivales políticos deben de contarse por miles dentro y fuera de la Magna Grecia. Aunque eres un gobernante en la sombra, no por eso dejas de ser uno de los más poderosos del mundo. Yo diría que incluso el rey Darío de Persia debe de verte como uno de sus rivales potencialmente más peligrosos. ¡Los gobiernos que tú controlas rigen sobre más de un millón de personas!

Pitágoras meneó la cabeza disgustado. Llevaba mucho tiempo enfrentándose al mismo dilema. Por todos los dioses, su doctrina hablaba de moral, de comprender las leyes de la naturaleza, de cómo hacer crecer espiritualmente a los individuos y a las comunidades. No quería acumular poder, su propósito era ayudar a progresar, extender la verdad, que imperara la sabiduría y la búsqueda, la justicia, la paz…

«Pero no debo engañarme».

Era evidente que había acumulado un enorme poder material. Sólo entre Crotona y Síbaris sumaban alrededor de medio millón de habitantes. Más del doble entre todas las ciudades cuyos gobiernos lo obedecían a él. Y algunas de esas ciudades tenían notables fuerzas militares. Su objetivo nunca sería atacar, pero los pueblos colindantes probablemente no tenían esto tan claro como él.

«Muchos deben de considerarme su vecino más peligroso», se dijo entristecido.

Continuó descendiendo por la ladera pensativo. El móvil político era bastante probable, sobre todo si alguien había vislumbrado, como él, lo que podía ocurrir con la hermandad en las siguientes décadas. Su sucesor podía hacer crecer los brotes que ya estaban empezando a dar frutos en la Grecia continental, así como entre los etruscos y los romanos. Entonces sólo Persia sería un rival militar, y también entre ellos lograrían conversiones que a la postre…

«Basta, no es momento de sueños». Ahora lo importante era que tanto la situación actual como sus planes de futuro chocaban con las ambiciones de muchos mandatarios.

Akenón intervino de nuevo.

—El conocimiento es otro posible móvil. Yo no comprendo las… —hizo un gesto con las manos, intentando encontrar las palabras— facultades superiores que tus enseñanzas pueden llegar a otorgar, y no conozco los saberes que protege vuestro juramento de secreto. Sin embargo, sé que entrar en la orden es la aspiración máxima de muchos hombres y que algún rechazado, como Cilón, te guardará rencor el resto de su vida. Con mayor motivo, alguien que haya accedido a parte de ese saber y ambicione tener más puede llegar a intentar conseguirlo por cualquier medio si no puede obtenerlo mediante los procedimientos que tú estableces.

—Estás hablando de los candidatos a sucederme —dijo Pitágoras.

—También hemos de considerarlos entre los sospechosos, por supuesto. No podemos olvidar que son las personas que tenían más relación con Cleoménides, estaban presentes en el momento del crimen y pueden tener un móvil. Demasiados puntos como para pasarlos por alto. Por otra parte, Ariadna me ha convencido de que no los interrogue yo solo.

—Y yo tampoco puedo hacerlo —aseguró ella—. Tienen capacidades muy por encima de las mías. Igual que pueden engañar fácilmente a Akenón, pueden hacerlo conmigo. Lo poco que llegara a vislumbrar en su interior podría ser un engaño.

Pitágoras, sin dejar de caminar, reflexionó sobre lo que le estaban pidiendo. Aunque las facultades de Ariadna eran superiores a lo que ella indicaba, ya fuera por modestia o por desconocimiento de su propio desarrollo, era cierto que su hija no podía competir con los candidatos. Impedir el análisis interno resultaba relativamente sencillo para un iniciado de grado superior. Ni siquiera él mismo podría leer en ellos si no contaba con su colaboración; aunque si alguno se oponía quedaría en evidencia.

Detuvo sus pasos y se volvió hacia Akenón. La quietud del bosque otorgó a sus palabras una resonancia especial.

—Esta noche vendrás a cenar a mi casa —dijo con un semblante grave y decidido—. Convocaré también a todos los candidatos a sucederme. Si alguno guarda un secreto oscuro… te aseguro que esta noche saldrá a la luz.