19 de abril de 510 a. C.
Bajo el pórtico del gimnasio, los cinco candidatos a la sucesión estaban sentados frente a Pitágoras. El venerable maestro les hablaba de las características que debía aunar un líder intelectual y político, y de cómo desarrollarlas.
Daaruk cerró los ojos como si se concentrara en las palabras de su maestro. Sin embargo, desvió la atención de Pitágoras y la dirigió hacia sus compañeros. Orestes se hallaba detrás de él. Daaruk había sentido varias veces su mirada clavada en la espalda. En este momento volvió a sentirla. Quizás Orestes lo miraba de ese modo porque Daaruk lo había sorprendido por la mañana hablando a escondidas con Akenón. Orestes se había puesto muy nervioso al darse cuenta de que estaba siendo observado.
Daaruk mantuvo los ojos cerrados y se concentró con mayor intensidad en su compañero.
«¿Qué estás maquinando, Orestes?».
—¿Eso es la misteriosa tetraktys? —preguntó Akenón extrañado—. ¿Un triángulo de puntos?
—Es eso y mucho más —respondió Ariadna dejando la tablilla sobre la mesa—. Debes acostumbrarte a mirar más allá de lo que ven tus ojos o nunca comprenderás a un pitagórico.
Akenón sintió que se había precipitado al hablar y aguardó a que ella continuara.
—La tetraktys se utiliza para mencionar a mi padre. A menudo se lo denomina «el inventor de la tetraktys». Ésta tiene tanta importancia que se ha convertido en uno de los símbolos de la orden; al igual que el pentáculo, del que hablaremos en otro momento.
»Los números son muy importantes para nosotros, como ya sabes. Sobre todo los primeros, que están representados gráficamente en la tetraktys. Pero la tetraktys es sagrada sobre todo porque muestra las leyes de construcción de la música.
Se quedó callada mirando a Akenón, dudando por un momento. Estaba acercándose a la parte del conocimiento pitagórico que también ella consideraba un secreto que debía proteger. Tras analizar su mirada, decidió continuar.
—Akenón, has de guardar secreto, siempre y con todas las personas, de todo lo que te revele.
Se había puesto muy seria; por un instante Akenón vislumbró en ella la majestuosidad y solemnidad de Pitágoras.
—Así lo haré —afirmó un poco cohibido.
—De acuerdo. —Ariadna se detuvo un momento para ordenar sus ideas—. Imagino que sabes que en un instrumento de cuerda las cuerdas más cortas producen notas más agudas que las cuerdas más largas.
—Sí, lo sé —dijo Akenón muy atento, preparándose para oír algo más complicado que eso.
—Pues bien, mi padre construyó hace mucho tiempo un instrumento musical que permite acortar o alargar las cuerdas en la medida deseada. Con él comprobó que la relación de belleza o armonía entre dos sonidos guarda una proporción numérica exacta con la longitud de la cuerda que los produce. Demostró que la armonía es perfecta entre el sonido que produce una cuerda y el generado por una cuerda que sea la mitad o el doble de larga. Como puedes ver, esta razón o proporción entre las cuerdas nos la indican las dos primeras líneas de la tetraktys —las señaló con el punzón de madera—. Es la razón entre el uno y el dos. Las otras proporciones más bellas nos las dan las razones más simples que podemos formar con líneas adyacentes de la tetraktys. Se dan entre una cuerda de longitud dos unidades y otra de tres unidades, y entre la de tres y la de cuatro.
Mirando a Akenón, dio unos golpecitos con el dedo en el panel de cera donde había dibujado la tetraktys.
—Esta armonía, Akenón, se da siempre que las cuerdas guardan esas proporciones entre ellas. Esto es muy importante —dijo con un brillo misterioso en sus ojos verdes—. No es un caso particular para cuando una cuerda mide diez dedos y otra veinte, por ejemplo. Es una regla que se da siempre, es la ley del funcionamiento de la música, eterna y exacta. ¡Es perfecta!
Akenón estaba sorprendido. Tanto por lo que acababa de revelarle Ariadna —y que no estaba seguro de comprender plenamente—, como por su ardor. La respiración de la joven se había agitado y su voz había cobrado una intensidad especial. De pronto experimentó un nuevo impulso hacia ella; algo diferente, menos físico que cuando la había conocido. Se trataba más bien de una especie de admiración.
—Lo que te he contado por encima —continuó Ariadna—, permite vislumbrar dos cosas trascendentales. Una es que al menos algunos procesos del universo se rigen por leyes exactas que está en nuestra mano descubrir. Tal vez sepas de la regularidad absoluta del comportamiento del sol, la luna, las mareas… —Akenón asintió. Conocía a un par de astrónomos en Cartago a los que les encantaba hablar de su trabajo aunque no se lo pidieran—. Lo segundo que vemos es que estamos abriendo puertas inéditas al conocimiento y al dominio de las leyes de la naturaleza. El poder que ese dominio puede proporcionar es inimaginable. —Ariadna lo miró fijamente y Akenón supo que estaba a punto de mencionar algo que ella consideraba clave—. El poder es una de las principales razones por las que se mata. Para conseguir el poder y para eliminar al que lo tiene. Y mi padre, Akenón, es el hombre más poderoso —se dio unos golpecitos en la cabeza—, y es quien decide sobre el acceso de los demás a ese poder.
Se hizo el silencio. Akenón había estado de pie hasta entonces y ahora se sentó en el borde de la mesa. Se daba cuenta de que ella tan sólo le había hecho algunos comentarios superficiales sobre el pitagorismo, y aun así necesitaría reflexionar lentamente sobre ello para comprenderlo. Por otra parte, lo último que había dicho sobre el poder…
—¿Estás diciendo que temes que intenten asesinar a tu padre? ¿Piensas que la muerte de Cleoménides fue consecuencia de un atentado contra tu padre que salió mal?
—No lo sé, pero temo por su vida. Lo que te estoy diciendo es que aquí el conocimiento puede ser un móvil fundamental. Eso es algo que la policía de Crotona no entiende, pero que tú debes comprender o nunca resolverás este caso.
Akenón tomó nota mental de aquello y después bromeó para reducir un poco el dramatismo del ambiente.
—No sabía que fuera tan peligrosa la profesión de sabio.
—Sabio no, filósofo.
—¿Cómo?
—Mi padre ha inventado el término filósofo. Significa amante de la sabiduría, frente al mero poseedor de sabiduría, que sería el sabio. Filósofo es un término más dinámico y humilde. Implica una búsqueda que no acaba. Algo muy apropiado en relación al conocimiento.
—Entonces tu padre es el filósofo Pitágoras —sonrió Akenón.
Ariadna le devolvió la sonrisa.
Aquella noche Ariadna no era la única que pensaba en Akenón.
«El egipcio es peligroso. Tengo que resolver esta situación lo antes posible».
Durante un momento acarició la idea de colarse en su habitación en mitad de la noche y cortarle la garganta con un cuchillo. Se estremeció de placer al imaginarlo ahogándose en su sangre, sin poder pedir ayuda… pero no era un plan viable.
«Demasiado arriesgado. El egipcio es fuerte y está bien adiestrado. No debo subestimarlo».
Había pensado en muchas alternativas para llevar a cabo su propósito principal; sin embargo, todas chocaban con la presencia de Akenón.
«Lo de Cleoménides fue sencillo, pero ya no cuento con el factor sorpresa».
Cerró los ojos y se concentró. En su rostro apareció poco a poco una sonrisa cruel y decidida.
«Las dificultades son el estímulo de la caza. Mi éxito es inevitable».