19 de abril de 510 a. C.
Akenón regresó del gimnasio a la comunidad mascullando entre dientes. Había pensado pedirle a Pitágoras que le asignara uno de los dos candidatos a la sucesión que le habían inspirado más confianza: Evandro o Daaruk.
«Hubiera sido suficiente con que les eximiera del voto de secreto en cuanto a las aclaraciones que necesito para la investigación».
Antes de que pudiera hacer su propuesta, sin embargo, Pitágoras lo había sorprendido con semejante designación.
«¿Tiene el grado de maestro?». Todavía no podía creerlo.
Cruzó el pórtico de la comunidad, pasó entre las estatuas de Hermes y Dioniso y ascendió la suave pendiente desviándose a la derecha, hacia los edificios destinados a escuela.
Allí estaba. En medio de un grupo de niños de entre siete y diez años. Los chiquillos salían de la escuela parloteando contentos a la vez que mantenían el orden en fila de a dos. Las clases matinales habían terminado y se dirigían al comedor.
Se encontraba de pie junto a la fila de niños. Todos la saludaban con la mano al pasar.
—Hola de nuevo, Ariadna.
Ella se giró manteniendo la expresión alegre que tenía con los niños.
—Akenón —esbozó una sonrisa traviesa—. Déjame que adivine. ¿Has cambiado de idea? —sin esperar respuesta, negó con la cabeza como si reprendiera a un niño—. Vaya, qué hombre tan inconstante.
Akenón suspiró. Ya imaginaba que le iba a tocar aguantar la faceta sarcástica de Ariadna.
—Tu padre me ha remitido a ti. Supongo que sabías que ocurriría esto.
Ella se encogió de hombros. La fila de niños estaba acabando de entrar en el comedor.
—Podías haberlo hecho por tu propia voluntad u obligado por las circunstancias. Qué desilusión, que tengan que obligarte para que pasemos un rato juntos. —Su fingida seriedad se convirtió en una mueca guasona—. Anda, sígueme.
Entraron en la escuela y se metieron en el aula más cercana. Había una serie de taburetes en semicírculo alrededor de una silla que pertenecía al maestro. En un lateral de la sala se encontraba la única mesa con varias tablillas encima. Ariadna se sentó en la silla del pedagogo y le indicó con un gesto que utilizara uno de los taburetes.
Akenón tomó asiento y al momento se sintió ridículo. Él era un hombre muy grande y el taburete era minúsculo, adecuado para niños de siete u ocho años. Enfrente tenía a Ariadna sentada en una silla de dimensiones normales, simulando una expresión de profesora severa.
—¿A qué viene esa cara de disgusto, Akenón? —Lo estaba pasando en grande. Normalmente con los adultos estaba incómoda y se mostraba hosca, sobre todo con los hombres, pero con Akenón era diferente y le apetecía bromear.
—Bueno, ya es suficiente. —Akenón se puso de pie—. Pitágoras dice que puedes darme algunas explicaciones sobre conceptos de vuestra doctrina. ¿Es así?
—No podía desaprovechar la ocasión, perdona. —Ariadna se contuvo por un segundo, pero luego se le escapó la risa—. ¡Quedabas muy gracioso ahí sentado!
Volvió a reír y Akenón compuso una cara de circunstancias. Aunque parecía un poco ofendido, seguía teniendo unos ojos dulces y amables.
—Me alegra hacer que lo pases tan bien. ¿Podemos entrar ya en materia?
Ariadna sintió tristeza al darse cuenta de que algo había cambiado entre ellos. Las espontáneas insinuaciones del viaje de Síbaris a Crotona habían desaparecido. «Son las consecuencias de que tu padre sea el gran Pitágoras», pensó con resignación.
—¿Qué quieres saber?
—No lo sé exactamente. —Akenón se encogió de hombros—. Todo lo necesario para hacerme una idea de lo que guía la conducta de los integrantes de la hermandad. Sus posibles móviles. He visto muchos crímenes impulsados por creencias religiosas. Para resolverlos es necesario comprender la mente del criminal, las ideas que lo llevan a cometer el crimen. El pitagorismo, por decirlo de algún modo, me parece una religión con seguidores muy devotos… —Dudó un momento antes de decir lo que pensaba—. Bastante fanáticos, en realidad. —Alzó una mano en un gesto conciliador—. Espero no ofenderte.
—En absoluto. Considero la sinceridad una virtud —dijo ella sonriendo de medio lado.
Akenón ordenó sus ideas antes de continuar.
—En resumen, necesito entender ciertos términos y adquirir una visión general. Creo que es importante para comprender este caso. He empezado a hacer preguntas a miembros de la orden, entre ellos a algunos del círculo íntimo de tu padre. De momento ya han mencionado varias veces la tetraktys, que no tengo ni idea de lo que es pero ellos parecen darle mucha importancia. Y como todo el mundo respeta un estricto voto de secreto, nadie me aclara nada.
—¿Mi padre te ha dicho que yo no respetaré el juramento de secreto?
—Bueno, no… —respondió azorado—. Lo que ha dicho…
—Era broma, perdona. —Ariadna miró al suelo durante varios segundos antes de continuar—. Es cierto que soy la persona adecuada para esto. Fue una de las razones por las que te dije esta mañana que quería estar en la investigación —dijo con un leve tono de recriminación.
—No sabía que fueras una gran maestra.
—Soy maestra, no gran maestra, aunque… —se detuvo, pensando en su irregular proceso de formación—. Es complicado. En cualquier caso, podré responder a casi todas tus dudas sobre la doctrina. Yo también me rijo por el juramento de secreto, pero mi enfoque sobre él no es tan estricto. Ese juramento se hace para proteger el núcleo de la doctrina, conocimientos poderosos que podrían ser catastróficos en malas manos. Por otra parte, y no te ofendas, la comprensión de los conocimientos primordiales está al alcance de muy poca gente, y sólo tras dedicar intensamente muchos años a su estudio.
«Como hice yo», añadió en su mente quedándose pensativa. Desde los quince años hasta los veinticinco se había sumergido en el estudio dieciséis horas cada día. Una década entera aislada del mundo, con la única excepción de su padre.
Ariadna borró los recuerdos de su cabeza antes de levantar la vista. Lamentaba que hubieran acudido en ese momento, pues no quería que Akenón percibiera las profundas sombras de su interior.
Cruzaron las miradas. Los ojos de Akenón estaban un poco entornados en un gesto entre curiosidad y preocupación. Ariadna se giró con rapidez. Por un momento se había sentido vulnerable y eso era algo que odiaba. Cogió una tablilla y un punzón de madera e inspiró profundamente para reponerse antes de darse la vuelta.
—Empecemos cuanto antes. —Exhibió una sonrisa maliciosa y agitó la tablilla frente a él—. Supongo que estarás dispuesto a pagar la generosidad con generosidad.
—Ariadna —respondió Akenón—, mi deber es informar sólo a Pitágoras del avance de la investigación.
—Y el mío respetar el voto de secreto igual que el resto de discípulos. Y no sólo te estoy pidiendo que me informes. Te estoy pidiendo participar.
Akenón reflexionó. De momento no había descubierto nada que pudiera considerarse confidencial, y ya tendría tiempo de preguntar a Pitágoras si estaba de acuerdo en que Ariadna formara equipo con él. Por otra parte, intuía que ella podía ser un miembro valioso de la investigación.
—De acuerdo.
A Ariadna se le iluminó el rostro.
—Muy bien. Comencemos por la tetraktys —colocó la tablilla sobre la mesa.
La tablilla era de madera de pino y en uno de los lados tenía una delgada capa de cera. Se escribía en ella rascando con el punzón de madera, que por el otro lado era plano para poder igualar la cera y borrar lo escrito. Ariadna pasó el punzón varias veces por el lado plano hasta que desapareció la escritura previa. Después comenzó a hablar mientras rascaba la tablilla.
—No es fácil para alguien no iniciado entender qué impulsa a un pitagórico. Desde fuera puede parecer que todo es religión, pero hay mucho más. En cuanto a creencias específicas, debes saber que mi padre es griego, de la isla de Samos, y por ello cree en los dioses del Olimpo. También está iniciado en los misterios órficos, por lo que Dioniso tiene una relevancia especial para él. Tuvo un maestro, Ferécides, que lo introdujo en la creencia en la reencarnación. Por supuesto, sabes que se hizo sacerdote en Egipto. —Akenón asintió—. Eso le abrió la mente en muchos aspectos y estableció ciertas peculiaridades en sus creencias, como el paralelismo entre Amón-Ra y Zeus. Para no alargarme, acabaré mencionando que en Babilonia estudió con discípulos de Zoroastro, y desde entonces Ahura Mazda es muy importante para él.
Akenón estaba abrumado y Ariadna rió al ver su cara.
—Ya te dije que se necesitan muchos años para comprender el pitagorismo. Pero no te asustes. El resumen práctico que debes entender es la creencia general en una divinidad superior a la que podemos acercarnos con disciplina física y mental. Hay un montón de ejercicios para el cuerpo y la mente. Más adelante te enseñaré alguno de ellos. —Miró un momento el dibujo que estaba realizando en la tablilla. Luego siguió hablando—. También creemos en la transmigración de las almas. Dependiendo de lo que hagas en esta vida, la siguiente será inferior y más sufrida, más elevada, o incluso puede ser la fusión con la divinidad. Mi padre enseña el camino hacia la justicia y la felicidad. Muestra qué hay que hacer y cómo hacerlo para llevar una vida mejor antes y después de la muerte.
Akenón se agachó para ver mejor el dibujo de la tablilla. Ariadna también estaba agachada, retocando lo que había dibujado. La observó disimuladamente. Su cara estaba muy cerca, de perfil, con la boca entreabierta. Akenón podía ver el interior de su opulento labio inferior, tierno y húmedo…
Tragó saliva e intentó concentrarse en el dibujo.