CAPÍTULO 23

19 de abril de 510 a. C.

Bóreas se ocultaba en los establos del palacio.

Uno de los esclavos acudía periódicamente para mantenerlo informado, pero de momento no le quedaba más remedio que seguir escondido.

Las órdenes de su amo habían sido contundentes.

El día anterior, cuando entró en la habitación de Glauco, éste se había dirigido a él con voz llorosa.

—Bóreas, mi fiel Bóreas, acompáñame en mi dolor, acompañadme todos porque la tragedia ha caído sin piedad sobre nosotros.

El obeso sibarita abrió los brazos abarcando con su gesto a todos los asistentes. Su habitación era amplia, pero hacía un desagradable calor húmedo al haber casi veinte personas entre guardias, secretarios y esclavos. El aire estaba viciado y olía a enfermedad.

—Sed mis amigos, mis hermanos más que nunca, pues nos une la desgracia.

Los presentes se miraron entre ellos, incómodos. Glauco generalmente era frío y severo, pero ahora se comportaba como una plañidera.

—¿Qué fue lo que me enloqueció? ¿Qué me pudo arrebatar el entendimiento de tal modo que ordené castigar al más puro de los seres? —no se estaba dirigiendo tanto a ellos como a sí mismo—. ¡Ah! —rugió de repente—. Muy bien lo sé. —Sus ojos se redujeron a una estrecha línea de odio y rabia y su mirada saltó con rapidez de unos a otros—. Fue el maldito Akenón. Él me hizo pensar que no sólo me había traicionado el corruptor Tésalo, sino también mi amado Yaco, mi niño inocente.

La mayoría de los asistentes se estaba esforzando por aparentar serenidad, pero la palidez de sus rostros era reveladora. Temían que aquella situación desembocara en una nueva orgía de violencia. Aunque Glauco había recobrado la consciencia, tenía una fiebre muy alta y parecía estar delirando más que razonando.

—Bóreas, cumpliste mis órdenes, ¿verdad? Desfiguraste al hermoso Yaco, maltrataste el rostro de mi amado… —Hundió la cara entre las manos y rompió a sollozar desconsolado.

»Lo sé, lo sé —prosiguió al cabo de un rato—. Lo sé todo, Bóreas.

El gigante se tensó. Glauco siguió hablando, ahora con una voz gélida.

—Me lo ha contado Falanto, que fue testigo de tus actos.

Bóreas lanzó una mirada asesina a Falanto. El anciano temblaba con la vista clavada en el suelo. Él sería el primero al que mataría.

—¡Estúpidos! —gritó Glauco de repente—. Sois todos estúpidos por obedecer órdenes cuando no era yo el que las daba, sino un espíritu maligno que se había apoderado de mí.

Bóreas observó de reojo a los guardias, preparándose.

—Dime al menos —Glauco parecía estar perdiendo fuerza y su voz se volvió cansada, suave, suplicante—, dime al menos que no sufrió.

El sibarita dirigió a Bóreas una mirada cargada de lágrimas. El gigante hizo un gesto como de dar un golpe flojo.

—¿Lo dejaste inconsciente para que no sufriera?

Bóreas afirmó con la cabeza.

—Gracias. Al menos por eso, gracias.

Se quedó silencioso e inmóvil, con la cabeza caída sobre el pecho. Parecía un muñeco enorme y fofo que alguien hubiera abandonado entre aquellas sábanas húmedas.

Al cabo de un rato comenzaron a pensar que se había quedado dormido.

—Pero no debiste hacerlo —dijo Glauco de pronto, como si no se hubiera interrumpido—. Yaco seguiría entre nosotros, estaría conmigo en este momento. —Miró a uno y otro lado, perdido en la confusión de su mente—. Tiene que estar conmigo.

Se dirigió a los guardias con repentina decisión.

—Traedlo.

El jefe de la guardia se sobresaltó.

—¿A quién, mi señor?

—A Yaco. Traedlo.

Lo decía con la misma tranquilidad que si fuese una petición razonable.

—Pe… Pero… Mi señor, Yaco está ahora mismo en alta mar. Su barco partió hace dos días.

—Muy bien —asintió Glauco—. Traedlo.

El jefe de la guardia tragó saliva.

—No podemos hacerlo. Su barco era uno de los más rápidos de la flota y se dirigía directamente a Sidón.

—¡Traedlo! —rugió Glauco enrojeciendo—. Maldito imbécil, tráeme a Yaco o te encadenaré a un remo hasta que te pudras. Comprad la nave más rápida de todo el puerto y partid inmediatamente a por Yaco. Y si la nave tiene carga, arrojadla al mar mientras salís del puerto. Volad como los pájaros si es necesario, ¡¡¡pero traedme a Yaco!!!

—Sí, señor —balbuceó el guardia—. Sin embargo… —le aterraba seguir hablando—, quiero decir… es posible que tardemos un mes en ir y volver de Sidón, y quizás, quizás Yaco…

Glauco lo miraba con la fiereza de un perro enloquecido y el guardia no se atrevió a continuar. Se cuadró con rapidez y salió inmediatamente a obedecer aquella orden. Lo acompañó un secretario para encargarse de la compra del barco.

Glauco se giró hacia Bóreas.

—Y tú… —gruñó señalándolo—. Tú, maldito animal, ¿cómo fuiste capaz de mancillar el rostro de Yaco, cómo fuiste capaz ni siquiera de tocarlo? Tú… —apretó los labios y resopló por la nariz como un toro a punto de atacar—. ¡Desaparece de mi vista, maldita bestia asquerosa!

Todos se apartaron del camino de Bóreas mientras abandonaba aquella estancia recalentada. Cruzó el patio privado del palacio sintiendo el frescor del sudor evaporándose sobre su piel, después atravesó el patio principal y entró en los establos. Allí ordenó al mozo de cuadras que saliera para mantenerle al tanto de lo que sucedía.

Una hora más tarde, el esclavo regresó.

—El amo se ha levantado de la cama —dijo sin atreverse a mirarle a los ojos—. Está recorriendo el palacio como loco, lamentándose a gritos y rompiéndolo todo.

Bóreas gruñó para que el mozo volviera a salir y se quedó pensativo. En su enorme frente aparecieron unas arrugas profundas.

«Debo prepararme para cuando regrese el barco que ha ido a buscar a Yaco».