CAPÍTULO 22

19 de abril de 510 a. C.

—Ariadna —dijo una voz infantil—, ¿me peinas?

Casandra estaba mirando a Ariadna con sus grandes ojos almendrados muy abiertos. Irradiaba toda la inocencia de sus siete años recién cumplidos.

«Parece una muñequita», pensó Ariadna sonriendo.

Acarició una de sus mejillas de terciopelo y cogió el peine que le ofrecía. Era un objeto sencillo, de madera, con dos filas de dientes contrapuestas. Casandra se sentó en una piedra soltando una risa alegre y Ariadna se agachó tras ella. Deslizó el dorso de la mano por su larga cabellera ondulada, del color de las castañas, y después comenzó a peinarla.

Se encontraban en el jardín de la comunidad, aprovechando la mañana soleada en el descanso entre dos clases de los más pequeños. No eran sus alumnos pero estaba ayudando a cuidarlos, encantada de pasar un rato entre niños. Se encontraba más cómoda con ellos que con los adultos.

Echó otro vistazo hacia el extremo opuesto de la comunidad y por fin lo vio.

—Casandra, ahora me tengo que ir. Por la tarde te peino otra vez, ¿de acuerdo?

—Bueno.

La pequeña se levantó de un salto, cogió su peine de las manos de Ariadna y salió corriendo a pedirle a una de sus profesoras que la peinara. Parecía que le daba igual quién lo hiciese, y Ariadna se sintió un poco infantil al entristecerse por ello.

Se puso de pie y cruzó resuelta la comunidad en dirección a Akenón. El egipcio estaba mirando hacia la lejanía como si buscara algo. Resaltaba como un trozo de corteza sobre la nieve debido a su forma de vestir. Era la única persona en la comunidad, y probablemente en toda Crotona, que llevaba pantalones. Los griegos vestían únicamente con túnicas, clámides o mantos, de diferente largo y grosor dependiendo del clima, la edad y la condición social. Ni siquiera solían usar ropa interior. Además, utilizaban básicamente tejidos de lino, lana y cáñamo, mientras que la túnica corta de Akenón era de cuero tratado.

—Buenos días.

A Akenón se le iluminó la cara al ver que era Ariadna.

—Me he enterado de que has aceptado el caso —continuó ella—. En Síbaris parecías muy convencido de ir a rechazarlo. Parece que tus resoluciones no son muy firmes —añadió con ironía.

«Vaya, siempre con la lengua afilada». Akenón sonrió sin responder. Se le ocurrían algunas puyas para continuar bromeando con ella, pero saber que era hija de Pitágoras le infundía un pudoroso respeto.

Ariadna tomó la iniciativa.

—Verás… —se mordió el labio, dudando si decir lo que tenía pensado. Odiaba este tipo de situaciones—. Me gustaría participar en la investigación.

Cruzó los brazos esperando una respuesta. Había preparado varios argumentos, pero leyendo el rostro de Akenón supo que no serían efectivos y se limitó a mirarlo desafiante.

Akenón no se esperaba aquello y tardó un poco en reaccionar.

—Ariadna, lo siento… siempre trabajo solo y… —Enmudeció al ver la expresión adusta de la hija de Pitágoras. Hasta ahora sólo había conocido a la Ariadna que se lo tomaba todo a broma.

Ella asintió con la mandíbula apretada. Akenón abrió la boca para suavizar su rechazo, pero de pronto Ariadna se dio la vuelta sin responder y se alejó a grandes pasos.

«Da igual lo que digas, Akenón. Antes de que acabe el día serás tú el que me suplique».

La visión infernal de la noche anterior todavía abrasaba las retinas de Pitágoras.

Llevaba media hora paseando a solas por el bosque sagrado, buscando entre sus árboles centenarios la serenidad de espíritu que necesitaba para continuar guiando a sus discípulos. Ya era dueño de sí mismo, pero no podía olvidar lo que había visto.

La oscuridad, impenetrable y cruel, se cernía sobre el mundo.

El gran maestro se esforzó por recobrar la esperanza en un futuro luminoso.

«El curso del destino se puede alterar».

Desde la entrada de la comunidad, Akenón observó a Pitágoras. Volvió a quedarse impresionado a pesar de que hacía sólo unas horas que habían estado juntos.

El maestro regresaba del mismo bosque en el que habían paseado la tarde anterior. Su avance poseía la fluidez de un joven y el aplomo de un hombre excepcional. Akenón, por lo que conocía de la mitología griega, pensó que si en su juventud lo comparaban con Apolo, ahora había que equipararlo a Zeus, el soberano de los dioses del Olimpo.

Se dio cuenta de que muchas de las personas del entorno contemplaban a Pitágoras con adoración.

«Tiene una legión de incondicionales. El ejército más fiel del mundo».

Cruzó el pórtico y aceleró el paso para cruzarse con el maestro, que se estaba alejando en dirección a Crotona. Lo alcanzó a quinientos metros de la comunidad.

—Buenos días, Pitágoras.

El imponente anciano se dio la vuelta saliendo de su ensimismamiento.

—Salud, Akenón.

Al acercarse, Akenón había creído percibir una arruga de preocupación en el venerable rostro, pero ahora sólo pudo ver una sonrisa cálida que le hizo experimentar una extraña placidez.

—Caminemos juntos —el maestro hizo un gesto amable con la mano para que se le uniera—. Voy al gimnasio. Tenemos la costumbre de pasear a esta hora por sus galerías mientras tratamos diversos temas.

Akenón miró hacia dónde se dirigía el sendero. A un kilómetro de distancia vio una construcción de gran tamaño que ya le había llamado la atención el día anterior. Era una edificación rectangular de unos ciento cincuenta por cuarenta metros. En realidad su perímetro se había concebido para las carreras y medía exactamente dos estadios. Los muros estaban rodeados por una galería con columnas en donde había gente paseando.

Pitágoras siguió su mirada.

—Creo que en Cartago no tenéis gimnasios.

—De hecho —respondió Akenón—, no estoy muy seguro de saber qué es un gimnasio.

—Se trata de un recinto donde ejercitarse o entrenarse. Normalmente tiene una pista de tierra batida con la longitud de un estadio, y otra que se utiliza de palestra, para la lucha. También suele practicarse el lanzamiento de jabalina y de disco.

Akenón había visto en alguna vasija griega representaciones de los lanzamientos, pero nunca los había presenciado. Sintió curiosidad por verlo.

Pitágoras continuó hablando mientras caminaban.

—Crotona tiene otros tres gimnasios, además de éste que cedieron a la comunidad. La particularidad del nuestro es que aquí se practica una modalidad menos violenta del combate cuerpo a cuerpo, y que utilizamos más instalaciones de lo habitual para nuestras reuniones y enseñanzas. Aparte de eso, encontrarás más o menos lo mismo que en todos: almacenes, baños, vestuario, salas para ungirse el cuerpo y un largo pórtico alrededor de los muros.

Según se aproximaban a la enorme construcción, Akenón olvidó lo que quería hablar con Pitágoras. La importancia que los griegos asignaban al deporte y al cuerpo armonioso resultaba asombrosa para él —y para todos los pueblos no griegos—. Tenía alguna noción por los motivos que solían decorar las cerámicas y otras manufacturas griegas, pero no por ello el gimnasio le resultaba menos fascinante.

Pasaron bajo la galería exterior, cruzaron una puerta y accedieron a la arena. Bajo el sol de la mañana decenas de jóvenes se ejercitaban en una pista perfectamente allanada. Cuatro de ellos echaron a correr a toda velocidad a la orden de un juez de salida y desaparecieron por un extremo del recinto, pues por ese lateral la pista continuaba más allá de los muros. A pocos metros de Akenón, un hombre desnudo, armoniosamente musculado, repetía una y otra vez el mismo movimiento. Rotaba sobre una pierna con el cuerpo encogido y un brazo extendido. En la mano llevaba un disco de bronce. Al finalizar la rotación amagaba con lanzarlo e iniciaba de nuevo el ejercicio.

—Es un discóbolo —señaló Pitágoras.

Un poco más allá varios chicos estaban realizando una extraña danza. Los movimientos eran bastante vigorosos y simulaban acciones como luchar o correr. Seguían el ritmo que un maestro les marcaba con una cítara. El resultado era extraño a la vez que armonioso.

—¿Qué hacen? —preguntó Akenón volviéndose hacia Pitágoras.

—Preparando el cuerpo y la mente para las enseñanzas. El ejercicio bien realizado fortalece el cuerpo y lo vuelve ágil y flexible; pero además aclara la mente, proporciona equilibrio interno y serena el espíritu. Pensé que igual te recordaba algo.

Akenón observó con más detenimiento. Estaba seguro de que era la primera vez que veía algo así y negó con la cabeza.

—Lo que estás viendo —prosiguió el maestro—, es una mezcla de danzas dóricas tradicionales y ciertos ejercicios que aprendí durante mi formación como sacerdote egipcio. En vuestros templos algunos rituales internos incluyen danzas, aunque diferentes a éstas. —Miró a Akenón sonriendo—. Mientras estés con nosotros puedes unirte a nuestros ejercicios. Son excelentes para la salud.

Akenón levantó una ceja con escepticismo. Los jóvenes estaban combinando ahora saltos con unas difíciles volteretas.

—Me parece que si intentara imitarlos el efecto sobre mi salud sería más bien negativo.

En ese momento recordó lo que quería tratar con Pitágoras y echó un cauteloso vistazo alrededor. Evandro e Hipocreonte estaban a unos treinta pasos detrás de ellos. Iban conversando mientras se acercaban. Tenía que darse prisa.

—Esta mañana he hablado con Orestes. Entre otras cosas que no he entendido, ha hecho referencia a algo que Aristómaco también mencionó anoche: la tetraktys. Le he pedido que me explicara qué es, y que me aclarara otros términos que ha utilizado. Me ha respondido que no podía hablar de eso. Ha dicho algo así como que había un juramento de secreto sobre el núcleo de vuestra doctrina. Y ha añadido que nadie me hablará de ello. Como comprenderás, esto es un problema para el desarrollo de mi investigación.

Pitágoras asintió gravemente y se quedó callado, reflexionando. Akenón echó un vistazo hacia atrás. Evandro e Hipocreonte se habían detenido a veinte metros, dejándoles que hablaran a solas.

—No puedo pedirles que desvelen todos los secretos —respondió Pitágoras—, y me temo que van a surgirte más dudas que las que yo podré aclararte. Suelo pasar la mitad del tiempo fuera de Crotona, en otras comunidades, y ni siquiera cuando esté en Crotona podré atenderte siempre. Además de las actividades propias de la orden, tengo que atender a numerosas embajadas, asistir a sesiones del Consejo…

Se acarició la barba y continuó hablando, más para sí que para Akenón.

—Entiendo que para tu investigación tendrás que manejar elementos internos de la orden. Necesitas a alguien que haya alcanzado el grado de maestro y no vaya a acudir a mí cada vez que requieras una nueva explicación. Por otra parte, cualquier discípulo, por muy cercano a mí que sea, no puede considerarse libre de toda sospecha. —Hizo una breve pausa—. Sí, no veo otra solución.

Esbozó una sonrisa enigmática y dijo el nombre de la persona que le asignaba.