CAPÍTULO 21

18 de abril de 510 a. C.

Cilón estaba demasiado excitado para conciliar el sueño.

«Mi venganza está mucho más cerca».

Recordó por milésima vez el incidente que había marcado su vida hacía treinta años. Era joven, rico y uno de los miembros preeminentes del Consejo de los Mil, el único órgano de gobierno de Crotona en aquella época. Se estaba acercando a la recién inaugurada comunidad pitagórica montado en un magnífico caballo, rodeado de familiares, amigos y esclavos. Quería que todo el mundo fuera testigo de su inminente momento de gloria.

Pitágoras había llegado a Crotona hacía unos meses con las manos vacías. Ellos le habían concedido terreno, materiales y trabajadores para las obras necesarias para su proyecto. Había que reconocer que Pitágoras los había impresionado. No sólo por su apariencia divina —muchos decían que era el mismo Apolo—, sino sobre todo por sus ideas y el modo de expresarlas. Con su voz fuerte y sincera bosquejaba planteamientos que asombraban a los más eruditos. Si alguien cuestionaba alguna de sus palabras, el maestro exponía tan acertados y elevados argumentos que todos se quedaban con la boca abierta. Les hizo sentir que antes de su llegada llevaban vidas vacuas y primitivas, tan carentes de sentido como llenas de sufrimiento y conflicto. Les mostró un camino nuevo, que él ya había recorrido, y se comprometió a guiarlos durante el trayecto, avanzando hasta donde a cada uno le permitieran sus capacidades.

El joven Cilón desmontó al llegar a la entrada de la comunidad. Entonces sólo había unas piedras que señalaban el lugar en el que se colocarían las columnas para el pórtico. Pasó entre ellas a pie, como gesto de respeto, y caminó hacia el maestro, que aguardaba junto a un grupo de recién admitidos.

«Pronto seré uno de vosotros. El mejor de vosotros», pensó Cilón mirándolos con arrogancia.

Se había convertido en un signo de distinción ser admitido en la comunidad. Una moda, quizás pasajera, de la que Cilón quería ser el principal representante.

Pitágoras lo saludó con una inclinación de cabeza. Cilón aguardó a que su comitiva se agrupara tras él para que nadie se perdiera detalle. Así también daba tiempo a que todas las personas presentes en la comunidad se percataran de su selecta presencia y prestaran atención al reconocimiento de Pitágoras a sus muchos méritos. No podía ser de otra manera. Sus preceptores nunca habían escatimado elogios al respecto. Tus capacidades son extraordinarias, Cilón. Eres el más distinguido, Cilón. Eres agudo, ingenioso, astuto, formidable… Y ahora Pitágoras lo constataría públicamente, delante de cientos de crotoniatas.

Se hizo el silencio. Una ráfaga solitaria recorrió la comunidad, agitando la túnica de intenso púrpura que Cilón llevaba prendida con broches de oro. Había recibido la magnífica prenda esa misma mañana, de un barco fenicio procedente de Tiro. Con ella destacaba aún más entre todos los asistentes.

—Acompáñame —Pitágoras hizo ademán de echar a andar, pero Cilón lo detuvo con una rápida respuesta.

—No. —Sonó más imperativo de lo que pretendía, por lo que moderó el tono—. Si no te importa, maestro, prefiero que des tu respuesta delante de mis queridos conciudadanos —abrió los brazos y se giró a izquierda y derecha, abarcando a toda la congregación. Era un magnífico orador y estaba acostumbrado a adular a la audiencia en sus discursos públicos.

—Sin embargo —respondió Pitágoras sin inmutarse—, es mejor que hablemos a solas.

Cilón se sorprendió. ¿Qué pretendía Pitágoras? A fin de cuentas no era más que un extranjero que vivía de la generosidad de él y los suyos, ¡y le estaba llevando la contraria delante de todo el mundo! Notando que la atmósfera se espesaba, clavó la mirada en el maestro.

Pitágoras no se inmutó. Su semblante permanecía relajado y a la vez conseguía transmitir dignidad y fortaleza. Los ojos eran de un tono más oscuro que los largos cabellos dorados. Era muy alto, estaba descalzo y vestía con una sencilla túnica de blanquísimo lino. Todo ello contribuía a crear una imagen de austeridad y honestidad que Cilón comenzó a intuir falsa.

Se mantuvieron en silencio el uno frente al otro. La tensión se elevaba por momentos. Tanto los discípulos de Pitágoras como la comitiva del poderoso Cilón se removían inquietos. Cada grupo permanecía detrás de su líder, como dos ejércitos antes de la batalla.

—Hablaremos aquí —sentenció Cilón—. Dame tu respuesta, maestro Pitágoras.

¿Qué intentaba Pitágoras haciéndose el remolón y queriendo llevarlo aparte? ¿Chantajearlo? ¿Conseguir más de lo que la espléndida Crotona le había dado ya? Le iba a quedar bien claro que Cilón no se dejaba intimidar.

Se irguió mientras esperaba a que el maestro cediera.

—Muy bien —accedió Pitágoras finalmente. Llenó sus pulmones, echó el aire por la nariz con aire resignado y continuó—. Tras las pruebas realizadas, y pese a tus innegables méritos, no puedes ser mi discípulo.

Los dos grupos de espectadores contuvieron la respiración al unísono. Todas las miradas se clavaron en el joven Cilón. El rostro de éste se congestionó. Intentó hablar, pero no encontraba las palabras y se limitó a balbucear penosamente. Tras el primer instante de desconcierto tuvo el impulso de echar mano a su espada y atravesar al fantoche que se había atrevido a negarle en público. A duras penas logró contenerse. Entornó los párpados hasta que sólo quedaron dos ranuras por las que se vislumbraba una mirada de odio infinito.

—Te arrepentirás —masculló roncamente—. Te lo juro.

Habían transcurrido treinta años desde aquel momento, pero cada día seguía lamentando no haber matado a Pitágoras allí mismo. Su odio no había dejado de crecer, exactamente en la misma proporción en que Pitágoras había ganado reconocimiento y poder.

«Por tu culpa ahora sólo soy un gobernante de segunda», pensó Cilón tumbado en la cama mientras su garganta se llenaba de bilis.

Pocos años después de su humillación pública, Pitágoras convenció al Consejo de los Mil de que se instituyera el Consejo de los 300. Sus miembros serían aquellos miembros de entre los Mil que hubieran sido aceptados e instruidos por Pitágoras. Resultaba increíble que la mayoría de los Mil que no iban a estar entre los 300 hubiese accedido, a pesar de la intensa campaña en contra que realizó Cilón. ¿Cómo habían sido tan estúpidos, tan indignos y patéticos como para convertirse en meros comparsas, en siervos de los adoradores del fantoche? Desde aquel momento, el Consejo de los Mil constaba de los 300 que gobernaban Crotona según la doctrina de su maldito Mesías, y de setecientos que acudían al consejo para ser simples testigos de aquella aberración histórica.

«Pero algo ha cambiado. Es innegable. Hoy lo he sentido».

Siempre había tenido apoyos moderados de algunas decenas de consejeros de entre los setecientos marginados. Insuficiente para lograr nada, pero había mantenido vivo aquel rescoldo de rebelión en espera de una oportunidad.

«Una espera muy larga que puede estar acercándose a su fin».

Seguía siendo un excelente orador y en la sesión de hoy se había esforzado más que nunca. Había sembrado la duda y la discordia y había logrado que más de doscientos consejeros aplaudieran su diatriba contra Pitágoras. Alrededor de un tercio de los setecientos marginados se había mostrado claramente de su parte. Entre los 300 no había habido manifestaciones de apoyo claras, pero sí inequívocos asentimientos de cabeza.

«Pitágoras, has cometido un grave error dando a un extranjero las funciones de la policía».

Cilón contaba con más apoyos que nunca y estaba disfrutando de ello. No obstante, sabía que aún estaba lejos de tener la fuerza política necesaria para llevar a cabo su venganza. Hacía falta algo que inclinara la balanza lo suficiente.

«Necesito más muertes».