18 de abril de 510 a. C.
Pitágoras no hizo ningún comentario a la inesperada intervención de Aristómaco. Se limitó a dirigirle una mirada comprensiva y dio la cena por concluida.
Los discípulos se retiraron en silencio a sus dormitorios.
—Akenón —dijo Pitágoras—, permite que te acompañe.
Salieron al exterior. La casa de Pitágoras se encontraba a cincuenta metros del edificio comunal en el que estaba la habitación de Akenón. Empezaron a recorrer el camino en silencio, escuchando el suave crujido de la tierra bajo sus pasos. La fresca brisa nocturna les trajo el olor del mar. En el cielo despejado la luna brillaba en cuarto creciente, prestando al terreno y a los edificios un matiz espectral.
—¿Quién es Cilón? —preguntó Akenón a mitad de camino.
—¿Estás decidido a ocuparte del caso? —replicó Pitágoras.
Akenón meditó unos instantes antes de responder.
—Si no te parece mal, dedicaré unos días a realizar interrogatorios e investigar aquí y allá, y entonces veremos si puedo ayudaros o estoy perdiendo el tiempo.
—¿Seis dracmas diarios te parece un sueldo aceptable?
Era una oferta adecuada, aunque naturalmente muchísimo menos que lo que había cobrado de Glauco.
—En recuerdo a mi padre, estos primeros días trabajaré sin cobrar. Si me fuera a quedar más tiempo volveríamos a hablar de una posible remuneración.
Pitágoras fue a protestar, pero Akenón lo contuvo levantando una mano.
—Quiero hacerlo así. Me hace feliz poder ayudarte. Además, ya has visto que ahora mismo no me falta el dinero precisamente.
Pitágoras meditó unos instantes y después asintió.
—De acuerdo. Gracias, Akenón. —Suspiró antes de responder a su pregunta inicial—. En cuanto a Cilón, es uno de los enemigos políticos más poderosos que tenemos. Cuando llegué a Crotona, hace tres décadas, di una serie de discursos con los que convencí a muchos miembros del gobierno. Cedieron un terreno y construyeron en él esta comunidad para poder formar aquí a hombres, mujeres y niños. Además de las enseñanzas básicas, empecé a instruir más profundamente a quienes querían avanzar en mis doctrinas y superaban una serie de pruebas. Ese fue el nacimiento de la orden. Cilón, poderoso por riqueza y linaje, se consideraba el más apto para entrar. Demostró poseer un intelecto notable, pero tuve que rechazarlo en cuanto analicé su fisionomía y su mirada. Es vanidoso, egoísta y violento. Se fue lanzando maldiciones y sé que desde entonces nos guarda rencor y trata de perjudicarnos. Pese a ello, ya se ha convertido en una vieja molestia conocida. Me extrañaría que intensificara sus ataques después de treinta años.
Se detuvieron bajo el cielo estrellado, a las puertas del edificio comunal, y Pitágoras continuó hablando con voz queda.
—No quiero destacar a Cilón porque no creo que haya más probabilidades de que el asesino sea él que de que sea cualquier otro rechazado. También puede ser un rival político, tanto de Crotona como de cualquier otra ciudad en cuyo gobierno nuestra hermandad esté presente. En definitiva, tenemos miles de sospechosos si el criterio es que tengan algún móvil, personal o político. Sin embargo, sólo las pruebas deben señalar a uno antes que a otro, y no tenemos pruebas contra nadie. Aristómaco ha tenido algunos roces con Cilón en el pasado y por eso lo destaca. Yo no pienso igual. Es cierto que Cilón es un candidato a considerar, pero sólo es uno más.
—¿Y dentro de la orden? —Akenón miró instintivamente hacia el interior del edificio comunal—. ¿Hay alguien que pueda tener un motivo para acabar con Cleoménides?
—Motivos personales no, hasta donde sé. Cleoménides era muy justo y poseía un carácter muy agradable.
—Mencionaste el tema de tu sucesión.
Akenón dejó la palabra en suspenso y Pitágoras respondió con lentitud.
—Sí, es algo que hay que tener en cuenta, aunque me resulte desconcertante. La noche del asesinato fue la primera vez que mencioné el tema. Mi salud es buena y nunca había hablado de retirarme. Cualquiera podía haber elucubrado sobre ello, pero sin fundamento. No obstante, en mi interior llevaba un tiempo reflexionando sobre el futuro de la orden. Unos días antes del crimen decidí que sería mejor que me sustituyera alguien cuando todavía pudiera ayudarlo durante algunos años. Los principales candidatos a sucederme son los hombres con los que has cenado hoy; pero esa noche, insisto, todavía no sabían nada. No es posible que el asesinato se perpetrara debido a mi sucesión, al menos no debido a lo que yo había dicho al respecto. Ten en cuenta que se lo comuniqué a todos a la vez durante aquella reunión y diez minutos después Cleoménides cayó muerto. Llevábamos más de una hora en el Templo de las Musas y nadie entró ni salió en ese tiempo.
—Es decir: el veneno estaba preparado en su copa desde antes de la reunión —dijo Akenón.
—Así es. Desde antes de que ninguno oyera ni una sola palabra sobre mi sucesión.
Pitágoras se encaminó hacia el Templo de las Musas tras despedirse de Akenón. Iba profundamente sumido en sus pensamientos, avanzando despacio por el sendero de piedras planas que moría en la entrada del templo. El único sonido que se escuchaba en toda la comunidad era el suave roce de su calzado de cuero contra el suelo.
Evocó los diez años que había pasado en Tebas, ascendiendo por los diferentes niveles del clero egipcio. En cada etapa le habían revelado misterios más profundos de su religión y su ciencia. Cuando alcanzó el estadio más alto, salió del clero para perfeccionar sus conocimientos de geometría, la rama del saber de la que todavía podía aprender algo de los egipcios. El faraón le hizo un último favor enviándolo a Menfis para que fuera instruido por el padre de Akenón, reconocido geómetra que además hablaba griego, pues su fallecida mujer era ateniense. En Menfis, Pitágoras se convirtió en maestro en geometría —ciencia que él mismo hizo evolucionar de modo único en los siguientes años—, y conoció al joven Akenón, que ahora era su mayor esperanza de resolver el asesinato de Cleoménides y detener la amenaza más peligrosa que había sentido jamás.
Subió los tres escalones de piedra y penetró en el templo.
Akenón era en aquella época poco más que un muchacho. Alegre, a pesar de haber perdido recientemente a su madre, muy inteligente y de una pureza de sentimientos poco común. Cuando Pitágoras se enteró del asesinato de su padre y del abandono de sus estudios para hacerse policía, pensó que podía echarse a perder. Pitágoras sabía lo difícil que era enderezar un alma y lo fácilmente que se maleaban sin un buen referente.
«Por fortuna no ha sido así», pensó recordando sus recientes impresiones sobre Akenón.
Realmente había sido una casualidad que Akenón estuviera tan cerca cuando la comunidad necesitaba a un investigador de fuera de Crotona. Si un enemigo político había tenido la audacia de cometer un asesinato enfrente de sus narices, no podía descartarse que sus tentáculos se extendieran también por la policía y el ejército. Necesitaba a alguien que no tuviera ninguna relación con sus enemigos de Crotona.
El momento era muy delicado, pues la orden había cobrado ya el peso político de un pequeño imperio. Llegaba el momento de introducirse en las naciones que podían verlos como una amenaza, y ponerlas de su parte antes de que los atacaran. Ya habían logrado alguna conversión entre los romanos y los etruscos. Debían avanzar y ganar peso en sus gobiernos hasta controlarlos. El siguiente paso sería penetrar en Cartago y finalmente en el gobierno del enorme imperio persa. El gran sueño político de Pitágoras era una comunidad de naciones. El fin de los conflictos bélicos. No lo vería en vida, pero quizás su sucesor sí. Llevaba treinta años sembrando las semillas de ese proyecto.
«Tal vez en otros treinta sea una realidad».
Junto a la estatua de la diosa Hestia danzaba el fuego sagrado, dibujando sombras ondulantes sobre las paredes interiores del Templo de las Musas. Pitágoras dejó la mirada perdida en el fuego que nunca se apagaba. Sobre aquel fondo de llamas amarillas proyectó mentalmente la imagen de la tetraktys. Recorrió los conocimientos secretos de esa figura sencilla y poco a poco fue conectando con las más profundas y poderosas corrientes de fuerza espiritual.
Las razones entre el uno y el dos, el dos y el tres y el tres y el cuatro eran algunas de las leyes más básicas y fundamentales de la naturaleza que mostraba la tetraktys. Pitágoras había descubierto que la música, la relación armónica entre los sonidos, obedecía a esas proporciones. Ahora ascendió por ese conocimiento y su mente navegó entre las siete esferas celestiales. Como si se tratara de una gran lira, las esferas producían música al desplazarse por el universo. Una música que sólo su espíritu superior podía captar en momentos de inmensa concentración.
Ahora estaba oyéndola.
Desde el estado sublime que había logrado realizó un último esfuerzo, tensando sus propios límites, y consiguió algo que sólo enseñaría al elegido. Extendió el dominio sobre su mente más allá de la frontera natural de la consciencia, penetrando en el territorio inmenso del intelecto que registra y procesa información de un modo automático y casi ilimitado. Amplió el control hasta sus percepciones inconscientes, recuerdos desconocidos y conclusiones precisas e insondables que el cerebro realiza en sus niveles más profundos e inaccesibles, y de las que generalmente sólo vemos ocasionales espejismos a los que llamamos intuiciones. Durante unos instantes terriblemente arduos tendría acceso a las percepciones más tenues e impenetrables de sus sentidos, entendimiento y memoria. Podría analizar todo lo que su cerebro registraba o había registrado en las enormes áreas normalmente inalcanzables para la consciencia. Enfocó aquel potencial extraordinario en Akenón y encontró las mismas impresiones que durante el día: sensibilidad profunda, casi excesiva para el trabajo al que se dedicaba; una endurecida capa de pragmatismo y desapego producto de numerosas experiencias amargas; era un hombre justo y muy capaz, terrenal aunque con una cierta espiritualidad; fiable y adecuado para investigar entre los hombres, desarmado frente a poderosas fuerzas espirituales.
«Espero poder estar a tu lado si tienes que enfrentarte a ellas».
Mantuvo el esfuerzo y trasladó su concentración a los principales discípulos. No halló nada que le llamara la atención y se inquietó. Se había esforzado por hacer crecer a sus predilectos muy por encima del común mortal. Había intentado que fueran grandes maestros, pastores de la humanidad desorientada, como había sido él. Y lo había logrado, pero con ello también los había vuelto resistentes a su capacidad para ver el interior de las personas. Apenas atisbaba algo al buscar las profundidades de su mirada y las resonancias de su voz. Suponía que con la percepción insólita que en estos momentos le proporcionaba su mente podría observar tras las capas que las enseñanzas y el entrenamiento les habían proporcionado, pero no estaba seguro. ¿No ocultaban nada o no había sido capaz de captarlo? Hacía tiempo que había soltado su mano para que realizaran avances por sí mismos.
«Quizás alguno ha llegado más lejos de lo que imaginaba».
Se estaba debilitando. No podría aguantar mucho más.
Centró su pensamiento en Ariadna. Experimentó hacia ella una intensa corriente de amor. Después vino la culpa, aunque él no había podido evitar lo que le sucedió en la adolescencia. Eso la volvió arisca, no aceptaba estar con nadie, ni siquiera con su madre. La única solución para que no abandonara sus estudios fue que él se ocupara personalmente de ella, en contra de la norma de que fuera Téano quien instruyera a las mujeres de la orden. Ariadna se volcó en la doctrina de un modo obsesivo, como si fuera lo único que aplacara su angustia interior. Él quiso moderar aquel exceso, pero acabó cediendo, fascinado por el rapidísimo avance de su hija. Entonces incumplió gravemente otra de sus reglas. Le permitió el acceso a saberes cada vez más elevados demasiado rápido, demasiado joven. Llegó a pensar que ella podría sucederle algún día. Pero Ariadna cambió de nuevo. Ganó confianza y se hizo definitivamente adulta. Dejó de vivir exclusivamente en el mundo de las ideas. Pronto quedó claro que ya no estaba tan interesada en la doctrina, e incluso que había muchas normas morales con las que no estaba de acuerdo. Él tuvo que aceptar que no sería su sucesora y respetar su independencia. Aunque ahora ella trabajaba para la comunidad, se sentía enjaulada en sus límites y solicitaba toda labor que implicara viajar. Quizás, inconscientemente, intentaba huir del pasado.
Las fuerzas le flaquearon y la visión mental parpadeó.
«Un último destino». Apretando los dientes en el Templo de las Musas, Pitágoras desplazó su concentración hacia varios de los consejeros que se oponían a la orden. Su percepción insólita le mostró animadversión e incluso destellos de odio. Más fuertes de lo que había imaginado.
No pudo más y la potencia de su mente se redujo a los límites comunes de la consciencia.
Pitágoras abrió los ojos, confuso. El fuego sagrado bailaba su danza irrepetible. Trastabilló hacia delante y se apoyó en el pedestal de Hestia, jadeando con la espalda encorvada. En el último instante había visto algo más. Todas las percepciones se habían acumulado en un fogonazo aterrador.
«¡No! ¡Dioses, no!».
Había vislumbrado el futuro. Una sombra de lo que sería si los acontecimientos seguían su curso. Un escenario de sangre y fuego.
De sufrimiento infinito y pavoroso.