CAPÍTULO 18

18 de abril de 510 a. C.

La reunión excepcional de esa noche alteraba las disciplinadas costumbres de la comunidad.

Lo habitual era que cada maestro de alto rango se ocupara de un grupo de discípulos matemáticos. Tras la puesta de sol rezaban en común y luego dedicaban un tiempo para meditar individualmente sobre los actos del día. Después cenaban en grupos en los distintos comedores comunales. Esa noche, sin embargo, los discípulos no podían contar con los principales maestros. En honor a Akenón —al menos oficialmente—, Pitágoras había organizado en su casa una cena a la que asistía su círculo más íntimo: los cinco miembros que quedaban vivos del selecto grupo de candidatos a sucederlo.

La estancia estaba iluminada por un par de antorchas pequeñas que desprendían un agradable olor a resina. La cena era frugal, aunque menos de lo usual entre ellos. En consideración a Akenón, a la presencia habitual de agua, pan, miel y aceitunas habían añadido un guiso suave de cerdo, cebolla y guisantes. A Akenón el ambiente de la cena le resultaba extraño. Flotaba un aura de espiritualidad, una silenciosa y solemne parsimonia más propia de una ceremonia sagrada. Tuvo que reconocer que él encajaba mejor en los bulliciosos festines del sibarita Glauco que había disfrutado hasta hacía tres días.

Pitágoras era el centro de aquella congregación. Se podía palpar la reverencia con la que se dirigían a él cada uno de los grandes maestros que estaban cenando en esa mesa.

«Uno puede ser un asesino», se recordó Akenón.

Los observó con discreción. Estaban sentados en una mesa rectangular, con Pitágoras presidiendo en una de las cabeceras. Akenón tenía frente a él a Aristómaco, un hombre bajo y enjuto de unos cincuenta años. Conservaba sólo una franja de cabello grisáceo y encrespado. Se pasaba la mitad del tiempo mirando a Pitágoras como un niño que admira a su padre, y la otra mitad con los ojos entornados, moviendo los labios en silencio, hablando para sí mismo o rezando. Una de las veces que estaba abstraído en su mundo interior se le cayó el pan de la mano y dio un pequeño respingo. Su semblante comedido se desbarató por un momento. Rápidamente se recompuso, recogió el pan y volvió a cerrar los ojos. Akenón tomó nota de su tensión interna.

Junto a Aristómaco se sentaba Evandro. Tenía aproximadamente la edad de Akenón. Mostraba una sonrisa franca y unos ojos juveniles del mismo color castaño que su pelo abundante.

«Está claro que se dedican a algo más que a meditar», pensó Akenón al reparar en la anchura de sus hombros. El mantenimiento del cuerpo como receptáculo del alma era un precepto de la doctrina que Evandro cumplía con agrado. No era raro el día que pasaba dos o tres horas entrenándose en el gimnasio en carreras, lanzamientos e incluso lucha, que Pitágoras permitía con ciertas restricciones.

Daaruk completaba la fila que Akenón tenía enfrente. Le había sorprendido agradablemente ver que Pitágoras incluía en su círculo de máxima confianza a un extranjero. Los griegos tendían a ser bastante intolerantes con los forasteros.

Aunque nadie había mencionado todavía el motivo de la presencia de Akenón en la comunidad, hubo un momento inquietante al respecto.

—¿Puedes acercarme el cuenco de aceitunas? —le pidió Daaruk a Akenón.

Akenón tomó el cuenco y estiró el brazo a través de la mesa. Cuando Daaruk lo cogió, le dio las gracias sosteniéndole la mirada. En ese momento Akenón sintió que los ojos de Daaruk, tan negros como su pelo, le transmitían un mensaje. Su rostro oscuro se limitaba a sonreír con amabilidad, mostrando unos dientes blancos entre los labios gruesos e inmóviles, pero Akenón creyó percibir una voz en su interior: «Sé por qué estás aquí. Espero poder ayudarte». Retiró la mirada, azorado, y estuvo un rato preguntándose si aquello había sido únicamente un producto de su imaginación.

Las siguientes veces que miró a Daaruk no se repitió la experiencia. Se limitaba a departir con sus compañeros. Lo único un poco llamativo fue un fugaz gesto de altivez hacia el hombre que tenía frente a él: Orestes.

Desde que Pitágoras se los había presentado, Orestes había sido el más amable con Akenón. Todos eran bastante circunspectos, no era fácil leer por debajo de su comportamiento controlado; no obstante, Orestes se mostraba particularmente obsequioso. A pesar de no sentarse junto a él, era el que más veces le había ofrecido agua y le había acercado los diversos cuencos de comida. Cuando lo hacía, su mirada mostraba un recóndito destello… se podría decir que suplicante. Todos sabían para qué lo había invitado Pitágoras, aunque no hablaran de ello, y Orestes parecía ansioso por proclamar su inocencia. En principio, aquello era un signo de culpa que Akenón había aprendido a tener en cuenta durante su etapa de policía.

«Pero no creo que sea culpable».

Estaba acostumbrado a encontrar inocentes que al tratar con las autoridades mostraban todos los signos de culpabilidad. La causa era un persistente sentimiento de culpa que padecían algunas personas con un bajo concepto de sí mismas. Una simple mirada bastaba para que enrojecieran y comenzaran a balbucear proclamando su inocencia. Muchos habían sido ejecutados a causa de esta debilidad de carácter.

«Aunque no debo olvidar que también los débiles de carácter cometen crímenes», se dijo Akenón observando a Orestes.

Tenía que evitar los juicios precipitados, sobre todo en medio de aquellos expertos en la naturaleza humana. Frunció el ceño. Estaba incómodo, inusualmente inseguro. Era consciente de que todas sus impresiones podían ser sutilmente inducidas sin que notara que estaba siendo manipulado.

El último de los maestros, sentado a la derecha de Akenón, era Hipocreonte. Después de Pitágoras, resultaba el más parecido al concepto que Akenón tenía de sabio venerable. Casi tan delgado como Aristómaco, tenía el pelo ralo y de un blanco apenas sombreado por algunos cabellos plateados. No le vio sonreír en toda la cena y tampoco dijo más de dos o tres frases. Cuando era otro el que hablaba, Hipocreonte escuchaba con atención y después asentía despacio con la cabeza, como si ponderara metódicamente todo lo que se decía.

Entre aquellos grandes maestros, la velada transcurrió sin sobresaltos casi hasta el final.

En el comedor comunal de las mujeres, la joven Helena de Siracusa terminó de leer en voz alta un pasaje del médico Eurifón. Acto seguido, Téano se puso de pie atrayendo de inmediato la atención de todas las discípulas.

Tras la cena era habitual que una de las más jóvenes leyera un libro y después lo comentara alguna de las maestras. Cuando la que hablaba era Téano, la atención se redoblaba porque el comentario se convertía en una clase magistral. En este caso con mayor razón, pues recientemente Téano y Damo habían ganado al médico Eurifón un debate público sobre el desarrollo del feto. Todas las mujeres de la comunidad estaban muy orgullosas.

Ariadna, sentada a un par de metros, observó a Téano con una sonrisa melancólica. Qué bien envejecía su madre, qué guapa y elegante sin otro aderezo que una cinta blanca a modo de diadema sobre su pelo castaño, de un tono claro similar al suyo. Quería mucho a su madre, pero no habían sabido evitar distanciarse. Cuando le ocurrió… aquello, su madre intentó una y otra vez llegar hasta ella, pero la rechazó todas las veces simplemente porque no era capaz de hacer otra cosa. Su madre no se dio cuenta de que en realidad la consolaba mucho saber que estaba allí, intentando acercarse, aunque ella no la dejara entrar a su trastocado interior. Al final, su madre vio que se aislaba en el mundo de las ideas con su padre y se alejó definitivamente. Ariadna la echó de menos con toda su alma y se sintió más sola que nunca.

Téano estaba exponiendo ahora su conocida idea del paralelismo entre el cuerpo humano y el universo. Ariadna observó cariñosamente la expresión boquiabierta de las más jóvenes, las que oían aquello por primera vez. Envidió su candor. Probablemente hubo un tiempo en que ella era así, pero no conseguía recordarlo. Ahora enarbolaba continuamente el escudo del cinismo. Mantenía a los demás a una distancia segura con sus puyas irónicas. Por otra parte, a veces venía bien tener recursos con los que poner en su sitio a alguno demasiado seguro de sí mismo. Su sonrisa se amplió y puso una mano delante de la cara para ocultarla. Había sido realmente divertido mandar a Akenón a orinar en medio del bosque para que se le bajaran los humos.

Desconectó del ambiente del comedor y empezó a revivir la escena del día anterior.

En sus ojos aleteaba un brillo alegre.

Pitágoras no mencionó durante la cena el tema del asesinato, como si Akenón fuera un invitado que no tuviera ninguna relación con la investigación. A cambio, se dedicó a explicarle a grandes rasgos algunas de las enseñanzas de su hermandad.

—Cada uno de nosotros posee un alma divina, eterna e inmortal —sus palabras parecían quedar grabadas en el ambiente devoto de la pequeña estancia—. Las almas están encerradas en el cuerpo, atrapadas en esta envoltura mortal —dijo señalándose—, pero se reencarnan cada vez que la carne se extingue. Dependiendo de nuestro comportamiento durante la vida, el alma se reencarnará en un ser superior, acercándose más a la divinidad, o descenderá en la escala de los seres vivos.

Akenón ya no estaba prestando atención a los discípulos de Pitágoras. Las explicaciones del maestro lo mantenían completamente absorto. En Egipto la creencia dominante era que tras la muerte, el ka —parte de nuestra fuerza vital— continuaba viviendo en el reino de los muertos. Para ello resultaba necesaria la conservación del cuerpo, razón por la cual era tan frecuente el embalsamamiento. En Cartago, en cambio, muchos consideraban a la tumba la morada eterna de los difuntos. También era frecuente la incineración, como consecuencia práctica de no creer en una vida después de la muerte. Akenón había perdido hacía mucho tiempo cualquier creencia religiosa y sólo le quedaba un prudente respeto. Eso no evitaba que lo que contaba Pitágoras le resultara fascinante.

—¿Quieres decir que un criminal puede llegar a reencarnarse en un animal?

—Por supuesto —afirmó el maestro con total seguridad—. El tránsito puede realizarse hacia cualquier ser vivo, desde las plantas hasta los hombres; y dentro de éstos, de los menos capacitados hasta aquellos a los que sólo separa un fino velo de la divinidad. Yo mismo he reconocido en el ladrido de un perro el timbre de la voz de un amigo fallecido.

Akenón vio por el rabillo del ojo que Evandro asentía en silencio, como si él hubiera sido testigo de aquello. Pitágoras continuó la explicación con aquel caudal de voz que era tan grave como reconfortante.

—Nuestras almas eran libres, pero cometieron una grave falta. Debido a ese error del pasado, ahora tienen que transitar por una serie de vidas hasta que demuestren estar de nuevo preparadas para unirse a la esencia divina. En la comunidad purificamos el cuerpo y la mente para que nuestra siguiente reencarnación suponga ascender en la rueda de reencarnaciones. Cuando se trabaja con disciplina y conocimiento, el camino hacia lo divino es más rápido, e incluso se logran capacidades que trascienden lo que suele considerarse posible en un ser humano.

Akenón estaba cautivado por las palabras del maestro. Oyéndolo, resultaba imposible pensar que no fueran otra cosa que la Verdad.

—¿Por ejemplo? —preguntó en un susurro.

—Logrando una armonía sublime de cuerpo y alma, se pueden recordar acontecimientos de las vidas pasadas y ayudar a otros a recordarlas, leer las mentes de los hombres, aplacar las fuerzas de la naturaleza…

Pitágoras le dirigió una sonrisa cálida y Akenón se dio cuenta de que estaba inclinado hacia delante con la boca abierta y los ojos como platos. Recompuso la postura, sintiéndose avergonzado porque todos los maestros lo estaban mirando, pero no por ello dejó de hacer preguntas.

—¿Y qué es lo que permite obtener semejantes capacidades? —dudó un instante antes de continuar—. ¿Podría conseguir yo alguna de ellas?

Pitágoras lo miró a los ojos en silencio.

—Akenón, ser ambiciosos con nuestro desarrollo es positivo, pero también es necesario ser paciente. Muchos de los que llaman a nuestra puerta son rechazados por no estar movidos por los motivos adecuados. Tampoco dejamos que se unan a nuestra orden quienes no tienen las capacidades o naturaleza convenientes. De los aceptados, la mayoría son iniciados sólo en la parte exterior de la doctrina, la concerniente al cuidado físico y las reglas morales. Casi todos residen fuera de las comunidades. Por otra parte, aquellos que son aceptados como discípulos residentes tienen que pasar un período mínimo de tres años en calidad de oyentes. Tres años en silencio, dedicados a escuchar a sus maestros, a estudiar los fundamentos básicos de nuestras enseñanzas y a meditar.

Akenón asintió, recordando a los dos hombres silenciosos que acompañaban a Ariadna cuando fue a buscarlo a Síbaris.

—Si superan esta etapa —prosiguió Pitágoras—, los discípulos oyentes empiezan a trabajar en el núcleo complejo de la doctrina, tratando de comprenderla con ayuda de sus maestros. Habrán alcanzado el grado de matemático. Estudiarán las propiedades de los números y las figuras geométricas. También las proporciones y reglas contenidas en la música, en el movimiento de las esferas celestiales y en todos los acontecimientos de la naturaleza. —Se inclinó hacia Akenón como si fuera a revelarle un secreto—. Todo es número, Akenón, todo es número. El que de verdad comprende esto, se convierte en un maestro de la doctrina. Entonces puede empezar a trascender las limitaciones inherentes a la naturaleza humana. Comprender es empezar a dominar. Uno de cada mil hombres, si dedica toda su vida a ello, puede llegar a este punto.

Se echó hacia atrás de nuevo y siguió hablando.

—El objetivo de cada hombre no debe ser llegar a un punto, sino avanzar desde donde está. ¿Avanzar hasta dónde? —preguntó retóricamente—. Eso depende de muchos factores. Hay que intentar dar un paso cada día, y cuando se retrocede esforzarse por recuperar lo perdido. Muchos no quieren, y muchos no pueden. Yo muestro el camino y hago de guía, pero cada uno debe realizar sus propios avances. —Clavó en Akenón sus ojos de fuego sólido—. En ti veo grandes cualidades. Podrías ser un iniciado, pero no un discípulo interno. Al menos no en esta época de tu vida, pues para ello deberías hacer renuncias a las que no estás dispuesto.

Akenón se preguntó a qué se refería Pitágoras: ¿renunciar a las mujeres? —Ariadna apareció un instante en su cabeza y la borró rápidamente—; ¿renunciar a comer y beber sin rígidas limitaciones?, ¿renunciar a su libertad? Bien, ciertamente no estaba dispuesto a dejar de disfrutar de la vida a cambio de algo en lo que no creía… Sacudió la cabeza, sorprendido al darse cuenta de que sus pensamientos se habían vuelto defensivos. Debía de haber reaccionado al hecho de que estaba siendo atraído por el discurso de Pitágoras como un marinero hacia el canto de las sirenas. Convertirse en un ser superior con poderosas facultades era un sueño muy atractivo, sobre todo si te mostraban el camino teórico para conseguirlo.

Levantó la mirada, sintiéndose como si acabara de despertar de un sueño o de un hechizo cuya niebla todavía lo rodeaba.

—Lo siento, pero creo que necesito retirarme.

En ese momento Aristómaco adelantó su pequeño cuerpo con un ademán nervioso.

—Me gustaría hacer un único comentario. El inventor de la tetraktys —señaló a Pitágoras con una respetuosa inclinación de cabeza— puede llegar a ser demasiado bondadoso en su juicio sobre algunos de sus enemigos. Por ello, me veo en la obligación de manifestar…

—¡No sigas! —lo reconvino Pitágoras.

Aristómaco se calló de inmediato. Bajó la vista con el semblante crispado y los puños apretados. De repente su rostro compuso una intensa expresión de dolor y continuó hablando.

—Tiene que saberlo —se giró apresuradamente hacia Akenón—. Cilón juró vengarse de Pitágoras cuando le negó el acceso a la comunidad. Todos pensamos que la investigación debe centrarse sobre él, por muy poderoso que sea. —Agachó la cabeza y su voz se convirtió en un gemido—. Lo siento, maestro.

Se hizo un silencio tenso. El resto de discípulos mantenía la mirada en la mesa, sin reaccionar a las palabras de su compañero. Akenón los examinó con rapidez y descubrió que Daaruk asentía muy levemente. No lo estaba mirando, pero Akenón percibió que su atención estaba puesta en él. Escudriñó su rostro sin detectar más indicios y arrugó el entrecejo.

«¿Daaruk quiere que sospeche de Cilón, o del propio Aristómaco?».