18 de abril de 510 a. C.
La belleza de los números era el eco de su poder.
«Un poder que unos pocos apenas vislumbran, y que yo debo poseer en su totalidad».
Colocando sobre la mesa otro pergamino, dibujó la tetraktys en la parte superior y a continuación comenzó a trazar líneas y triángulos. Sus trazos se convirtieron poco a poco en figuras cada vez más complejas. Notó que su mente se elevaba sobre lo material y comenzaba un diálogo con las fuerzas ocultas de la naturaleza.
«Pitágoras, tu enfoque es equivocado».
Todavía recordaba la época en la que consideraba a Pitágoras un ser superior. Al principio lo había deslumbrado, pero en pocos años se acostumbró a su fulgor y sin darse cuenta dejó atrás al gran maestro que la muchedumbre reverenciaba.
«Aplastaré a vuestro maestro y os someteré para siempre».
El estado de éxtasis en esta ocasión no era completo. Una preocupación lo empañaba. Pitágoras contaba con ayuda externa, el egipcio, una amenaza que debía cuantificar. De momento sabía poco más que su nombre, pero ya tendría ocasión de ver en su interior, conocer sus capacidades y su naturaleza.
Respiró profundamente.
Su envoltura corporal era una crisálida a punto de eclosionar. Cuando completara la metamorfosis, tendría el poder de un dios.
«Estoy cerca, muy cerca».