CAPÍTULO 15

18 de abril de 510 a. C.

Akenón nunca había oído hablar de Milón. Al decírselo a Pitágoras, éste respondió extrañado:

—¿En Cartago no conocéis al seis veces campeón de lucha en los Juegos Olímpicos, y siete veces campeón en los Juegos Píticos?

Akenón se encogió de hombros y volvió a negar con un ligero cabeceo. No sabía quién era Milón y tampoco conocía los Juegos Píticos. En cambio, sí sabía que los Juegos Olímpicos eran un torneo de un día de atletismo y lucha en donde competían todas las ciudades-estado griegas. Lo hacían en honor de Zeus, su principal dios, y los vencedores obtenían la gloria para ellos y sus ciudades, además de vivir el resto de su vida a costa del tesoro público. También sabía que los Juegos Olímpicos se celebraban en Olimpia cada cuatro años. Eso significaba que el tal Milón había sido campeón de lucha durante más de veinte años. El yerno de Pitágoras debía de ser todo un coloso.

—No le digas a Milón que en Cartago no es famoso —continuó Pitágoras—, porque está convencido de ser el griego más conocido de todos los tiempos dentro y fuera de nuestras fronteras.

El maestro soltó una carcajada breve y Akenón lo miró de reojo, dándose cuenta de que su fachada animosa no correspondía con su estado interno.

Pitágoras prosiguió más serio, caminando lentamente con las manos enlazadas tras la espalda.

—Milón puede resultar algo rudo, pero es un hombre de buenos principios. También es una gran figura pública. Forma parte del Consejo de los 300 y comanda el ejército de Crotona. No se dedica a la orden como su mujer, mi hija Damo, pero es un iniciado. —Akenón sonrió con disimulo al saber que la mujer de Milón no era Ariadna—. Milón acude a la comunidad con regularidad y ha puesto a disposición permanente de la hermandad una casa de campo donde celebramos algunas reuniones.

Pitágoras se detuvo y miró alrededor pensando si continuar o dar ya la vuelta. Llevaban sólo veinte minutos recorriendo los senderos del bosque, pero comenzaba a oscurecer. Se giró hacia Akenón.

—Creo que tengo la suerte de contar con la mejor familia que puede desear un hombre. Mi mujer y mis tres hijos han sido un regalo de los dioses. Además, los miembros de la hermandad desarrollamos lazos muy estrechos entre nosotros.

Una luz refulgió en el fondo de su mirada dorada y Akenón experimentó un vértigo momentáneo, como si se asomara a un abismo sin fondo. La voz del maestro de maestros adoptó un tono diferente:

—Éste es uno de los principales preceptos de la doctrina: la amistad como vínculo sagrado. En la orden todos los miembros son mis amigos, mis hermanos… —dudó un momento, como si no estuviera seguro de querer continuar—… pero como es lógico, hay círculos dentro de los círculos.

Hubo un momento de silencio. El bosque entero parecía pendiente de las siguientes palabras de Pitágoras. Akenón miraba con atención al maestro, dándose cuenta de que estaba a punto de llegar al origen de su preocupación.

—El más interno de los círculos dentro de la comunidad lo forman los discípulos que llevan más tiempo conmigo, y que a la vez han demostrado mayor capacidad de asimilación y desarrollo de mis enseñanzas. Hasta hace tres semanas, este círculo lo componían seis miembros. Uno ha sido asesinado, quedan cinco. —Pitágoras desvió la vista por encima de Akenón, observando el cielo cada vez más oscuro—. Regresemos.

Mientras desandaban el camino, Akenón apenas distinguía las irregularidades del terreno y procuraba pisar por donde lo hacía el maestro. Pitágoras había mencionado el asesinato pero después se había callado, quizás para no incumplir su compromiso de no hablar de ello. ¿O había sido un sutil intento de manipularlo?

Akenón sintió una punzada de culpabilidad.

«Maldita sea, ¿por qué tengo que sentirme culpable?».

No tenía ninguna obligación moral de encargarse de aquel caso… ¿O sí?

Vinieron a su mente imágenes de cuando tenía trece años. Volvió a ver a su padre y a Pitágoras riendo juntos. Era innegable que su padre apreciaba mucho a Pitágoras. Él mismo le tuvo mucho cariño cuando estuvo en Egipto. Lo observó con disimulo. Ofrecía una imagen venerable. Su barba y largos cabellos blancos relucían en la penumbra tanto como su túnica de lino.

«Pero esto no es cuestión de apariencias».

Su malestar residía en que sentía que debía ayudar a Pitágoras… aunque… ¿quizás el maestro había utilizado sus misteriosas capacidades para alterar sus sentimientos? Procuró reflexionar fríamente. No, no era eso. Tenía que ayudar a Pitágoras porque lo apreciaba y porque respetaba lo que hacía. Porque sabía que era un hombre generoso que luchaba por instaurar la paz entre individuos y entre gobiernos. Y, de acuerdo, también en recuerdo a su padre, a cuyos asesinos no fue capaz de capturar.

—Cuéntame algo más sobre ese asesinato.

El maestro se volvió hacia él. Akenón escudriñó su expresión buscando algún atisbo de triunfo, pero no lo encontró.

—Me temo que no hay demasiado que contar. La policía lo investigó durante varios días sin obtener una sola pista. —Pitágoras meditó unos instantes, recordando aquella tragedia con la mirada sombría—. Estaba reunido en el Templo de las Musas con mis seis discípulos de mayor confianza. Comencé a hablarles por primera vez del tema de mi sucesión… —se detuvo, indeciso—. Akenón, todo esto es extremadamente secreto. Podría tener consecuencias catastróficas que alguien más supiera lo que te estoy contando.

Akenón asintió. Los ojos de Pitágoras atraparon su mirada y sintió de nuevo que el maestro podía leer en su mente.

—Bebimos un poco de mosto —continuó Pitágoras—. Cada uno de su copa, todos al mismo tiempo. Unos segundos después, Cleoménides, que estaba sentado a mi derecha, cayó muerto. Aparentemente había sido envenenado. Guardamos su copa como prueba; la policía la examinó y dijo que el veneno se encontraba en el mosto. Afirman estar seguros de que lo mataron con raíz de mandrágora.

Akenón frunció el ceño. Él era un experto en todo tipo de sustancias, tanto benéficas como perjudiciales, y sabía que hay diversos tipos de mandrágora cuyos efectos son muy variados.

—¿Conserváis esa copa o algo del mosto que bebió Cleoménides?

—El mosto se derramó, pero tengo la copa a buen recaudo, no dejé que se la llevara la policía. Ya tenía la idea de recurrir a ayuda externa, pues me temo que el enemigo puede ser alguien de Crotona o incluso de dentro de la comunidad.

—¿Sospechas de alguien?

El anciano negó con la cabeza. Estaban acercándose al pórtico de entrada. A pesar de no haber nadie cerca, se aproximó a Akenón y bajó la voz.

—No tengo ningún sospechoso claro, y por lo tanto todo el mundo lo es. Puede ser alguien de fuera con un colaborador interno, o puede que alguien de dentro. Tengo que reconocer que los candidatos a sucederme, los hombres que estaban esa noche conmigo, deben ser considerados sospechosos. —Hizo un gesto hacia la comunidad—. En un momento los conocerás, pues vamos a cenar con ellos. Aunque son los hombres en los que más confío, supongo que es importante tener en cuenta que Cleoménides era el principal candidato a sucederme, y que su muerte mejora considerablemente las opciones de los demás candidatos. No obstante, también debes saber que ellos desconocían quién iba a sucederme. Yo no se lo había comunicado a nadie y ni siquiera tenía la decisión cerrada.

Antes de cruzar el pórtico, Pitágoras se detuvo y se giró por última vez hacia Akenón. Su voz se convirtió en un susurro profundo.

—No quiero engañarte, Akenón. La orden tiene enemigos políticos muy poderosos. Por otra parte… —se detuvo un momento, eligiendo las palabras—. Has de saber que los grados más altos de mis enseñanzas proporcionan poder sobre la naturaleza y sobre los hombres. Un poder cuyos límites todavía desconocemos.

Akenón tragó saliva y la expresión de Pitágoras se endureció antes de concluir.

—El enemigo puede ser enormemente peligroso. Y sé que intentará volver a matar.