18 de abril de 510 a. C.
Glauco tenía los ojos muy abiertos, como en una expresión de continua sorpresa, pero los que lo rodeaban se daban cuenta de que no los veía.
Dos días antes, tras ordenar que castigaran a Yaco por su traición, el sibarita se había bebido el preparado de Akenón y había caído profundamente dormido. A la mañana siguiente, un secretario llamado Partenio lo encontró durmiendo en un triclinio del salón de banquetes. Cerró las puertas del salón y dio instrucciones de que no lo molestaran. Sin embargo, varias horas más tarde, viendo con inquietud que su señor no despertaba, ordenó a unos esclavos que lo trasladaran a la cama de su habitación.
Llevaba un día y medio sin levantarse de ella.
La primera tarde, al darse cuenta de que su señor comenzaba a tener fiebre, Partenio había encargado un sacrificio en el templo de Asclepio, dios de la medicina. El sacrificio había sido espléndido, pero el dios no se había conmovido por Glauco y la fiebre no dejaba de subir.
Partenio contempló a su señor y sacudió la cabeza desmoralizado.
«¿Qué más podemos hacer?».
Junto a la cama había dos esclavos que mantenían la frente de su amo cubierta con paños fríos. También humedecían sus labios con una infusión preparada con hierbas que les había dado el sacerdote de Asclepio.
De pronto Glauco se incorporó en la cama chorreando sudor, con la mirada fija en imágenes que sólo veía él. Extendió sus brazos rollizos y abrió las manos como si intentara coger algo que estaba a punto de rozar con la punta de los dedos.
—¡Yaco, Yaco, Yaco…! —sus gritos eran desgarradores.
Partenio miró a su amo con el rostro crispado.
«Por Zeus y Heracles, ya empieza otra vez».
Se dio la vuelta y salió apresuradamente de la estancia. No podía soportar más aquello. Cada pocos minutos Glauco rompía a gritar el nombre de su amante hasta que volvía a desplomarse sin fuerzas.
Partenio pasó junto al altar de Hestia y atravesó el patio en dirección a las puertas de entrada. Allí se encontró con el jefe de la guardia del palacio, un hombre severo y eficiente.
—¿Alguna novedad? —gruñó Partenio.
—Acabamos de terminar los interrogatorios. Una esclava afirma que vio entrar al investigador egipcio en la sala de banquetes cuando ya sólo estaba allí nuestro señor Glauco. —El jefe de los guardias intensificó su mirada—. Dice que llevaba una copa y que iba removiendo su contenido.
Una idea espantosa restalló en la mente de Partenio:
«¡Nuestro señor ha sido envenenado!».
—¡Por todos los dioses! —exclamó con rabia—. Tenemos que atrapar a ese malnacido de Akenón como sea.