CAPÍTULO 139

8 de agosto de 510 a. C.

—¡Padre!

Ariadna corrió hacia Pitágoras, se arrodilló frente a la cama y hundió la cara en el pecho de su padre.

—Ariadna —susurró Pitágoras acariciando el pelo de su hija. Después la estrechó con fuerza y lloró en silencio mientras ella sollozaba contra su pecho.

Akenón permaneció en el marco de la puerta, respetando la intimidad entre padre e hija. El médico Tirseno acababa de decirles que la herida de Pitágoras estaba curando bien, pero Akenón había temido que aquello fuese una mentira piadosa para tranquilizar a Ariadna.

«Gracias a los dioses», pensó Akenón mientras lo observaba. Aunque el filósofo estaba más delgado y pálido, no parecía el moribundo que había temido encontrar.

El entablillado de Pitágoras, no obstante, era muy llamativo. Varios listones de madera, atados con cintas de tela, recorrían el lado izquierdo de su cuerpo desde las rodillas hasta la mitad del torso, obligándole a mantenerse rígido. Una banda de lino le recubría la herida de la cadera. Akenón husmeó disimuladamente el aire de la habitación. No encontró rastros del olor dulzón propio de la putrefacción de la carne. Teniendo en cuenta que ya habían pasado diez días desde que hirieron a Pitágoras, eso era muy buena señal.

Ariadna levantó la cabeza y rió, un poco avergonzada por haber llorado como una niña. Apretó las manos de su padre y permanecieron un rato contemplándose en silencio. Después Pitágoras se volvió hacia Akenón.

—Amigo mío, qué alegría volver a verte.

Akenón se adelantó sonriendo y estrechó una de las manos de Pitágoras. Ariadna seguía agarrada a la otra.

—Imagino que eso es obra de Daaruk —Pitágoras señaló la cara de Akenón. La hinchazón del pómulo derecho todavía era visible, la nariz había quedado algo torcida y el cuello mostraba una irregular franja marrón.

Akenón asintió.

—Daaruk y Bóreas me atraparon y estuvieron a punto de matarme, pero gracias a Ariadna ya no tenemos que preocuparnos por ninguno de ellos.

Pitágoras les pidió que relataran todo lo sucedido. Le explicaron que Akenón había averiguado la identidad de Daaruk gracias a su anillo. También le contaron cómo Ariadna había conseguido acabar con Bóreas, acudir a la villa donde estaba Akenón para desatarlo y luego al Consejo para desenmascarar a Daaruk. Ariadna no pudo evitar una mueca burlona al recordar que Daaruk había huido del Consejo a su refugio creyendo que escapaba, y lo único que logró fue que Akenón lo atrapara.

—Cuando Eritrio me indicó dónde estaba la villa de la familia de Daaruk —dijo Ariadna—, le pedí que no revelara esa información a nadie más. Así me aseguré de que nadie iba a interferir en nuestros planes. Además, eso nos permitió pasar la noche en aquel lugar, pues Akenón estaba malherido y no podía cabalgar. A la mañana siguiente, antes de que amaneciera, fui al puerto para conseguir un barco con el que alejarnos de Crotona. Mientras recorría el puerto conocí a Eshdek.

Ariadna levantó la mirada hacia Akenón y él tomó el testigo del relato:

—Eshdek es un amigo de Cartago de total confianza. Es un poderoso comerciante para el que yo trabajo casi siempre. Se encontraba en Crotona por casualidad, pues su destino era Síbaris. Al recibir noticias de todo lo que había ocurrido en la ciudad de los sibaritas, decidió intentar vender sus productos en Crotona. Afortunadamente, Ariadna recordaba que yo le había hablado de él, así que lo abordó y Eshdek se ofreció inmediatamente a ayudarnos. Nos recogió con uno de sus barcos en una playa y nos mantuvo ocultos durante varios días. Mientras tanto sus hombres nos fueron informando de todo lo que sucedía. En cuanto supimos que estabas en Metaponte, zarpamos en el barco de Eshdek.

—¿Qué habéis hecho con Daaruk? —preguntó Pitágoras mirando a su hija.

El semblante de Ariadna se nubló bruscamente. Rehuyó la mirada de su padre y se hizo un silencio embarazoso. Finalmente Akenón respondió en lugar de Ariadna.

—Está encadenado a un remo en el barco de Eshdek. No podíamos entregarlo a la justicia crotoniata, pues hay demasiada gente a la que ha sobornado y que lo ayudaría con la esperanza de recibir más oro. —Titubeó un instante antes de concluir—. También tuvimos que tener en cuenta el poder de seducción de su mirada y de su voz hipnótica.

Pitágoras asintió con expresión sombría. Ariadna se levantó en silencio y se asomó a la ventana. Mientras contemplaba las sombras de la noche experimentó una melancolía profunda. Siempre había sentido que no encajaba del todo en la hermandad, pero ahora tenía la dolorosa certeza de que, a causa de Cilón y Daaruk, la distancia que la separaba de la orden pitagórica se había vuelto insalvable. Su padre siempre la querría, pero nunca podría aprobar algunos de los sentimientos oscuros que había dentro de ella, que formaban parte de ella igual que los demás rasgos de su persona.

Pitágoras la contempló con tristeza y después se dirigió a Akenón.

—¿Vas a volver ya a Cartago?

Akenón respondió afirmativamente, pero Ariadna no prestó atención a sus palabras. Estaba pensando en el segundo día que habían pasado ocultos en el barco de Eshdek. Mientras cambiaba el vendaje de la cara de Akenón, uno de los marineros había llegado con la noticia de que habían ejecutado a Cilón.

—Su cuerpo está expuesto en la puerta norte de Crotona —dijo el marinero.

Ariadna sintió en ese momento una irrefrenable necesidad de contemplar el cadáver. Al caer la noche, ocultó su rostro tras una capucha y abandonó el barco. No avisó a Akenón porque sabía que él habría intentado impedírselo.

Cuando llegó junto al cuerpo de Cilón, le decepcionó un poco que aquel rostro hinchado y deformado apenas fuera reconocible. Aun así pasó media hora inmóvil frente a él, indagando en sus sentimientos. Por ser la hija de Pitágoras sentía la obligación de experimentar perdón o compasión, pero no fue eso lo que ocurrió. Al recordar que Cilón había ordenado que la secuestraran y violaran, que había dirigido el ataque a la casa de Milón, que había dedicado su vida a aplastar a su padre y los suyos… Al recordar todo eso y contemplar su cadáver, lo que sintió fue una liberación rabiosa, a la que sucedió inmediatamente una profunda sensación de vacío.

Dos días después, Ariadna y Akenón abandonaron la pequeña comunidad de Metaponte. Habían pasado la mayor parte del tiempo con Pitágoras, cuya evolución continuaba siendo buena gracias a los cuidados de Tirseno.

Los casi mil kilos de oro obtenidos en la villa de Daaruk, y que ahora estaban ocultos en las bodegas del barco de Eshdek, se los habían repartido a medias entre Ariadna y Akenón. Antes de irse de Metaponte, Ariadna ofreció a su padre prácticamente todo su oro y Akenón le cedió la mitad del suyo. Pitágoras se encontró inesperadamente con más de setecientos kilos de oro, cerca de cuatro millones de dracmas.

«Eso cubrirá los gastos de todas las comunidades pitagóricas durante varios años», pensó Ariadna.

En pocos minutos llegarían al lugar donde estaba atracado el barco de Eshdek. No habían hablado desde que iniciaron la marcha. Ariadna observó de reojo a Akenón y pensó en decirle algo, pero no lo hizo. Era evidente que los pensamientos de Akenón lo habían llevado muy lejos de allí.

«Está pensando en Cartago. Debe de ver su regreso como una liberación después de todo lo que le ha ocurrido aquí».

Ariadna miró de nuevo al frente. Antes de caer en las manos de Daaruk y Bóreas había sentido que estaba incapacitada para una relación. Sin embargo, desde que se había enfrentado al gigante notaba que eso había cambiado. Seguían produciéndole aprensión los riesgos emocionales de exponerse tan íntimamente a alguien, pero habían desaparecido el bloqueo y los temores insuperables. Ya no había un trauma que se interpusiera entre ella y Akenón.

«Pero no debo decirle que estoy embarazada». Si lo hacía, él se sentiría obligado a ocuparse de ellos y de ese modo nunca conocería sus verdaderos sentimientos.

Las últimas semanas habían sido tan turbulentas y trágicas que todo lo demás había pasado a un segundo plano. No obstante, en los últimos días sí habían tenido ocasión de hablar con más calma. «Y Akenón no ha hecho ni una sola mención a nuestra relación». No sólo eso, sino que ella lo había oído varias veces hablando con Eshdek de las ganas que tenía de regresar a Cartago.

Intentando pensar en otra cosa, Ariadna evocó la despedida de su padre. Al instante se le humedecieron los ojos. Apretó los dientes para evitar llorar, pero sintió que una lágrima traicionera se deslizaba lentamente por su cara. En la habitación de su padre, tras darle el último beso, se había alejado de él en dirección a la puerta. Entonces le había asaltado el pensamiento de que el rostro de su padre, al estar ella de espaldas, estaría mostrando lo que de verdad sentía hacia ella. No podía ser sino pesadumbre y condena, pues su actitud respecto a sus enemigos, rencorosa y vengativa, era opuesta a las enseñanzas morales de su padre. Llegó al umbral abatida, y en ese instante experimentó el impulso irreprimible de darse la vuelta. Merecía la desaprobación que iba a encontrar, el castigo de ver con claridad en el semblante de su padre que lo había defraudado. Giró la cabeza con brusquedad para sorprenderlo. Enmarcados en el majestuoso cabello blanco, cada rasgo de aquel hombre sobrio, poderoso y venerado transmitía lo mismo que su mirada dorada.

La ternura de un padre que ama a su hija.