1 de agosto de 510 a. C.
Tres días después del ataque a la villa de Milón, Pitágoras llegó inconsciente a Metaponte.
Durante el trayecto, la barca que lo transportaba sólo había tocado tierra en una breve ocasión, cerca de Síbaris. Se limitaron a llenar un recipiente de agua dulce y hacer un vendaje al filósofo que sustituyera al primero, improvisado con un trozo de túnica. Con el segundo vendaje la hemorragia se detuvo completamente, pero Pitágoras necesitaba un descanso que los escapados no se podían permitir. Regresaron inmediatamente a la mar y el estado de salud del filósofo continuó deteriorándose con cada hora de navegación.
Cuando por fin atracaron en lugar seguro, los tripulantes de la embarcación llevaron a toda prisa a su líder a que lo atendiera Tirseno, el afamado médico de la comunidad de Metaponte.
Tirseno contempló con inquietud la herida de Pitágoras y su rostro lívido e inerte.
—Ha perdido mucha sangre —dijo negando con la cabeza—. No sé si recobrará la consciencia. —Palpó con cuidado el contorno de la carne rajada—. Tenemos que conseguir que la herida no se infecte, pero la articulación está fracturada. Aunque salvara la vida, no creo que volviera a andar.
Pitágoras despertó al tercer día de llegar y contempló desconcertado su entorno. Estaba tumbado en la única cama de una habitación pequeña. En la pared frente a su lecho había una ventana con los postigos cerrados, lo que mantenía la estancia en penumbra. A pesar de ello, reinaba un calor sofocante que lo hacía sudar. Lo único que cubría su cuerpo desnudo era una banda de tela que le tapaba la cintura. Un aparatoso entablillado desde el muslo hasta la espalda lo mantenía boca arriba, sin poder cambiar de posición ni doblar el cuerpo.
Poco a poco le vinieron imágenes de los últimos días, recuerdos que había registrado estando semiinconsciente. Recordó que se encontraba en la comunidad pitagórica de Metaponte, una colectividad de poco más de cien miembros encabezados por Astilo.
«Astilo…».
El dolor crispó el rostro de Pitágoras y cerró los ojos. El gran maestro Astilo, líder de los pitagóricos de Metaponte, era uno de los hombres que habían muerto durante el ataque a la casa de Milón.
—¿Te duele?
Pitágoras abrió los ojos sobresaltado y vio ante sí a un hombre pequeño que lo miraba con expresión preocupada. Era Tirseno, el médico de aquella comunidad. Pitágoras había coincidido con él varias veces a lo largo de sus viajes y recordó vagamente que lo había estado cuidando durante los últimos días. Tirseno tenía alrededor de sesenta años, pero conservaba todo el cabello y no se veía una sola cana en su pelo negro y ensortijado. Sus ojillos vivaces permanecían fijos en él.
—No, no me duele, pero estaba recordando el ataque. —Pitágoras negó con la cabeza—. Me he acordado de que Astilo es uno de los que cayeron.
Tirseno suspiró y se sentó en un taburete junto a la cama del filósofo.
—Todo lo que ha ocurrido es… —el médico hizo un gesto con las manos, indicando que no era capaz de expresarlo con palabras. Después suspiró de nuevo y continuó hablando—. Afortunadamente tú has sobrevivido al ataque. Tienes una naturaleza prodigiosa. Tu cuerpo se restablece como si tuvieras la mitad de tu edad.
—Siempre ha sido así. —Pitágoras esbozó una sonrisa triste—. Pero los últimos meses me han convertido en un anciano.
—Han sido tiempos duros —asintió Tirseno—. Por fortuna, los culpables ya no podrán hacer más daño.
Pitágoras enarcó las cejas y trató de incorporarse.
—¿Cómo… —Un latigazo de dolor le hizo dejar la pregunta a medias.
—No intentes levantarte. —Tirseno apoyó una mano firme y cálida en el hombro de Pitágoras y esperó a que se disipara el dolor de su rostro—. Lo último que sabes es que os atacaron… —Se quedó pensativo, recordando toda la información que había llegado desde Crotona en los últimos días, y después continuó—: Antes de que os atacaran, Cilón se presentó en el Consejo de los Mil junto a un enmascarado. Con el apoyo de gran parte del Consejo y de muchos militares comprados, detuvieron a los 300 y organizaron la expedición que atacó la casa de Milón.
—¿Cuántos de los nuestros han sobrevivido? —preguntó Pitágoras temiendo oír la respuesta.
—Excepto los siete que alcanzasteis la playa, los demás murieron asesinados.
Pitágoras ahogó un sollozo. Apretó los párpados y levantó una mano para que Tirseno le concediera un momento. Ya había imaginado que Milón, Evandro y el resto de hombres que habían ido a luchar al patio podían haber muerto, pero la confirmación le resultó desgarradora.
Al cabo de un rato le hizo una seña a Tirseno para que continuara.
—Después de atacaros regresaron al Consejo —prosiguió el médico—. Parece que su siguiente paso iba a ser arrasar la comunidad de Crotona, pero la aparición de tu hija desbarató sus planes.
—¡Ariadna! —exclamó Pitágoras sorprendido y esperanzado. Lo último que sabía de ella es que había desaparecido dos días antes de la cumbre pitagórica.
—Sí, tu hija Ariadna irrumpió a caballo en medio del Consejo. Dicen que fue algo espectacular. Habló con tanta firmeza y convicción que era como si tú mismo estuvieses a lomos de aquel caballo, luchando con la fuerza de las palabras mientras hacía caracolear a su montura para que los guardias no la detuvieran. —Tirseno sonrió al ver que aquello animaba a Pitágoras—. De algún modo, Ariadna había averiguado quién era el enemigo que os estaba atacando desde hacía tiempo, quién se escondía tras la máscara.
Los ojos de Pitágoras se abrieron todavía más, tan impresionado y orgulloso por la actuación de su hija como intrigado por la identidad del enmascarado.
—¿Quién era? —consiguió preguntar.
—Uno de tus grandes maestros: Daaruk.
«¡¿Daaruk?!». El asombro dejó a Pitágoras sin habla. Apartó la vista de Tirseno y se quedó mirando al techo. Un momento después frunció el ceño. «¿Cómo es posible?», se dijo negando con la cabeza sobre la almohada. Él mismo lo había visto caer al suelo echando espuma por la boca y quedarse inmóvil, sin respiración. Además, Akenón había dicho que no tenía pulso. «Y su esclavo Atma quemó el cuerpo en una pira funeraria».
Parecía imposible… pero lentamente se fue dando cuenta de que, de algún modo, sabía que era cierto. Aunque no imaginaba cómo podía haber simulado todo aquello, ahora cobraban sentido las pistas que les había estado enviando para burlarse de ellos.
«Daaruk, Daaruk…». Pitágoras sacudió la cabeza, reviviendo las impresiones que su discípulo le había causado a lo largo de los años. Cuando era un joven recién iniciado aprendía con una rapidez pasmosa. Además, combinaba lo que aprendía con sus propias ideas de un modo muy original. Luego pareció estancarse, alcanzar un techo. Pitágoras no se extrañó, pues era un proceso que había visto en otros maestros brillantes.
«Sin embargo, Daaruk no alcanzó un techo, sino que lo simuló».
Pitágoras se había dado cuenta de que Daaruk era algo vanidoso y de que no era tan generoso como sus compañeros, por eso nunca lo habría nombrado sucesor. No obstante, jamás habría sospechado que sus límites eran fingidos y que en realidad había avanzado hasta superarlo a él.
«El método de aproximación al cociente usando mi teorema, la manera de aproximar raíces, el descubrimiento de los irracionales…».
¿Qué más secretos del universo habría desentrañado aquel prodigioso demonio?
De repente Pitágoras sintió que la habitación se oscurecía como si el sol se apagara. Escuchó la voz alarmada de Tirseno junto a él. Quiso responder, pero no fue capaz de hacerlo.
Había vuelto a desmayarse.
El desvanecimiento de Pitágoras fue causado por su estado extremo de debilidad. Aunque se repuso sin problemas, Tirseno decidió que no le daría más noticias hasta que recuperara algo de fuerzas.
Al día siguiente, sin embargo, descubrió que Pitágoras no estaba dispuesto a esperar:
—Tirseno, cuéntame qué ocurrió después —dijo en cuanto el médico entró en su habitación—. Prometo no volver a desmayarme —añadió en tono de broma.
Tirseno observó a Pitágoras sin responder. El filósofo se esforzaba por sonreír, pero apenas conseguía que sus labios se curvaran débilmente.
«Intenta aparentar unas fuerzas que no tiene», pensó el médico. Suspiró y se sentó en el mismo taburete que el día anterior.
—Daaruk consiguió arrebatar el caballo a tu hija y escapó del Consejo. Nadie lo ha visto desde entonces. Se supone que lo están buscando para detenerlo, pero todas las informaciones coinciden en que los consejeros no parecen muy interesados en que aparezca. Se dan por satisfechos con haber localizado el refugio de Daaruk gracias a las indicaciones de tu hija, que pasó unos días encerrada allí. En aquel escondrijo encontraron el cadáver de un gigante llamado Bóreas, al parecer tan temible que muchos no se atrevieron a acercarse incluso estando muerto. También había tal cantidad de oro que cada consejero se ha embolsado varios miles de dracmas.
Pitágoras cerró los ojos un momento. Intentaba mostrarse tranquilo para que Tirseno continuara el relato, pero el corazón le latía con fuerza y le dolía el pecho. «Mi pequeña ha estado encerrada con Bóreas, ese monstruo brutal». Se esforzó en disolver el nudo de la boca del estómago y llenar los pulmones. Al menos sabía que el gigante había muerto y Ariadna había escapado.
—¿Dónde está Ariadna? —preguntó con un hilo de voz ronca.
Tirseno se revolvió incómodo. Era evidente que Pitágoras estaba muy fatigado, pero no podía irse sin responder a aquella pregunta. Contempló al maestro con preocupación. Su respiración era agitada y el sudor hacía que la larga barba blanca se le pegara al cuello.
—Lo último que sé de ella —contestó con suavidad—, es que desapareció tras la intervención en la que desenmascaró a Daaruk.
Pitágoras percibió en la voz de Tirseno que le ocultaba algo.
—Dime todo lo que sepas —susurró con firmeza.
El médico se vio envuelto por la mirada perentoria del maestro y bajó los ojos. Estuvo un rato en silencio, con la mandíbula apretada, antes de responder:
—Nos hemos enterado de que le pidió el caballo y la espada a un militar pitagórico. Salió cabalgando de Crotona y no se la ha vuelto a ver.
Pitágoras cerró los ojos sin alterar la expresión. Hizo un leve gesto con la mano y Tirseno lo dejó solo. Cuando oyó que la puerta se cerraba, Pitágoras se estremeció.
«Ariadna salió en persecución de Daaruk. Si lo ha encontrado y se ha producido un enfrentamiento…».
Aquella tarde, el médico visitó de nuevo a Pitágoras. El maestro le preguntó inmediatamente por Ariadna y Tirseno respondió que no había novedades.
—De acuerdo —se resignó Pitágoras—. Cuéntame qué más ha ocurrido en Crotona.
Tirseno veía al maestro más tranquilo que por la mañana. Tomó asiento en el taburete y se dispuso a conversar un rato:
—Después de que Daaruk huyera, el general Polidamante irrumpió en el Consejo con medio ejército para vengar la muerte de Milón.
Pitágoras arrugó el ceño temiendo que se hubiera producido una nueva masacre.
—Polidamante se mostró pragmático y sólo arrestó a Cilón —continuó el médico—. También ordenó que se liberara a los 300. No obstante, los 300 no han recuperado el poder. Después de que Polidamante se marchara, los consejeros deliberaron y decidieron que no querían que nadie gobernara sobre ellos.
—¿Cómo han reaccionado los 300?
—Acudieron al general Polidamante. Sin embargo, quizás porque Polidamante no pertenece a nuestra hermandad, les dijo que él garantizaba su seguridad física pero que no iba a intervenir en cuestiones políticas. Ahora Crotona está gobernada por un Consejo de los Setecientos.
Pitágoras meditó unos instantes.
—Es una decisión sabia —dijo para sorpresa de Tirseno—. Lo contrario hubiera acabado en tragedia en poco tiempo. —Se quedó un momento pensativo—. Cilón siempre quiso acabar con los 300. Quién le iba a decir que el día de su mayor éxito sería también el de su mayor derrota. ¿Qué ha ocurrido con él?
—Al día siguiente de su detención, lo juzgaron y lo ahorcaron. Después clavaron su cuerpo en un poste de madera y lo pusieron junto a la puerta norte de la ciudad, a la vista de todo el mundo. Al segundo día las alimañas habían dejado poco más que los huesos.
Pitágoras contempló con gravedad la imagen mental de su enemigo político clavado a las puertas de Crotona.
«Con esa ejecución, Crotona expía sus pecados», pensó con amargura. Más de la mitad de los Setecientos habían sido partidarios de Cilón y compartían la responsabilidad en la mayoría de sus crímenes; sin embargo, en vez de pagar por ello limpiaban sus nombres y su conciencia con la muerte de su cabecilla.
Tirseno observó el rostro demacrado del maestro.
—Ya basta por hoy, Pitágoras. —Le puso la mano en la frente. La piel estaba sudorosa pero no tenía fiebre—. Tienes que descansar. Mañana seguiremos hablando.
El filósofo asintió, sin fuerzas para responder.
Cuando salió Tirseno, Pitágoras se entregó a reflexiones sobre el futuro político de la hermandad. El derrocamiento que habían sufrido en Crotona, el corazón político del pitagorismo, daría ánimos a los políticos rivales de otras ciudades. Su orden seguía controlando una decena de gobiernos, pero en algunos lugares el equilibrio era bastante precario.
«Y en las ciudades donde estamos mejor, la situación se puede revertir con rapidez», se dijo recordando la amarga lección aprendida en Crotona.
Llenó sus pulmones con el aire caliente de la habitación y lo dejó salir lentamente. Daba por hecho que en los siguientes meses se iba a producir una ola de movimientos contra los gobiernos de toda la Magna Grecia. Los grupos opositores o incluso el pueblo llano tratarían de imitar lo sucedido en Crotona. También se fijarían con esperanza en la rebelión popular contra los aristócratas de Síbaris, en el derrocamiento del rey Tarquino en Roma y en la caída del tirano Hipias en Atenas.
«Crotona, Síbaris, Roma, Atenas…». Eran tiempos de cambio y había que moverse con la corriente o arriesgarse a perder muchas vidas por aferrarse al poder.
«Mi prioridad debe ser evitar nuevas muertes», pensó asintiendo levemente. Aunque tuviera que ser desde aquel lecho, iba a planificar y dirigir la retirada ordenada de todos los gobiernos en donde tuvieran riesgo de sufrir una oposición violenta.
Su rostro mantenía una expresión grave mientras asumía una de las decisiones más difíciles de su vida. Era consciente, con un dolor profundo, de que debía enterrar su sueño de crear una comunidad de naciones. Sus principios de armonía, desarrollo y justicia quizás nunca regirían el destino de los pueblos.
Cuando llevaba una semana en Metaponte, Pitágoras se llevó una gran sorpresa.
Era por la tarde, casi de noche. La temperatura de la habitación apenas había comenzado a descender. El filósofo estaba meditando con la mirada perdida en el techo cuando se abrió la puerta y entró Tirseno. En las manos sostenía un documento cerrado.
—Ha llegado un mensaje para ti —dijo con seriedad. Dudó un segundo antes de acercarse y continuó hablando—: Te lo envía el Consejo de Crotona.
Pitágoras alargó una mano en silencio y lo cogió. Tirseno salió cerrando la puerta tras él. Cuando estuvo solo, Pitágoras observó el documento y tuvo un escalofrío. Le acababa de venir a la mente el pergamino que había recibido Aristómaco antes de suicidarse. Quebró el sello y examinó rápidamente el documento por ambas caras. No mostraba ningún pentáculo invertido, tan sólo el sello del Consejo crotoniata.
«Un Consejo manchado con la sangre de inocentes», pensó con un sentimiento de rechazo.
Comenzó la lectura temiendo encontrarse con malas noticias para la comunidad de Crotona. Sin embargo, descubrió que los Setecientos parecían darse por satisfechos con haber logrado el poder. No sólo no querían actuar contra la comunidad, sino que lo invitaban a él a regresar a Crotona. Eso sí, con la condición de que se dedicara exclusivamente a cuestiones que no tuvieran que ver con la política.
Pitágoras dejó el documento sobre su pecho y apoyó la cabeza en la almohada.
«No voy a regresar», se dijo al momento.
Al menos, no como dirigente de la comunidad. No sólo estaba asqueado con el comportamiento de los políticos, sino también disgustado con los militares y con el pueblo por no enfrentarse a unos dirigentes que llevaban a cabo semejantes injusticias y tropelías. Además estaba herido, agotado por todo lo sucedido en los últimos meses y abatido por la muerte de tantos amigos.
«Los seiscientos discípulos de la comunidad de Crotona merecen alguien que los guíe con vigor, claridad y decisión».
Tomó el documento de su pecho y lo dejó en el suelo, al lado de la cama.
«Le diré a Tirseno que escriba un mensaje a Téano».
Iba a rogarle a su esposa que, en lugar de acudir a su lado, permaneciera en Crotona y asumiera el mando de la comunidad.
«Yo debo centrarme en otros asuntos», se dijo resueltamente.
Tenía que dirigir el repliegue político de la hermandad a lo largo de toda la Magna Grecia. Eso le llevaría meses, cuando no años. Por otra parte, debía ocuparse de transmitir la existencia de los irracionales. Daaruk había utilizado aquel descubrimiento para conseguir que Aristómaco se suicidara, pero no lo había hecho público. Probablemente su intención era divulgarlo más tarde, y seguro que pretendía hacerlo del modo más dañino para la hermandad.
«¿Dónde estará Daaruk?», se preguntó Pitágoras.
Lo último que sabía de él era que había escapado del Consejo… y que Ariadna había ido tras él. Sacudió la cabeza al pensar en su hija. Todavía no sabía nada de ella. «Quizás ya está sana y salva en la comunidad de Crotona y en cualquier momento Tirseno vendrá con la noticia».
En cuanto a Daaruk, ya hacía diez días que había desaparecido, por lo que podía estar en cualquier parte. Tal vez había reanudado su plan de acabar con la hermandad. En este momento podía estar enviando cartas a todas las comunidades revelando la existencia de los irracionales.
Pitágoras meneó la cabeza. «Ya sea por medio de Daaruk o de otro descubridor, el abismo de los irracionales se hará visible».
Daaruk se había adelantado a su época al descubrir la existencia de algo que todavía no vislumbraba nadie. Gracias a él, ahora Pitágoras veía con claridad que sus estudios matemáticos y su concepción del mundo inevitablemente chocaban con la piedra —con la montaña, más bien— de los irracionales.
«Hay que enfrentarse a ellos, pero con el máximo cuidado, procurando que no destruyan todo lo que hemos logrado hasta ahora».
El propósito de Pitágoras no era intentar enterrar el descubrimiento. Su voluntad era transmitir el nuevo concepto a una reducida selección de grandes maestros. Después estudiaría con ellos la manera de difundirlo entre el resto de pitagóricos del modo menos traumático posible.
Miró hacia la pequeña ventana de la habitación. Los postigos estaban abiertos pero desde la cama sólo podía ver el cielo. Un manto grisáceo de nubes había hecho que la noche cayera prematuramente.
Volvió a sumirse en sus reflexiones.
«Hay otro problema que afecta gravemente al futuro de la orden».
La sostenibilidad económica de la hermandad se encontraba en entredicho debido a la pérdida de apoyo político, a la previsible disminución de nuevas incorporaciones e incluso a la deserción de algunos discípulos.
Recordó todo el oro que había pasado de las manos de Glauco a las de Daaruk. «Con sólo una fracción de ese oro, la hermandad no tendría problemas para sobrevivir».
La puerta se abrió de pronto sobresaltando a Pitágoras. El filósofo giró la cabeza para ver quién entraba.
Su semblante se iluminó con una sonrisa incrédula.