CAPÍTULO 134

29 de julio de 510 a. C.

La puerta de la sala subterránea se abrió con un chirrido. Akenón levantó la cabeza y miró aturdido en dirección a la luz.

Daaruk cruzó el umbral y se acercó a él susurrando con un tono mordaz en su voz quemada:

—Me alegra ver que por fin has despertado.

Akenón dejó caer la cabeza sobre el pecho y gimió por toda respuesta. La luz le daba de costado y resaltaba su aspecto deplorable. Tenía medio rostro amoratado y deformado por la hinchazón. Una costra de sangre seca le cubría desde la nariz aplastada hasta el pecho.

—¿No te encuentras bien? —se burló Daaruk situándose frente a él—. No te preocupes, en cuanto termine lo que he venido a hacer acabaré con tu sufrimiento.

Daaruk observó durante unos segundos a Akenón, que siguió con la cabeza agachada y los ojos cerrados. Después se alejó del egipcio y desplazó la mesa sobre la que descansaban los pergaminos. Se arrodilló, encontró una argolla disimulada en la tierra y tiró de ella levantando una trampilla. Quedó al descubierto un hueco de dos palmos de profundidad. Su extensión era de dos metros por uno y estaba repleto de bolsas llenas de oro. Daaruk levantó un par de ellas con un gruñido de esfuerzo, desapareció en el exterior para colocarlas en las alforjas de sus mulas y regresó a por más.

—Esta mañana acudí al Consejo e hice que detuvieran a los 300 —susurró mientras pasaba por delante de Akenón—. Después logré que el ejército de Crotona atacara la gran convención de los pitagóricos. —Akenón no abrió los ojos, pero Daaruk se dio cuenta de que ladeaba ligeramente la cabeza—. Le prendimos fuego a la casa de Milón con todos dentro —continuó Daaruk mientras cogía otro par de bolsas—. Pitágoras consiguió escapar con vida, pero pude ver que le clavaban una lanza en la cadera. Con suerte ya habrá muerto.

Se detuvo un momento al volver a pasar junto a Akenón y pronunció las siguientes palabras con un ensañamiento feroz:

—Los que estoy seguro de que han muerto son Milón y la mayoría de grandes maestros de la orden. Entre ellos, mis antiguos compañeros Hipocreonte y Evandro.

El rostro de Akenón se crispó de dolor. Daaruk lo observó complacido y después continuó su camino mostrando los dientes al sonreír con su boca deforme.

Akenón gimió negando lentamente.

«Evandro; Hipocreonte; Milón…».

Unas lágrimas amargas resbalaron por su rostro ensangrentado.

Daaruk volvió a por más bolsas y habló sin detenerse:

—Al día siguiente de apresarte, Bóreas atrapó a Ariadna. La mantuve encerrada en otro refugio… —calló un momento por el esfuerzo de levantar el oro—, y esta mañana le dije a Bóreas que podía hacer con ella lo que quisiera.

Se paró frente a su prisionero y buscó su mirada. Aunque Akenón permanecía con los ojos cerrados, se marcaban los músculos en sus mandíbulas apretadas. Daaruk gruñó satisfecho y se alejó de él mientras terminaba de hablar:

—Por cómo la miraba, supongo que lo primero que habrá hecho será violarla salvajemente.

Dejó que sus últimas palabras resonaran en los oídos de Akenón y salió al exterior. El sol se acercaba al horizonte y el entorno estaba tranquilo. Colocó las bolsas en las alforjas de la mula más cercana, regresó al almacén y caminó hasta el oro pasando por delante de Akenón. Levantó otras dos bolsas y se marchó sin hablar.

Repitió el proceso varias veces, siempre en silencio, hasta que entró sudoroso y se sentó en el suelo frente a su prisionero.

—Estoy empezando a cargar la segunda de las cuatro mulas que tengo fuera —Hizo una pausa para recuperar el resuello y continuó con su desagradable susurro—. Cuando complete las cuatro llegará el momento de despedirnos.

Akenón levantó poco a poco la cabeza. La mitad del rostro que no estaba deformada mostraba una expresión de odio mortal. Daaruk sostuvo aquella mirada regodeándose durante un rato antes de volver a hablar.

—Tranquilo, Akenón, Ariadna es uno de mis siguientes objetivos, pero de momento sigue viva.

Prefería no contaminar con una mentira la perfección del suplicio de Akenón. El egipcio era consciente de que había fracasado en su compromiso de proteger a la orden y atrapar al asesino. Su espíritu debía de estar aplastado al saber que Pitágoras estaba gravemente herido, la mayoría de hombres relevantes de la orden muertos… «y el asesino libre y a punto de matarlo a él».

La mirada de odio de Akenón no disminuyó mientras Daaruk seguía hablando.

—Supongo que Bóreas se distraería mientras forzaba a Ariadna y ella aprovecharía para clavarle un cuchillo o algo similar. Lo que no concibo —añadió pensativo— es que a él no le diera tiempo a despedazarla antes de morir. —Se encogió de hombros y continuó como si compartiera una ligera contrariedad con un amigo—. El caso es que Ariadna ha aparecido en mitad del Consejo, ha desvelado mi identidad y el ambiente se ha vuelto, digamos, un tanto hostil. —Gruñó como si aquello le hiciera gracia—. He optado por irme, pero regresaré pronto.

Se levantó trabajosamente y reanudó el transporte del oro.

—Ariadna me reconoció cuando vio mis ojos a través de la máscara. Tú lo dedujiste, te concedo el mérito sobre este punto; sin embargo, ella sola ha matado a Bóreas mientras que tú no pudiste hacerle ni un rasguño. ¿No te resulta humillante?

Lanzó una risa despectiva mientras salía de nuevo. Poco después reapareció y siguió hablando.

—La irrupción de Ariadna en el Consejo me ha obligado a aplazar ligeramente la segunda fase de mis planes. Por fortuna, ya había logrado casi por completo los objetivos de la primera etapa: acabar con Pitágoras y destruir la hermandad.

En cuanto cogió la siguiente bolsa tuvo que volver a dejarla en el suelo. Se llevó una mano al hombro derecho. «Bóreas haría esto en un minuto», pensó irritado. Mientras se masajeaba el hombro, continuó hablando hacia Akenón en el mismo tono de conversación amistosa.

—Tengo la certeza de que no nos molestarán —dijo como si Akenón tuviera que alegrarse de ello—. Ariadna cometió el error de decir en público que tengo una fortuna en oro en mi otro refugio. Ahora mismo todas las fuerzas de Crotona deben de estar buscando ese tesoro. Por otra parte, he sobornado y embaucado a tantos soldados que siempre habrá alguno que evite que me atrapen o que me ayude a escapar. De hecho, en el Consejo pude salir gracias a que los soldados se apartaron de mi camino. —Se acercó hasta dejar su rostro quemado junto al de su prisionero—. Te digo esto para ahorrarte falsas esperanzas.

Akenón entreabrió el ojo sano y musitó unas palabras.

—¿Qué has dicho? —preguntó Daaruk acercando el oído a su boca.

—¿Cómo simulaste tu muerte? —repitió Akenón.

Daaruk se irguió sonriendo.

—Muy bien, Akenón, muy bien —susurró con un tono amable que casi sonaba sincero—. Te honra que intentes satisfacer tu curiosidad incluso a las puertas de la muerte. El conocimiento es el camino, siempre es el camino. —Reflexionó un par de segundos antes de proseguir—. Supongo que creerás que comí una torta envenenada con raíz de mandrágora blanca.

Akenón frunció el ceño sin comprender. Recordaba cuando Daaruk había caído al suelo delante de él echando espuma por la boca. Quizás el veneno no estuviera en la torta sino en una cápsula que Daaruk llevaba escondida, pero él había utilizado un reactivo y había identificado el veneno sin ninguna duda. Como decía Daaruk, era extracto de mandrágora blanca, un tóxico potente que en dosis suficientes mataba al que lo consumía en pocos segundos. Daaruk debería estar muerto.

—En realidad —continuó Daaruk sin dejar de cargar oro—, el veneno estaba en un trozo de torta que llevaba oculto y saqué sin que nadie lo advirtiera. Utilicé el mismo veneno que con Cleoménides porque sabía que sería lo primero que comprobarías. En cuanto creyeras estar seguro de que era el mismo, dejarías de pensar sobre ello. Sin embargo, junto a la mandrágora blanca había puesto su antídoto y me tragué ambos a la vez.

Akenón hizo un esfuerzo por recordar. Conocía un par de antídotos efectivos, pero aquello no tenía sentido. Él mismo había comprobado que Daaruk no tenía pulso.

Su enemigo sonrió con orgullo.

—La clave estaba en el tercer componente: extracto de raíz de mandrágora negra. Los efectos que produce son similares a la mandrágora blanca, pero en dosis adecuadas induce un estado de catalepsia. El corazón y la respiración parecen haberse detenido; no obstante, si antes de que transcurran dos días se administra su contraveneno, el sujeto recupera con rapidez su vigor natural.

Akenón sintió cómo iban encajando todos los elementos. Tomó aire y susurró con esfuerzo:

—Supongo que Atma vertería en tus labios el antídoto de la mandrágora negra antes de prender fuego a la pira.

Daaruk asintió, repentinamente sombrío, y cogió otro par de bolsas.

—Atma te prestó un gran servicio —continuó Akenón—. ¿Lo mataste porque conocía tu identidad?

El antiguo gran maestro cruzó la sala y salió sin contestar. Cuando regresó respondió en tono tenso.

—Lo maté por eso y porque era frágil. No hubiera soportado un interrogatorio.

—No como Crisipo.

—Crisipo cumplió su deber y se suicidó antes de traicionarme. Era un buen siervo… —arrugó el entrecejo y añadió para sí—: Aunque el mejor esclavo imaginable era Bóreas. Me va a resultar difícil reemplazarlo.

Akenón intentó tragar saliva. Su garganta reseca y tumefacta le envió una punzada de dolor y durante un rato apenas pudo respirar.

—¿El primer asesinato, el de Cleoménides —preguntó resollando—, lo cometiste esperando que Pitágoras te escogiera entonces a ti como sucesor?

Daaruk dejó caer las bolsas y se volvió hacia él con el rostro congestionado. Era la primera vez que Akenón lo veía perder el control y temió que quisiera matarlo en ese instante.

—¡Yo tenía que haber sido el único sucesor de Pitágoras! —la voz susurrante de Daaruk era más ronca e intensa que nunca—. ¡La ceguera del gran fantoche los condenó a todos a la muerte!

Daaruk relajó los puños e inspiró profundamente para calmarse. Después entrecerró los ojos y dirigió a Akenón una expresión cargada de odio que poco a poco se transformó en una sonrisa diabólica.

«Tú también vas a morir por culpa de Pitágoras».

Recogió las bolsas del suelo y salió al exterior. Cuando regresó volvía a exhibir la sonrisa cínica y fría de siempre.

—Como os he hecho comprobar, mis capacidades están muy por encima de las de cualquier gran maestro, y también de las de Pitágoras. Sin embargo, éste no supo verlo y decidió nombrar sucesor a Cleoménides. Lo leí en su mirada antes de que lo hiciera público —hizo un ligero asentimiento hacia Akenón, reconociendo que tenía razón en su anterior pregunta—. Por eso hice que Atma envenenara la copa de la que iba a beber Cleoménides.

—¿Todo esto ha sido por venganza?

Daaruk resopló con desprecio.

—No seas tan corto de miras, Akenón.

Salió y colocó el oro en las alforjas de la segunda mula. Ya no cabía más, tenía que empezar con la tercera. La acercó hasta la puerta para ahorrarse unos pasos en cada carga y después miró al cielo. El sol había desaparecido, aunque todavía había bastante claridad.

«Venganza…», se dijo pensativo.

Recordó sus primeros años en la orden. Entonces admiraba a Pitágoras y dedicaba todo su tiempo a estudiar con entusiasmo. Batió los registros de precocidad en su ascenso por los diferentes grados, pero cuando llegó a gran maestro empezó a ocultar sus descubrimientos al darse cuenta de que estaba dando mucho más de lo que recibía. Sus compañeros no le aportaban nada, y el propio Pitágoras ya no le transmitía más secretos a pesar de atesorar todavía algunos que reservaba para quien fuera su sucesor.

«Siempre creí que sería yo», pensó con la mirada perdida en el pasado. Hizo un esfuerzo por contener un nuevo acceso de rabia. La elección de Pitágoras le había resultado humillante, aunque en el fondo no había sido una sorpresa. Pitágoras era consciente de que él era más capaz, pero quizás también sabía que desde hacía tiempo ocultaba muchos de sus avances; y desde luego debía de haberse dado cuenta de que no compartía su modo de dirigir la orden.

«Pitágoras siempre ha sido un pusilánime».

Estaban bien la moderación y los mensajes de cordialidad mientras se buscaba apoyo político, pero el tiempo de actuar así había pasado. La hermandad tenía que haber aferrado con puño de hierro el mando de los gobiernos en los que tenía influencia. Debía haber eliminado a los grupos que se le oponían y aplastado toda idea democrática. Tenía que haber unido los ejércitos de las diferentes ciudades y haberse expandido mucho más rápido, uniendo la fuerza militar a la fuerza de las ideas. La hermandad podía haber sido el origen de un gran reino. «Mi gran reino». Y si no servía para eso, debía desaparecer para no interferir en su ascenso a soberano supremo de un mundo nuevo.

«No, Akenón, no se trata sólo de venganza».

Antes de coger las siguientes bolsas, Daaruk examinó algunos objetos de oro.

«Esto me servirá». Tomó una daga de oro larga y puntiaguda que parecía un objeto ceremonial y se acercó a Akenón.

—Tendrás una muerte lujosa —susurró mostrándosela. Después la depositó en el suelo de modo que quedara a la vista de su prisionero.

Akenón mantuvo la cabeza caída y evitó mirar el arma. Su respiración era lenta y trabajosa.

—¿Por qué no te limitaste a envenenar a Orestes? —musitó con un hilo de voz.

Daaruk rió divertido.

—¿Crees que vas a demorar tu muerte dándome conversación? Ya te he dicho que no va a venir nadie. Antes de una hora habré terminado de cargar las mulas y entonces —agarró la barbilla de Akenón y levantó su cara—, entonces hundiré la daga en tu corazón.

Akenón le sostuvo la mirada con el único ojo que podía abrir.

—Está bien —continuó Daaruk soltando a Akenón y yendo a por más oro—, consideraré tus preguntas la última petición de un condenado a muerte.

En realidad le satisfacía responder. La perfección de sus planes le producía un inconfesable orgullo. Además, sus palabras servían para mortificar a Akenón.

—Tras eliminar a Cleoménides me di cuenta de que Pitágoras trasladaba su elección a Orestes. En ese momento fui consciente de que nunca me haría sucesor y empecé a diseñar una nueva estrategia. Tu llegada a la comunidad precipitó los acontecimientos. Antes de que el cerco se estrechara demasiado simulé mi muerte. Así escapaba de la comunidad, conseguía recuperar el dinero de mi familia a través de Atma y podía utilizar la vieja villa de mis padres, ésta en la que nos encontramos, sin que nadie viniera a molestarme. Para entonces ya había decidido que acabaría con todos los posibles sucesores de Pitágoras. —Salió con un par de bolsas y regresó enseguida—. Matar a los candidatos era necesario para la construcción de mi futuro, pero no quería limitarme simplemente a acabar con ellos; he procurado hacerlo del modo más doloroso para Pitágoras… podemos decir que para castigar su ceguera y su arrogancia. —Se detuvo un momento frente a Akenón—. ¿No estás de acuerdo en que fue sublime lograr que a Orestes lo mataran sus compañeros? ¿Y no lo fue todavía más conseguir que Aristómaco se suicidara gracias a mi carta sobre los irracionales?

Akenón arrugó el entrecejo.

—Vaya, vaya —dijo Daaruk—, veo que Pitágoras ha mantenido en secreto el contenido de aquella carta —lanzó una risita seca—. Imaginaba que lo haría. Tú no puedes entender el problema de los irracionales, pero su existencia implica que las investigaciones de Pitágoras tienen un planteamiento erróneo de base. Con este descubrimiento le he arrebatado su doctrina matemática, igual que le he despojado de sus patéticos sucesores. —Daaruk no pudo evitar una sonrisa de orgullo—. También tuvo que resultarle duro que resolviera el problema del cociente, que él había declarado irresoluble. Tuve que esforzarme al máximo para solucionarlo con el teorema de Pitágoras, pero mereció la pena.

Cuando Daaruk abandonó de nuevo la sala, Akenón meneó lentamente la cabeza.

«Venganza y poder», se dijo asqueado.

Ésos eran los dos objetivos de su enemigo. Cada paso de su macabro plan le había servido para avanzar en ambos propósitos. Además, todas sus acciones habían sido tanto una muestra de superioridad como de desprecio. Había jugado con ellos. En cada acto había dejado su huella personal dando por hecho que no serían capaces de identificarlo.

Recordó de repente algo que había dicho Ariadna. «Tengo la sensación de que nuestro enemigo no pretende matar a mi padre, sino hacerlo sufrir destruyendo todo lo que le importa». Ariadna tenía razón, Daaruk se había esforzado en arrebatar a Pitágoras cada elemento esencial de su vida —sucesores, poder político, doctrina…—. Pero además, después de destruir todo lo que le importaba, Daaruk quería matar a Pitágoras.

Akenón contempló la daga dorada, colocada en el suelo con la punta dirigida hacia él.

«Me mantiene con vida por si me tiene que usar de rehén».

Daaruk afirmaba que no iba a venir nadie antes de que terminara de cargar el oro, pero si estuviera tan seguro de eso ya lo habría matado. Akenón miró hacia la puerta. Daaruk se estaba demorando más que otras veces.

«¿Tendrá algún problema?».

En ese momento Daaruk regresó.

—Voy a empezar a cargar la última mula —susurró.

Cruzó la sala y se entretuvo un minuto encendiendo una lámpara de aceite.

Akenón se fijó en que la luz que entraba por la puerta abierta era más escasa. «Se está haciendo de noche», pensó extrañado. Ni siquiera sabía cuántos días llevaba allí.

—¿Tienes más cómplices en la hermandad? —preguntó con voz desmayada.

—Eso sería una estupidez. Ya deberías saber que puedo conseguir colaboradores en el momento que quiera.

—Como Cilón —musitó Akenón pensativo—. A través de él has controlado las votaciones del Consejo. —Hizo una pausa para tomar aire—. Tú hiciste que el Consejo de los Mil tomara la decisión de refugiar a los aristócratas de Síbaris, sabiendo que eso implicaría la guerra con los rebeldes sibaritas.

—Espero que sepas apreciar el mérito de esa acción —se jactó Daaruk—. Para asegurarme de que hubiera guerra lo más sencillo hubiera sido imitar a los 300 y votar a favor del asilo. Sin embargo, con la abstención conseguí dos objetivos a la vez: el primero, que estallara la guerra. El segundo, poder acusar después a los 300 de ser los únicos responsables de la guerra. A fin de cuentas, ellos votaron a favor mientras que nosotros nos abstuvimos.

Akenón asintió ensimismado. Muy a su pesar tenía que reconocer que estaba impresionado por la habilidad de Daaruk para maquinar.

—También controlaste a los cabecillas de la rebelión en Síbaris —murmuró—. Querías que se levantaran contra sus aristócratas como un modo indirecto de conseguir la guerra entre Síbaris y Crotona… y de paso les pediste como pago a tu ayuda que te permitieran quedarte con el oro de Glauco.

—Esos rebeldes no habrían llegado a nada sin mí. Estaban asustados, les faltaba organización y ni siquiera tenían claro lo que querían.

—¿Habrías preferido que ganaran la guerra?

—Creía que iban a ganarla —reconoció Daaruk mientras cogía más oro para la última mula—. Estuve observando la batalla desde una colina, preparado para unirme después a los cabecillas sibaritas. Tenía que asegurarme de que tras la batalla arrasaban Crotona y la comunidad. Sin embargo, los caballos de Síbaris se pusieron a bailar y los sibaritas fueron masacrados. Aquello resultó fascinante. —Esbozó una sonrisa de suficiencia—. Por supuesto, la victoria de Crotona también me conducía a mi objetivo. A través de oficiales del ejército crotoniata a los que yo controlaba, una buena parte de las tropas me obedecía a mí en vez de a Milón. Me aseguré de que arrasaban Síbaris con tal brutalidad que el Consejo se apresuró a buscar un culpable.

—Y tú se lo has dado esta mañana, y los has convencido de que prendan fuego a la casa de Milón —gruñó Akenón asqueado.

—No me ha costado mucho. Estaban deseando sacudirse la culpa de encima. A fin de cuentas, la clave de la manipulación es poner en contacto a los hombres con sus deseos más intensos. —Los ojos de Daaruk se clavaron en los de Akenón y su mirada refulgió de tal modo que su prisionero se estremeció—. Y te puedo asegurar, mi patético Akenón, que los impulsos egoístas y destructivos son siempre los más poderosos. No se requiere mucho esfuerzo para inducir a un hombre a que se lance a destruir a sus semejantes.

Akenón desvió la vista y tardó un rato en volver a hablar. Cuando lo hizo su voz era débil, pero también agresiva.

—¿También tenías controlada la posibilidad de que Ariadna te obligara a escapar del Consejo?

Daaruk respondió sin hacer caso de su hostilidad.

—Como ya te he dicho, eso sólo supone un ligero retraso en mis proyectos. Desde hace un mes tengo un barco siempre preparado para zarpar. Dentro de unas horas me habré hecho a la mar y en dos o tres días tendré en marcha un plan para tomar el control de otro gobierno.

Akenón tomó aire y siguió preguntando.

—¿Vas a partir de cero o es algo en lo que has estado trabajando?

—Pobre Akenón —susurró Daaruk—, siempre has ido un paso por detrás de mí y en tus últimos minutos quieres conocer el futuro. ¿No te das cuenta de que ese interés es un intento de aferrarte a un mundo al que ya no perteneces?

Se calló para sacar otro par de bolsas.

—La cuarta mula está casi llena, apenas nos queda tiempo —dijo al regresar. Se dirigió al agujero del oro y continuó hablando mientras completaba su tarea—. Supongo que te darás cuenta de que la situación en Crotona es irreversible. Puede que liberen a los 300, pero no les van a devolver el poder. Además, el ejemplo seguido aquí, donde siempre ha estado el núcleo de la hermandad, animará en otras ciudades a los grupos políticos contrarios a los pitagóricos. Me introduciré en esos grupos igual que he hecho en Crotona. Haré que expulsen de los gobiernos a los políticos pitagóricos y que arrasen sus comunidades.

Salió a colocar las últimas bolsas. Cuando volvió se dirigió a la mesa y comenzó a recoger los documentos, plegándolos o enrollándolos en unos cilindros de madera.

—Por toda la Magna Grecia correrá la voz de lo que ha pasado en Crotona —dijo Akenón con la voz enronquecida—. En cualquier ciudad te atraparán en cuanto aparezcas.

—No lo creo. —Daaruk pasó frente a él con los brazos llenos de pergaminos—. Más bien pienso lo contrario. Me presentaré a cara descubierta, diciendo que nadie conoce a Pitágoras mejor que yo. Les diré que he visto la luz, que sé que Pitágoras es la encarnación del mal. —Soltó una risa desagradable—. Me recibirán con los brazos abiertos. Desengáñate, Akenón, ya has visto con qué facilidad he controlado el destino de Síbaris y Crotona. Dentro de unas semanas me habré hecho con el control de otra ciudad y antes de un año regiré sobre la mayor parte de la Magna Grecia. Y, por supuesto, no me olvidaré de Pitágoras. Si sobrevive a las heridas de hoy, enviaré tantos sicarios a por él que ni los dioses podrán protegerlo.

Daaruk desapareció con los pergaminos y Akenón se quedó mirando la puerta abierta. Ya era casi de noche. El maestro asesino retornó enseguida y esta vez cerró la puerta tras de sí.

Akenón se volvió hacia la daga de oro que lo apuntaba desde el suelo. Su corazón latía desbocado. «Ha llegado el momento». Daaruk anduvo hasta él y pasó de largo. Se alejó hasta situarse frente a un espejo de bronce de gran tamaño. El borde superior del marco estaba adornado con una figura de Cerbero, el monstruoso perro de tres cabezas que guardaba el acceso del inframundo. Daaruk se acercó a escasos centímetros de la superficie pulida y contempló absorto su rostro achicharrado.

—Hubo otra razón para que matara a Atma —susurró lentamente con su garganta dañada.

El eco de aquellas palabras se disolvió en la atmósfera tirante de la sala subterránea. Akenón sólo podía ver la espalda de Daaruk, iluminada por la lámpara de aceite que había sobre la mesa. Intentó tragar saliva y ahogó un gemido de dolor.

Daaruk se dio la vuelta.

—Estoy seguro de que mis quemaduras se produjeron porque Atma se puso nervioso y no hizo bien su trabajo en mi pira funeraria.

Se acercó despacio a Akenón. Una expresión tensa crispaba su rostro deformado.

—Y creo —continuó susurrando—, que Atma se alteró y no me protegió bien del fuego porque tú lo estabas vigilando.

Se agachó pesadamente y cogió la daga de oro. Pasó un dedo por la punta y después miró a Akenón. Su prisionero estaba demacrado por la deshidratación y el sufrimiento. El cuello y la mitad de la cara eran un enorme cardenal recubierto de sangre seca. Resultaba patético, pero a él sólo le inspiraba odio.

—¿Quieres preguntar algo más antes de morir?

—No.

La firmeza de esa respuesta irritó a Daaruk, que hubiera preferido que Akenón suplicara. Le miró a los ojos durante unos segundos. De pronto echó hacia atrás el brazo de la daga y lo descargó con todas sus fuerzas contra el corazón de su prisionero.

El golpe alcanzó su objetivo produciendo un dolor insoportable.