29 de julio de 510 a. C.
Daaruk detuvo su montura en lo alto de una colina. Con el rostro sudoroso escudriñó el terreno reseco y polvoriento que acababa de recorrer.
«No me sigue nadie», se dijo aliviado.
Volvió a espolear al magnífico animal, ansioso por llegar cuanto antes junto a la mitad de su oro, sus documentos matemáticos… «Y junto a Akenón», pensó con una sonrisa malévola en su boca quemada. Bóreas había maltratado al egipcio con tanto apasionamiento que había estado a punto de acabar con él. No obstante, aunque llevaba tres días inconsciente, Akenón seguía vivo.
«Al menos la última vez que lo vi».
Había sido esa mañana, antes de ir al Consejo para convencerlos de encarcelar a los 300 y atacar la cumbre pitagórica. Akenón estaba en tan mal estado que no le resultaría extraño que hubiera muerto desde entonces.
Daaruk apretó los párpados para expulsar las lágrimas que le provocaba el viento. El suelo volaba bajo las patas de su montura. En cinco minutos alcanzaría la vieja villa de sus padres. Akenón había dado con ella a través de Eritrio el curador, pero Daaruk calculaba que pasaría un tiempo hasta que alguien más tirara del mismo hilo. En estos momentos tanto los consejeros como los soldados estarían compitiendo por ser los primeros en llegar a su otro escondite, en el que había tenido encerrada a Ariadna.
«Todos han oído que allí hay miles de kilos de oro».
Sacudió la cabeza con incredulidad mientras cabalgaba. No podía comprender cómo se las había ingeniado Ariadna para acabar con Bóreas. De todos modos, incluso para una situación tan improbable como la actual tenía un plan preparado.
Había sido audaz desde el principio, pero también muy prudente. Además de la antigua villa de sus padres, había comprado otra casa aislada para repartir entre ambas el oro que iba consiguiendo. Por otra parte, antes de provocar la guerra entre Síbaris y Crotona había conspirado de modo que cualquier resultado le favoreciera. También había tenido la precaución de mantener separados a Akenón y Ariadna, así siempre le quedaba un rehén para negociar en caso de que alguien diera con uno de sus escondites. Y la última muestra de su cautela, ésa que había esperado no llegar a utilizar —pero que hoy le resultaría muy útil—, era el barco que tenía siempre listo para zarpar en una cala cercana.
«Escaparé por mar y reconduciré la situación antes de lo que nadie puede imaginar».
Se detuvo frente a su refugio y observó con ojo crítico. Era muy improbable que nadie encontrara la villa con facilidad; estaba situada en una zona muy densa del bosque y habían camuflado el edificio con ramas.
Bajó del caballo y entró en un pequeño establo. De allí sacó cuatro mulas, las condujo hasta la puerta del almacén subterráneo y enganchó sus riendas. Tenía el oro guardado en bolsas de unos diez kilos para poder transportarlo con facilidad. Hizo un cálculo rápido. En una hora y media habría cargado las cuatro mulas. Si aparecía alguien antes de que hubiera terminado, utilizaría a Akenón de rehén para poder escapar.
«Todavía puede tener alguna utilidad».
Había hecho bien conteniendo el deseo de Bóreas de matarlo. Sin embargo, cuando hubiese terminado de cargar el oro, el egipcio ya no le serviría para nada.
Una sonrisa cruel se dibujó en su rostro deforme mientras se acercaba a la puerta.
«Disfrutaré matándolo».