29 de julio de 510 a. C.
—¡Fuego!
La mente de todos los maestros se convirtió en un torbellino de miedo y confusión. El instinto les urgía a escapar del fuego, pero seguían paralizados. Al otro lado de las únicas salidas había soldados que los matarían en cuanto asomaran.
Parecía que lo único que podían hacer era elegir entre dos maneras de morir.
El olor a humo se intensificó. Poco después comenzaron las primeras toses. Milón sentía sobre sus hombros la obligación de encontrar la manera de escapar. Se enfrentaban a soldados —¡soldados de su ejército, por todos los dioses!—, y él era un experto en diseñar estrategias militares. Además, estaban en su villa y era él quien mejor conocía el edificio así como cada detalle del entorno.
Al cabo de un rato sacudió la cabeza con desesperación. La humareda comenzaba a aturdirlo.
—Agachaos —gritó alguien—. El humo es menos denso cerca del suelo.
Milón se arrodilló y comprobó agradecido que podía volver a respirar aire fresco; sin embargo, el humo descendía poco a poco, implacable. En poco tiempo también llegaría al suelo.
Un fuerte chasquido sobre la cabeza de Milón hizo que se estremeciera. El techo de encima de la puerta se había resquebrajado. Por las grietas surgieron unas lenguas de fuego. Las llamas lamieron con avidez las vigas de madera proporcionando una luz anaranjada y trémula al interior de la estancia. Milón pudo ver ahora que en la mitad superior de la sala flotaba un manto denso de humo. En el suelo estaban todos los maestros, sentados o tumbados en busca de aire limpio.
Milón se agachó más y volvió a mirar al fuego que surgía del techo.
Pitágoras contemplaba el incendio que se propagaba sobre sus cabezas. La convención de su hermandad, en la que tantas esperanzas había depositado, estaba a punto de convertirse en una gran pira funeraria para todos los que habían acudido. Recordó el disgusto que le había producido que Daaruk, el segundo de sus grandes maestros asesinados, hubiera dispuesto en su testamento que lo incineraran en lugar de enterrarlo.
«Pensé que Daaruk sería el único pitagórico incinerado, y ahora nuestro enemigo quiere quemarnos vivos a todos».
Se arrastró impulsándose con la pierna ilesa hasta llegar al arcón de madera que bloqueaba la contraventana. Se apoyó en él y dirigió una mirada rápida a sus compañeros. Todos estaban dándole la espalda. Tenían la vista clavada en las llamas que se extendían por las vigas de madera. Aprovechó ese momento para apoyar la pierna en la pared y tirar del arcón con ambos brazos. El rugido incesante del fuego amortiguó el ruido del pesado mueble desplazándose sobre el suelo de tierra.
«Es suficiente». Se incorporó y se acercó a la ventana sin que nadie se diera cuenta.
Los soldados del exterior vieron que la contraventana se entreabría y vomitaba una espesa columna de humo. Cilón y el enmascarado estaban contemplando extasiados el incendio, subidos a sus caballos por detrás de las líneas de soldados.
Se oyó la voz de Pitágoras, potente, inconfundible:
—¡Quiero entregarme! —gritó—. ¡Dejad vivir a los demás!
Varios hoplitas se apresuraron a arrojar sus lanzas. Unas golpearon en la pared y otras se clavaron en la contraventana, que se cerró inmediatamente.
«Tenía que intentarlo». Pitágoras suspiró sentándose otra vez en el suelo. Estaba claro que no habría clemencia.
Un segundo más tarde levantó la cabeza.
—Milón —dijo con voz firme—. Vas a tener que dirigir el combate más desigualado de tu vida.
Milón llevaba un rato pensando lo mismo que Pitágoras indicaba ahora: hacer el mejor uso de las escasas fuerzas con las que contaban, vender caras sus vidas, luchar. Lo más probable era que murieran todos en un minuto, pero prefería morir combatiendo que esperar a que el techo en llamas cayera sobre sus cabezas.
El héroe de Crotona miró a su alrededor. Todos los maestros estaban sentados en el suelo, pendientes de su reacción a las palabras de Pitágoras. Sus expresiones eran admirablemente serenas a pesar de saber que estaban a punto de morir.
«Ahora no vendría mal que sus cuerpos fueran tan fuertes como sus mentes», pensó Milón contemplándolos.
—Coged las sillas —indicó resueltamente—. Arrancad los respaldos para usar los asientos como escudos, y quitad alguna pata para utilizarla como si fuera una maza.
Él tomó la silla más cercana y la estrelló contra el suelo. El respaldo se desgajó. Después le arrancó tres patas. Utilizaría la restante para sujetar el improvisado escudo. Cogió otra silla y repitió el proceso. Debía proporcionar mazas y escudos a los maestros que no tenían fuerza para romper sus propias sillas.
Mientras preparaban lo más rápidamente que podían aquel armamento tan burdo, Milón seguía dando vueltas a su cabeza a toda velocidad. Todavía no tenía claro qué iban a intentar. El calor insoportable le urgía a escapar de aquella sala lo antes posible. «¡¿Pero cómo lo hacemos?!». Por la ventana era imposible salir, tendría que ser por la puerta y no sabía si podrían abrirla. La habían atrancado desde fuera y el techo sobre ella estaba ardiendo por dentro, lo que convertía aquel lateral de la sala en un horno. Y eso por no hablar de que en el patio debía de haber un montón de soldados apuntando sus lanzas hacia la puerta.
Miró hacia Pitágoras. «Es una lástima que no pueda combatir, hubiera sido uno de nuestros mejores luchadores». El filósofo estaba sentado junto al cadáver de Hipocreonte. Chorreaba sudor y tosía como todos los demás, pero no tenía el semblante enrojecido por el calor sino del color de la cera. La lanza le había destrozado la articulación de la cadera y apenas podía controlar el dolor. Milón echó un vistazo rápido a los demás maestros. Vestían finas túnicas de lino en lugar de las corazas de cuero y bronce que llevaban los hoplitas a los que iban a enfrentarse. Varios maestros disponían ya de su improvisado y tosco armamento de madera. Se veía que algunos debían hacer un esfuerzo considerable para sostenerlo.
«No pueden combatir», pensó Milón negando con la cabeza.
Por la puerta se accedía al patio interior. Afortunadamente no era muy grande y como mucho habría dos docenas de soldados. Si ocurría un prodigio y los vencían, llegarían al pórtico principal y desde ahí al exterior, donde se encontrarían con un ejército.
Volvió a negar con la cabeza.
Androcles permanecía en el patio interior con veinte hoplitas. Sostenían sus lanzas mientras vigilaban la puerta atrancada, pero cada vez estaban más relajados. Gracias al aceite que habían vertido sobre el techo, éste ardía con fuerza desde hacía varios minutos.
«¿Habrán muerto ya?», se preguntó Androcles. De vez en cuando enviaba un soldado al exterior, para que preguntara a las tropas apostadas en el lateral de la casa si los pitagóricos habían intentado salir por la ventana. Le habían informado de que la habían abierto una única vez, hacía unos cinco minutos. La lluvia de lanzas les había hecho cerrarla de inmediato.
«Como sigamos aquí mucho tiempo vamos a morir nosotros». Androcles volvió a quitarse el sudor de los ojos. Aunque el sol caía en vertical sobre ellos, lo que los estaba achicharrando era el incendio que tenían a pocos metros.
Le pareció que la puerta vibraba. No había oído nada, pero el estruendo de las llamas podía enmascarar cualquier sonido. Clavó la mirada en la puerta. Dos largos tablones estaban apoyados contra ella y tenían la base encajada en el suelo de tierra.
Los tablones se desplazaron un centímetro.
—¡Atentos!
La puerta saltó en pedazos antes de que hubiera acabado de gritar. Echó para atrás el brazo de la lanza. La cabeza de Milón surgió un instante y desapareció de nuevo.
«¡Maldita sea!». Androcles sabía que ese breve vistazo le habría bastado a Milón para captar perfectamente cuántos eran y cómo estaban dispuestos. «Da igual, eso no va a evitar que los masacremos».
En realidad estaba bastante nervioso. Le fastidiaba reconocerlo, pero el general Milón le daba miedo.
De pronto Milón surgió como una tromba y echó a correr hacia él profiriendo un espantoso grito de guerra.
—¡Lanzad! —chilló Androcles aterrorizado.
Todos los hoplitas arrojaron sus lanzas al mismo tiempo. Temían a su legítimo general y sabían que él era el único peligro al que se enfrentaban. Les habían informado de que los demás miembros de aquella reunión eran viejos pitagóricos desarmados.
Milón había cogido dos de los asientos y con la mano izquierda mantenía unidas sus patas. Así disponía de un escudo que le protegía la mayor parte del tronco y la cabeza. La improvisada protección le salvó la vida al detener el vuelo de varias lanzas. La punta de una de ellas atravesó la madera y se le clavó en el antebrazo. Otras tres lanzas golpearon su cuerpo. Una le hirió en el costado, otra en el interior del muslo derecho y la tercera abrió una profunda herida sobre su rodilla izquierda. Afortunadamente ninguna se quedó clavada. Eso le permitió seguir corriendo a toda velocidad hacia Androcles.
El oficial corrupto levantó su escudo redondo preparándose para la temible embestida. No reparó en el continuo flujo de pitagóricos que surgía por la puerta reventada. En cuanto salían corrían hacia ellos con sus resplandecientes túnicas de lino, sus escudos cuadrados y sus mazas de madera.
Androcles imaginaba que Milón apartaría su extraño escudo en el último momento y le atacaría con la espada. Sin embargo, el coloso de Crotona embistió con un ímpetu descomunal y aplastó al oficial contra sus hombres. El reducido espacio del patio les había obligado a permanecer muy juntos y ahora la mitad quedaron trabados en un revoltijo de cuerpos y armas.
Los soldados que se libraron del impacto de Milón no pudieron atacarlo al recibir una lluvia de golpes con estacas de madera. Eso permitió que Milón retrocediera un paso, apartara el escudo e hiciera volar su espada una y otra vez con su tremenda fuerza. Androcles consiguió levantar su arma, pero la espada de Milón golpeó con tanta potencia que le rompió la muñeca. Con el dolor llegó una oleada de pánico. Androcles miró con los ojos desorbitados a su general a la vez que intentaba retroceder. El siguiente espadazo de Milón le arrancó la cabeza de los hombros.
Milón luchaba con más fiereza que en toda su vida. Sabía que la ventaja del ataque inicial duraría sólo unos segundos, debía acabar con todos los enemigos que pudiera antes de que se desplegaran. Su brazo derecho se movía a tanta velocidad que los hoplitas apenas podían verlo. Barría el espacio frente a él parando todos los ataques y golpeando a un enemigo tras otro. El espacio se llenó de gritos, salpicaduras de sangre y crujidos de huesos. Por el rabillo del ojo Milón vio que los maestros aguantaban la posición a base de sustituir con nuevos combatientes a los que iban cayendo. En el suelo empezaban a amontonarse cadáveres vestidos con túnicas empapadas de rojo.
Evandro estaba sacando el máximo provecho de su gran corpulencia. Había machacado dos cabezas con su maza de madera y había tumbado a otro soldado de un puñetazo; sin embargo, se daba cuenta de que la mayoría de sus compañeros caían acuchillados antes de asestar un solo golpe. Un hoplita levantó la espada para atacarlo. Evandro se cubrió con su maltrecho escudo de madera y paró el golpe, pero la pata que hacía de asidero se quebró. El asiento cayó al suelo dejándolo desprotegido. El soldado alzó de nuevo la espada. Se congeló un instante con el brazo en alto y Evandro vio que Milón le había hundido su arma en el costado.
—Coge un escudo y una espada —gritó Milón sin dejar de pelear.
El propio Milón había conseguido un escudo de verdad. Empujó con él a los hoplitas que había frente a Evandro. El fornido maestro aprovechó para agacharse y obtener nuevas armas. Al erguirse con armamento de verdad sintió una energía renovada. No tenía experiencia con la espada, pero tampoco la tenía con la maza y con ella se las había apañado para dejar fuera de combate a tres enemigos.
En ese momento había doce soldados en el suelo y una veintena de maestros pitagóricos. Era imposible combatir sin pisotear cuerpos y resultaba difícil no tropezar. Milón advirtió consternado que el soldado que estaba más cerca de la puerta salía corriendo.
«Va a avisar a los del exterior».
En cuanto acudieran refuerzos enemigos el final sería cuestión de segundos. Lo único que podía retrasarlo un poco era que se hicieran con la posición de la puerta para que sólo fuese posible atacarlos de frente. Empujó con el escudo hacia la entrada. Entonces oyó un grito detrás de él. Al volverse vio a Arquipo de Tarento con expresión angustiada.
—¡No podemos romperla! —volvió a gritar Arquipo.
Milón dudó qué hacer. La idea con la que habían salido de la habitación en llamas era que él, Evandro y todos los maestros que pudieran luchar —excepto Arquipo y Lisis—, intentaran neutralizar a los soldados del patio. Mientras tanto, Arquipo, Lisis y quienes no fueran aptos para el combate escaparían de la sala incendiada, cruzarían el patio interior y entrarían en la habitación de enfrente. Esa habitación no tenía ventana al exterior, por lo que la misión de Arquipo y Lisis era romper la pared utilizando una puerta como ariete. Luego saldrían por el agujero y tratarían de alcanzar el bosque.
Pero no habían conseguido romper la pared.
Evandro se giró hacia Milón.
—Vete —gritó sin atisbos de duda—. Salva a Pitágoras.
Milón lanzó un último ataque rabioso. Después dio la espalda a Evandro y se alejó del frente de combate.
Al correr hacia la habitación se dio cuenta por primera vez de que estaba herido. Perdía mucha sangre por el costado y por el tajo del muslo. No eran heridas mortales, pero se desangraría si no le cosían rápidamente.
En la habitación se encontraban siete ancianos maestros más Pitágoras, Arquipo y Lisis. Este último sostenía con expresión desesperada la puerta con la que habían estado golpeando el muro.
—Entre los tres —dijo Milón.
Soltó las armas, agarraron la puerta y arremetieron contra la pared. Aparecieron unas grietas. Al siguiente golpe su improvisado ariete se hizo pedazos. Milón no dudó ni un segundo. Cogió el escudo y salió al patio. El fuego irradiaba un calor insoportable. Colocó el escudo en su hombro y echó un vistazo rápido hacia la puerta. La tierra estaba alfombrada de cadáveres ensangrentados. Vio que Evandro y otros maestros se habían hecho fuertes en la puerta principal. Quedaban vivos cuatro soldados, pero ya no luchaban; habían salido al exterior y esperaban la inminente llegada de sus refuerzos.
Milón retrocedió otro par de pasos con el escudo apoyado en el hombro, entró corriendo en la habitación y embistió contra la pared a toda velocidad.
El impacto fue colosal.
Durante unos segundos Milón permaneció tumbado sin saber qué había pasado. Tenía un corte en la frente y otro encima de la oreja derecha. Le ayudaron a levantarse. Estaba rodeado de escombros, al otro lado de la pared. Recogió el escudo y alguien le entregó su espada. Era Arquipo, que estaba ayudando a avanzar a Pitágoras.
—Corred —Milón señaló hacia delante, todavía aturdido. A veinte pasos el bosque era una muralla de maleza espesa pero frente a ellos se abría un sendero de un metro de ancho.
Lisis seguía dentro de la vivienda, ayudando a franquear el irregular boquete de la pared a los maestros más ancianos. Milón miró a izquierda y derecha. Aquel lateral de la casa estaba sin vigilancia y el propio edificio los ocultaba de la vista del ejército apostado al otro lado.
Su esperanza se desvaneció en un instante.
Dos soldados a caballo surgieron por un extremo y se acercaron con rapidez. Ambos distinguieron a Pitágoras y enfilaron hacia él levantando las espadas. No en vano el enmascarado había ofrecido una recompensa de quinientas monedas de oro a quien le entregara la cabeza del filósofo.
Arquipo y Pitágoras avanzaban con una lentitud desesperante. Sólo habían recorrido la mitad de la distancia que los separaba del sendero.
«No van a conseguirlo». Milón apretó los dientes y corrió hasta colocarse frente a Pitágoras. Los jinetes se vieron obligados a cambiar de objetivo en el último momento. Cabalgaron hacia Milón inclinando sus cuerpos hacia él con las espadas preparadas, dispuestos a atacarle uno por cada lado. Milón hizo girar su espada en el aire, la cogió de la punta y la arrojó con todas sus fuerzas hacia el jinete de su derecha. La espada le rompió los dientes al entrar por la boca y atravesó su cabeza desde el paladar hasta la coronilla.
Una intensa sensación de alarma advirtió a Milón de que había descuidado su guardia al lanzar la espada. No tuvo tiempo de reaccionar. El arma del segundo jinete le alcanzó entre el hombro izquierdo y el cuello. El metal rompió su clavícula y le cortó parte del músculo.
Milón cayó al suelo, rodó sobre sí mismo y trató de levantarse. Sintió un latigazo de dolor y se quedó a cuatro patas. Al palpar la nueva herida percibió los trozos de hueso y la inquietante profundidad del corte. Intentó mover el brazo izquierdo. El dolor resultó insoportable pero consiguió alzar el escudo.
Cerca de él estaba el jinete caído, tumbado boca arriba. Milón logró ponerse en pie, avanzó tambaleándose y se apresuró a desenterrar su espada de la cabeza del muerto. Al erguirse de nuevo vio que Arquipo había aferrado las riendas del caballo del soldado y había conseguido controlarlo. Ahora se dirigía hacia Pitágoras, que había caído al suelo al quedarse solo.
Tras ellos, el segundo jinete dio la vuelta, clavó los talones a su caballo y se lanzó de nuevo contra el filósofo.
Arquipo llegó junto a Pitágoras y lo ayudó a ponerse de pie. Ambos daban la espalda al jinete sin ser conscientes de que estaba cabalgando hacia ellos. Milón quiso volver a interponerse. Se esforzó por correr y cayó de rodillas. La pérdida de sangre lo había debilitado. Se incorporó con el rostro crispado y contempló la trágica escena. Se dio cuenta de que ni siquiera podía gritar. Volvió a coger su espada por la punta y entrecerró los ojos para aclarar la visión. El jinete se había percatado de sus intenciones y se protegía con el escudo sin dejar de avanzar hacia Pitágoras. Milón echó el brazo hacia atrás y lanzó su arma con un esfuerzo sobrehumano.
Era consciente de que no sería capaz de dar al soldado.
Su espada dio una vuelta y media en el aire y se incrustó en el pecho del caballo. Las patas delanteras se doblaron y el animal se derrumbó dando una voltereta. Al caer atrapó debajo el cuerpo del soldado.
Milón se acercó dando tumbos para recuperar de nuevo su espada. El soldado hizo un penoso esfuerzo por levantarse y después se quedó inmóvil. Arquipo y Pitágoras habían conseguido subir a su caballo y le gritaron algo que no entendió. Les hizo un gesto señalando el sendero. Arquipo espoleó su montura y desaparecieron.
La espada salió sin dificultad. El caballo relinchó y se revolvió sin conseguir ponerse en pie. Se estaba ahogando en su propia sangre.
«Eras mi última oportunidad», pensó Milón. Antes de lanzar la espada había caído en la cuenta de que el único modo de que él escapara con vida era hacerse con esa montura. Eso no había alterado su decisión, pero había sido un pensamiento amargo. Siguiendo el sendero del bosque durante un par de kilómetros se llegaba a una playa en la que había una cabaña de pescadores. Eran afines a la hermandad y disponían de dos barcas. Podían ayudar a escapar a una docena de hombres.
«La salvación está a dos kilómetros…».
Él ni siquiera podía caminar doscientos metros.
Recorrió a trompicones la distancia que lo separaba de la entrada del sendero. Dentro del bosque todavía se divisaba a Lisis ayudando a avanzar a un maestro renqueante. Los demás habían desaparecido de la vista. Se detuvo al comienzo de la senda y dio media vuelta. A veinte pasos, por el boquete que había abierto en la pared de su villa, emergían los primeros hoplitas.
«Han matado a Evandro», pensó con tristeza.
La abertura de la pared sólo permitía que los soldados cruzaran de uno en uno. Según salían avanzaban hacia él, pero lo hacían con cautela, mirando hacia atrás para asegurarse de que el grupo seguía aumentando. El general en jefe al que estaban traicionando, el glorioso Milón de Crotona, se erguía frente a ellos bloqueando la entrada de un camino del bosque. Debía de ser por donde habían escapado los pocos pitagóricos que habían sobrevivido a la matanza del patio. Tendrían que perseguirlos, pero primero había que ocuparse del más temible de los crotoniatas.
Milón resultaba todavía más imponente al estar cubierto de sangre. Su túnica de lino apenas mostraba en algún punto el blanco original. Algunas de sus heridas resultaban espantosas, pero se mantenía en pie con el escudo y la espada frente a él.
Los soldados no se daban cuenta de que Milón ya no distinguía lo que tenía enfrente. Tan sólo veía manchas borrosas que se acercaban lentamente. Estaba concentrando toda su energía en mantenerse de pie. Cada segundo que aguantara incrementaba la probabilidad de que algunos maestros llegaran a la playa.
Por encima del dolor y la extenuación sentía orgullo. Su última estrategia había funcionado. Con una desproporción de fuerzas inimaginable había conseguido salvar a varios hombres. Esbozó una sonrisa. Cilón y el enmascarado todavía creerían que habían muerto todos. Dentro de poco les informarían de que Pitágoras y algunos maestros más habían escapado haciendo un agujero por un lateral que nadie vigilaba.
«Estúpidos», pensó con desprecio.
Los bordes de su túnica goteaban sangre. Su visión se oscureció completamente. No estaba seguro de si seguía de pie o había caído, pero siguió esforzándose por mantener el escudo y la espada levantados.
Apenas sintió dolor cuando lo atravesaron las primeras espadas.