29 de julio de 510 a. C.
Bóreas ardía de lujuria contemplando a Ariadna.
A la joven le temblaba la mandíbula mientras lo miraba con los ojos muy abiertos. Su miedo excitaba a Bóreas, pero aún le estimulaba más la fuerza interior que percibía en ella. Aunque estaba aterrada, no se había derrumbado como les ocurría a muchas de sus víctimas.
«Pero acabará suplicándome que la mate».
Se acercó a ella lentamente, saboreando cada instante. Las facciones de Ariadna eran bellas como las de una diosa. Tenía la boca entreabierta, lo que resaltaba la exuberancia de sus labios temblorosos. La piel de su cuello era tan fina y tersa como la de su seno desnudo. Apretaba la espalda contra el respaldo en un gesto instintivo para tratar de alejarse de él, sin darse cuenta de que así realzaba la plenitud de su pecho.
La parsimonia de Bóreas le resultaba a Ariadna tan pavorosa como su prodigiosa corpulencia. Denotaba un sadismo frío e intenso que provocó que una nueva oleada de terror recorriera su cuerpo. Notó que se le erizaba la piel y se le endurecían los pezones. El gigante alargó una mano y recorrió el contorno de su pecho con un dedo de piel áspera. Después le pellizcó el pezón turgente con sorprendente delicadeza. Ella sintió un nuevo escalofrío. El gigante disfrutaba forzando a sus víctimas poco a poco tanto como despedazándolas con brutalidad.
Ariadna presentía que a ella le mostraría ambas facetas.
La enorme cabeza de Bóreas se acercó a su oído y Ariadna se apartó todo lo que pudo. El gigante le agarró la cabeza con una mano, pegó los labios a su oído y susurró con un aliento cálido y húmedo. Sus labios gruesos rozaron lentamente la oreja de Ariadna, pero su carencia de lengua hizo que ella sólo escuchara un gorgoteo incomprensible.
Aquel balbuceo húmedo resonando en su oído hizo que se le escaparan las primeras lágrimas.
Bóreas comenzó a desnudarla. Al estar atada a la silla era necesario romper la tela. El gigante lo hizo cuidadosamente, tomando el tejido con ambas manos para evitar dañar a Ariadna, como si pensara que ella agradecería su amabilidad.
Cuando terminó, Bóreas retrocedió un par de pasos y gruñó de satisfacción. Su víctima estaba completamente desnuda. Las ataduras de manos y tobillos le mantenían los brazos detrás del cuerpo y las piernas entreabiertas, como si ella se le ofreciera. Mientras la contemplaba sintió una excitación tan intensa que temió perder el control.
«Debo contenerme para no matarla demasiado rápido».
Ariadna sollozaba con una mezcla de rabia y miedo. Había cerrado los ojos, pero los abrió al darse cuenta de que llevaba un rato sin oír a Bóreas.
El gigante seguía frente a ella, devorándola con la mirada. Se quitó el taparrabos y quedó completamente desnudo.
Su erección era tan excesiva como el resto de su cuerpo.