CAPÍTULO 124

29 de julio de 510 a. C.

Androcles, oficial de infantería del ejército de Crotona, caminaba hacia la villa de Milón con paso tranquilo. Acababa de salir del bosque y estaba atravesando el terreno despejado que había frente a la vivienda. Su actitud no tenía visos de ser hostil, parecía que estuviera dando un paseo.

Pero lo seguían cincuenta soldados.

Sauro, jefe de la guardia apostada por Milón en la puerta de su casa de campo, desenvainó la espada e indicó a sus hombres que formaran junto a él.

Androcles observó complacido que Sauro había hecho que salieran también los soldados del interior de la villa. Además no había dado la voz de alarma. Lo más probable era que los maestros pitagóricos no se hubieran enterado de nada.

Se detuvo a un par de metros de Sauro, que lo miró con expresión hosca. Era un secreto a voces que Androcles estaba a sueldo de Cilón y que había sido uno de los principales responsables del saqueo de Síbaris.

—Por orden del Consejo, vengo a detener a Pitágoras —dijo Androcles tranquilamente.

Sauro enarcó las cejas. Aquello no se lo esperaba. Se repuso rápidamente y respondió a su interlocutor con aspereza.

—Estamos aquí para impedir que nadie entre en esta casa. Ésas son las órdenes de Milón, general en jefe del ejército y por tanto tu máxima autoridad.

Androcles observó con desdén a Sauro. Le fastidiaban los militares como él, siempre tan estirados y tan esforzados en el cumplimiento del deber.

—Milón no está por encima del Consejo —se limitó a responder.

Sauro escudriñó el rostro de Androcles detenidamente. No parecía que aquel oficial corrupto fuera a atenerse a razones.

—Iré a buscar a Milón —dijo de mala gana—. Ya veremos a quién decides obedecer.

—No te preocupes por mí —replicó Androcles con tono burlón.

Sauro dudó todavía un instante. Luego dio media vuelta pensando aceleradamente. «Somos diez frente a cincuenta, no podemos imponernos por la fuerza». Quizás lo mejor sería que Pitágoras y los maestros escaparan por una ventana mientras ellos trataban de retener a los recién llegados.

Mientras Sauro se alejaba, sus soldados permanecieron frente a Androcles con las espadas desenvainadas. Vieron que el oficial corrupto les daba la espalda, pero no advirtieron que sacaba su cuchillo y lo agarraba por la punta.

De repente Androcles se giró y lanzó el arma. Su hoja se clavó hasta la empuñadura en la espalda de Sauro.

Ésa fue la señal para que sus cincuenta hombres se lanzaran al ataque.